La profesión de contar

Les vamos a contar un pequeño cuento porque esa es precisamente nuestra profesión: contar. No sabemos si es verdad o no y tampoco importa demasiado. Lo que interesa es que la historia sea atractiva y los entretenga, librándolos de la idea de tener que soportar un ensayo erudito.

Había una vez… hace muchos años, cuando a nadie se le había ocurrido la idea de comunicarse a través del aire y los pueblos no conocían la existencia ni las propiedades de la electricidad, en las grandes manufacturas tabacaleras, mujeres que enrollaban las doradas hojas de tabaco sobre sus piernas para fabricar los famosos cigarros puros.

Era un trabajo mecánico que, por ese mismo automatismo de movimientos, les permitía hablar todo el tiempo entre ellas y eso provocaba distracciones permanentes que ponían en peligro la calidad de la mercadería. Además, por la forma de pago diaria y el escaso interés de las obreras por su futuro en la industria, tenía un nivel de asistencia irregular, caprichoso, que generaba inseguridad y muchas veces fallas en las entregas.


Para evitarlo, algún patrón inteligente concibió la idea de contratar a un narrador, un contador de cuentos que, sentado en la silla más alta del recinto, las entretenía relatándoles historias de amores contrariados, de traiciones terribles, de héroes adorables que salvaban a la pobre muchacha del villano en el momento oportuno. Usando palabras comunes, tejía armoniosamente tramas que despertaban el interés de un auditorio muy difícil, hasta convertirse en centro absoluto de la atención: a los pocos minutos solo se escuchaba en las barracas el ruido leve del tabaco enrollándose y la voz del narrador, contando. Y para que esas mujeres, además de entretenerse durante su jornada laboral, tuviesen la motivación de volver al día siguiente, ese hombre que las seducía a través de la palabra —sensible y astutamente— interrumpía la narración en el preciso instante en que algo tremendo estaba por suceder y retomaba el hilo recién al otro día.

Las fábricas rivales se disputaban entre ellas por los mejores narradores, aquellos que captaban con más profundidad los sueños y esperanzas de esas mujeres sencillas, sus fantasías más ocultas y se las devolvían convertidas en relatos cargados de pasión. Cuanto mejores eran las historias, mayor era el porcentaje de asistencia diaria y suponemos que también serían mejores los cigarros que se encerraban en las pequeñas cajas de madera.

Pasaron los años y de pronto, como resultado de una magia incomprensible, alguien pudo ver en un extraño aparato, sentado en su casa, lo que estaba ocurriendo en otra parte. Llegó la televisión y cambió la vida de todo el mundo, cambiaron los hábitos, los horarios, la manera de entretenerse y, como producto de la novedad y la absoluta escasez de obras para ese medio de comunicación revolucionario, fue necesario crear una nueva forma de contar historias para esa visita que sin tocar el timbre empezó a entrar en las casas y en pocos años se convirtió en un miembro más de todas las familias. Este crecimiento insospechado demandó cada vez más y más producción, más obras en pantalla. Y como no hay producción posible sin alguien que desarrolle una idea y la convierta en obra, nacimos los autores de televisión.

Hoy reinventados nuevamente los medios de comunicación, modernizados los sistemas de producción, transformado el mundo casi por completo en pocas décadas, se mantiene sin embargo el mismo oficio. Hemos cambiado la silla alta de aquel narrador tabacalero por la computadora, la electrónica ha reemplazado a la presencia física, los mensajes atraviesan océanos en apenas segundos, pero hay algo que no ha cambiado: todavía existimos los contadores de historias. Y aunque estemos auxiliados por cantidades increíbles de tecnología que minuto a minuto se superan; rodeados de satélites y antenas retransmisoras; navegando digitalizados en internet y recibiendo correos de ciudades que escapan a nuestra imaginación; seguimos mirando con ojos humanos a nuestro alrededor en el afán por descubrir una anécdota interesante que se pueda transformar en cuento. Volvemos a preguntarnos con qué sueñan los otros, qué fantasías esconden en su alma, y combinamos artesanalmente estos ingredientes en historias más o menos simples, que repiten día tras día nuestras obsesiones y deseos, desnudan ante el público nuestros fantasmas y monstruos ocultos, y delatan nuestros amores.

