El asesinato de Fernando Báez Sosa es un caso que conmueve y moviliza a todo un país. El hecho es muy grave y requiere de la intervención del poder judicial, que debe ofrecer un proceso que no lo deje impune y lleve algo de consuelo a la familia del joven. Sin embargo, el debate público sobre por qué ocurre un crimen así en nuestra sociedad y qué se puede hacer para prevenirlo queda obstruido cuando la discusión se focaliza casi de manera excluyente en los años de cárcel que le corresponden a los acusados y la necesidad de imponerles un sufrimiento que sea equiparable al daño que se les imputa.

Cada vez que ocurre un crimen conmocionante, vuelve a circular la idea de que una pena larga tiene una función “ejemplificadora” que sirve para prevenir este tipo de hechos. El crimen de Fernando expresa de manera extrema formas de violencia muy extendidas en nuestra sociedad: racismo, clasismo, masculinidades violentas. Una “condena ejemplar” no sirve ni para empezar a pensar qué vamos a hacer con estos problemas. El derecho penal actúa en un conflicto particular una vez que ya ocurrió. Es por eso, justamente, que no tiene la capacidad de anticipar o prevenir delitos. Aparece cuando ya no hay nada que evitar. Asociar la idea de ejemplaridad de condenas al sufrimiento que el imputado debe recibir y suponer que eso servirá para que otros hechos como los juzgados no ocurran es un error con consecuencias muy graves. Nos impide pensar de qué otras formas el Estado y la sociedad en general debería actuar para disminuir la violencia.

En las últimas tres décadas se afianzó la idea de que el castigo es la única respuesta posible a las violencias y a la criminalidad. Este consenso transversal punitivo, que cruza a muchos actores sociales, impulsó diferentes reformas de las leyes y los códigos procesales, inflando la legislación penal e imponiendo penas más duras. Esas medidas de endurecimiento nunca fueron evaluadas en relación con su eficacia para disminuir los delitos y con otras consecuencias. Es decir, no rinden cuentas de su fracaso.

La demanda retórica de que “se pudran en la cárcel” se convirtió, a partir de estas reformas penales, en una posibilidad real y concreta. Hoy hay personas que llevan décadas encerradas y no tienen perspectivas de un proceso de reinserción.

Nuestra Constitución y las convenciones internacionales en materia de derechos humanos son claras: la finalidad del encierro no es la muerte, no es el castigo desmedido y no es el maltrato. Una persona encarcelada no debe verse despojada de toda su humanidad. Las personas que hoy están siendo juzgadas deben afrontar las consecuencias de sus actos y, si así se lo considera, recibir una pena y cumplirla. También deberían poder en algún momento recuperar su libertad y vivir en sociedad. La miopía que esconde la centralidad de la vía penal y la severidad de las sanciones como único método para “combatir la inseguridad” impide pensar en otras políticas públicas que deberían ayudar a prevenir las violencias en sociedad y tampoco posibilita explorar de qué forma lograr que quienes atraviesan el encierro, cuando salgan, puedan tener las herramientas necesarias para no reincidir.

*Los autores integran el Área Justicia y Seguridad del CELS