Llueva, truene, haga calor o un frío siberiano, a las cuatro y pico de la tarde Analía Casafú y sus compañeras sirven chocolatada y galletitas en el merendero «Darío Santillán». Lo hacen desde 2003, en el local que la Asamblea de San Telmo alquila sobre la calle México al 600, sede de un centro comunitario, que cobija diversos emprendimientos productivos empujados a puro esfuerzo cooperativo, y que también da techo a una veintena de familias. La reciente venta del espacio con ribetes «fraudulentos», según denuncian los miembros de la Asamblea, pone en riesgo la continuidad de este proyecto autogestionado y solidario. Con una audiencia judicial a celebrarse este lunes 15, el desalojo golpea sus puertas.

«Esta experiencia nace de las asambleas populares de diciembre de 2001, cuando sólo teníamos el local de la esquina, en Chacabuco y México, donde había un club de trueque. En ese tiempo, para paliar el hambre de los vecinos, se abrieron las escuelas en enero. Y poco después arrancamos con el merendero», dice Casafú, presidenta de la cooperativa, mientras reparte vasitos humeantes de chocolate entre los pibitos y recupera la memoria de aquel verano negro en que explotó por los aires el gobierno de la Alianza. Las heridas del estallido neoliberal vuelven a abrirse ahora. «Es que San Telmo, por la especulación inmobiliaria y el boom turístico, expulsa a los más pobres. Está todo muy bravo, y la crisis hace que se acerquen más chicos al merendero: más de 200 en los últimos tiempos. Incluso tenemos que dar refuerzos los viernes, para que puedan comer algo los fines de semana».


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(Foto: Eduardo Sarapura)


Los propietarios del inmueble –una numerosa y mal llevada sucesión– fueron renovando y actualizando los contratos a la Asamblea cada tres años desde 2003, hasta octubre del año pasado. Acuciados por su necesidad de dinero, los dueños decidieron casi «rematar» la propiedad sin siquiera avisar a los miembros de la cooperativa, sus inquilinos legales. Los nuevos propietarios son los dueños de la inmobiliaria Martul. A cinco días de finalizar el contrato vigente, llegó al merendero una notificación avisando de la venta de la propiedad y advirtiendo sobre el inicio de un juicio de desalojo. La Asamblea decidió no bajar los brazos. Todos los jueves se movilizan hasta la puerta de Martul, para visibilizar su reclamo.

El inmueble, un antiguo conventillo a pocas cuadras de Plaza de Mayo, estaba derruido cuando la Asamblea se hizo cargo. Tras una ardua tarea comunitaria, lo dejaron en condiciones óptimas: reconstruyeron las habitaciones, habilitaron el local, rehicieron estructuras, colocaron vigas, impermeabilizaron techos, revocaron paredes, instalaron el gas, pusieron a nuevo los sanitarios existentes y construyeron dos más. María Brizuela, jubilada, alquila una de las habitaciones en la parte trasera. Misionera de nacimiento y de San Telmo por adopción, vive en la casa desde hace más de una década. Se le pianta un lagrimón de sólo pensar en el desalojo. «Pero lo que me tiene más triste es el cierre del merendero. Yo tengo 68 y voy a seguir rebuscándomelas, pero este espacio es una ayuda muy importante para las mamás y papás del barrio. Los chicos se merecen un futuro mejor».


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Mientras el Estado mira para otro lado, la Asamblea no está sola en su lucha. El Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel les envió una carta con su apoyo. «Fue todo abrupto, sin aviso previo, un balde de agua fría, y este es un espacio que no puede cerrar. ¿Quién va a contener a los pibes que pasan hambre?», se pregunta Sabrina, incansable «profe» del merendero. Se crió en el barrio y el Darío Santillán fue su segunda casa. «Yo jugué y tomé la leche acá como ellos y ahora devuelvo todo ese amor colaborando todas las tardes. Todo esto me tiene para atrás, y a eso sumale la crisis. La necesidad es cada vez más grande. Hay veces que no alcanza la comida. Hace poco un nene se puso a llorar: dijo que le dábamos menos galletitas. Con lágrimas en los ojos me dijo: ‘En casa tenemos hambre, profe’.»


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Antes de que se apague la luz de la tarde helada de julio, los pibes del merendero arrancan con el taller de percusión, coordinado por los candomberos de Lindo Quilombo, una de las tantas actividades culturales y educativas que se dictan en el espacio. Mientras Aaron y Alex le dan duro y parejo a los parches, su mamá Corina da una mano repartiendo torta y facturas donadas entre los más chiquitos del salón. Corina cuenta que sufrió violencia de género, y que en el merendero encontró contención y apoyo psicológico para superar el maltrato de su expareja. «No es sólo el lugar donde los chicos pueden merendar, es un espacio social, lo hablamos siempre con otras mamás. Afuera está todo mal, y acá los chicos se cargan de energía. Si tuviera adelante al juez o al dueño de Martul, les diría que vengan a conocer nuestro trabajo, nuestra realidad. En una de esas se les ablanda el corazón». «