Ya no ayudamos a producir cigarros solamente: también contribuimos con nuestras telenovelas, teleteatros y miniseries a vender detergentes poderosos y tarjetas de crédito elegantes. Por algo será que todo cambió menos esto. El pragmatismo diría que todavía somos útiles. Nuestra experiencia nos lleva a pensar que somos necesarios porque, mal que les pese a muchos, sin autor no hay obra.

Y si pudiéramos desnudarnos de verdad y abrir el corazón, quizás nos atreveríamos a decir que para nosotros, antes que un oficio, escribir es la manera que tenemos de enfrentar la vida; una necesidad impostergable; el amor a primera vista con la palabra que se convirtió después en profesión; la explosión cotidiana de una catarata de voces que se empujan por salir, peleándose entre ellas por ser la que primero y mejor pinte estados de ánimo, sensaciones, emoción guardada.
Y confesaríamos también que, en el momento mismo de contar, todo lo demás desaparece. Nuestros demonios y nuestros ángeles se adueñan de los mundos que inventamos y borran la realidad por un rato. Nos rendimos ante ellos, los dejamos hacer, renunciamos a la cordura, si alguna vez la tuvimos. Las palabras se ordenan al correr de la mano como por arte de magia, caminan libres por el teclado con movimientos acompasados, marcan un repiqueteo que parece de juguete y eso nos produce un enorme placer. Fluyen rápidas, decididas, contundentes, como notas de una sinfonía que intenta reflejar ante el público –ese que en televisión nunca vemos personalmente y al que solo conocemos por estadísticas frías— un pedacito de lo que somos y queremos.

En ese momento mágico no importa si se venden detergentes o se fabrican cigarros, porque en el medio de dos tandas publicitarias, aspirando a ser humildes testigos del tiempo que nos tocó vivir y devolverlo en forma de relato entretenido, como herederos de aquellos sensibles y astutos narradores, estamos nosotros, los que contamos historias.

Cuarenta años escribiendo

Cuando un autor construye un personaje, utiliza varios recursos. Su necesidad dramática, su motivación, su metodología para resolver problemas, su paradoja y, entre otras cosas, su backstory. Es decir la historia previa que solo el autor conoce, y que no tiene por qué saber el público. Nuestro personaje se llama Maestro y Vainman. Es un personaje múltiple, que tiene una sola función, dos caras y una historia en común. Su backstory se remonta a 1964. Terminada la escuela primaria, entramos a la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta para seguir la carrera de maestro. Ese lugar que fue tierra de estudio para otros escritores como Julio Cortázar, Abel Santa Cruz, Juan José Sebreli, Leopoldo Marechal, Fermín Estrella Gutiérrez y Enrique Santos Discépolo, tenía una mística especial en los sesenta. Nosotros, Maestro y Vainman (o Jorge Mordkowicz y Sergio Vainman en ese entonces), íbamos a ser parte de la anteúltima promoción de maestros de escuela primaria egresados de una institución de enseñanza media a los diecisiete años.

Allí se sembró el embrión de lo que sería nuestra carrera profesional como autores de televisión. Cuarto y quinto año nos encontró vinculados de diferentes maneras con el teatro. El estímulo en la escuela era variado y las reuniones de fines de semana entre amigos nos encontraban leyendo o haciendo teatro y música de manera aficionada. Terminada la escuela, comenzamos a transitar el teatro independiente creando espectáculos para niños.
Carlos Calvo, Raúl Rizzo, Rita Terranova, Ángeles Alonso, Juan Leyrado, Marta López Pardo, Daniel Ceriotti, entre otros, eran los compañeros actores con los que compartíamos la aventura de montar un espectáculo, y cada fin de semana ponerlo en escena, con la única motivación de hacerlo y entretener al público infantil.

Pasamos por el Teatro Payró, el Teatro del Centro, el IFT, el Theatron, el Teatro de la Cova y otros más. Vino un poco de distancia, tiempos políticos difíciles para los jóvenes en los setenta, estudios interrumpidos en la universidad, hijos y un reencuentro en 1980 que nos llevó a conformar la dupla que muchos, durante mucho tiempo, creían que conformaba el apellido compuesto de una sola persona. Y como autores a lo largo de 35 años de escribir obras ininterrumpidas para la televisión lo somos. Con intervalos, distancias y reencuentros, seguimos unidos con la misma manera de pensar el espectáculo como en los comienzos. Nada cambió en nuestra opinión respecto de la televisión, de la profesión como autores, aunque obviamente el tiempo y la experiencia nos hayan enriquecido.

La idea de este libro surgió motivada por la necesidad de pasar la posta. Nosotros tuvimos la fortuna de tener referentes que nos antecedieron como Abel Santa Cruz, Hugo Moser o Alberto Migré. Sabemos que hoy eso resulta más difícil para los autores jóvenes. La proliferación de carreras universitarias y terciarias vinculadas con el guion son un gran aporte metodológico para esta profesión, pero lo más importante no está allí. Está en el conocimiento adquirido —como nos sucedió a nosotros— como aprendices de hechiceros conociendo la mecánica para elaborar el elixir que seduzca al espectador, que lo atrape, que lo tenga “entre” una ocupación y otra. Que lo entretenga con esa alquimia. Los que lean el libro con curiosidad seguramente se encontrarán con programas que marcan alguna etapa de sus vidas, los próximos autores que comprendan que la mejor manera de escribir es escribiendo, equivocándose, y viendo y leyendo todas las obras posibles escritas por sus antecesores.

Decidimos escribir este libro basado en nuestra carrera, con anécdotas y cierta memorabilia, porque pensamos que investigadores y periodistas han escrito una variopinta cantidad de libros biográficos y no tanto dedicados a actores, actrices y directores del espectáculo nacional, pero no tenemos conocimiento de libros dedicados a recorrer la trayectoria de los autores del cine y la televisión. Seguramente porque nuestra profesión no entra en el rubro de la fama que, aunque sea puro cuento, no deja de despertar interés. Para la mayoría del público, el autor no es una figura que llame la atención. Eso no está ni mal ni bien. Es así y ocurre desde tiempos inmemoriales y en cualquier lugar del planeta.
Pero nos parece bueno volver a recorrer nuestro camino con el público que disfrutó o padeció nuestras historias y también con los próximos autores porque, aunque la experiencia de uno es imposible que sea para otro, transmitir la propia puede hacer entender un poco más este oficio que es el mismo desde que el hombre comenzó a contar historias a su tribu, más allá de las nuevas tecnologías y de la multiplicidad de plataformas. Siempre habrá historias para contar y serán necesarios los autores que las creen. Todo lo demás es lo de siempre.

Por eso Tom Stoppard en una escena de Shakespeare enamorado pone a William esperando al productor en la puerta del teatro. El productor pasa con un inversor y cuando este le pregunta quién ese muchacho (por Shakespeare) el productor le responde: “Nadie, el autor”. «
(…) «

Narradores de la vida en la pantalla chica

Jorge Leonardo Mordkowicz es más conocido como Jorge Maestro. Con Sergio Vainman generaron una dupla muy prestigiosa: trabajaron juntos durante muchos años. Su mayor producción a cuatro manos se registra entre 1980 y 1997, cuando hicieron los guiones de Zona de riesgo, Montaña rusa, Clave de Sol, Amigovios, La banda del Golden Rocket, Como pan caliente, Hombre de mar, Gerente de familia y Los machos, entre otros exitosos programas de la tevé argentina.

Ya en la primera década del siglo XXI, Maestro fue director de contenidos en América TV, director del departamento de guionistas de telenovelas de Canal 13 de Chile y creó la carrera de «Guionista de televisión» para el ISER, además de ser miembro de la junta directiva de Argentores.

Vainman participó como coautor del programa Poné a Francella (2001), la telenovela mexicana Código Postal (2006) y se dedicó a la producción de contenidos de diversos reality shows, como los dos primeros ciclos locales de Gran Hermano y luego en diversos países de Latinoamérica.