En la plaza Mitre reina un silencio ejemplar. El cielo plomizo anticipa la lluvia fuerte que va a caer sobre la ciudad bonaerense recostada en la ribera del barroso Río Paraná. A los lados, calladas, la Escuela General San Martín y la Parroquia Nuestra Señora del Carmen. Enfrente, más callado, el Palacio Municipal de Zárate.

El hermetismo, la bronca, el miedo y también la pena dominan las tierras donde nacieron, crecieron y se educaron los ocho jóvenes imputados por el crimen de Fernando Báez Sosa, el pibe de 18 años muerto a golpes en la puerta del boliche Le Brique de Villa Gesell, el 18 de enero de 2020. En horas se sabrá el veredicto del juicio en Dolores. Mientras, vecinos y vecinas intentan romper el monopolio del silencio en Zárate. La ciudad que habla cuando calla.

El diario y las calles de la ciudad pegada al río Paraná.
La plaza Mitre, en el corazón de Zárate.
Foto: Mariano Martino

Silenzio stampa

Ni el intendente interino Ariel Ríos, ni un concejal, ni un secretario. «Ningún funcionario va a hacer declaraciones». La respuesta afable del encargado de prensa llega por teléfono, mientras Tiempo aguarda en el hall de la municipalidad. Silenzio stampa es la política sin fisuras que adoptaron las máximas autoridades zarateñas ante el caso Báez Sosa.

Cuando se cumplieron tres años del crimen, una multitud se congregó frente al palacio de estilo clásico afrancesado para pedir justicia por Fernando. Según las crónicas, marcharon más de 400 personas en la urbe de 100 mil habitantes. Durante el recorrido hubo aplausos y se escucharon consignas: «Fernando presente», «Justicia», «Asesinos». También preguntas: «¿Por qué no vino el intendente?».

Leo Taborda es zarateño de toda la vida. Tiene 39 años y se gana el mango como preparador físico. En la puerta de «la Muni» espera con paciencia de maratonista a ser recibido por un funcionario. Está organizando una carrera de larga distancia. Dice que siente dolor cuando en los medios señalan a su ciudad como cuna de violentos: «Se nos conocía por el Puente Zárate-Brazo Largo, por la buena pesca, por ser la capital provincial del tango, de acá son Homero y Virgilio Expósito, también por la energía nuclear de Atucha. Ahora, por los rugbiers violentos». Todo un secreto a voces en la pujante ciudad portuaria e industrial, aclara el corredor: «No me extrañó para nada y era cuestión de tiempo que terminara en una tragedia. Cada vez que salían, estos pibes tenían trifulcas. Creo que esta historia tiene que ver con la mala educación, con la inseguridad, con las políticas públicas. Se deterioró mucho la calidad de vida en Zárate. El tema es delicado y se suma que son hijos de familias influyentes, mueven hilos para que salgan limpios. Ojalá funcione la Justicia y los condenen. No queremos más violencia».

«No queremos más violencia», dicen los zarateños.
Los trabajadores de Zárate y su opinión sobre el caso Báez Sosa.

Manuel y Rodrigo le dan duro y parejo a las bordeadoras. Los jardineros tienen a cargo el cuidado de la plaza central. Viven en Mitre y Cementerio, dos barriadas del suburbio obrero. La historia dice que en 1923 se fundó en Zárate el primer sindicato argentino de los obreros de la carne. Fueron perseguidos durante la Década Infame, en los años de plomo del gobernador fascista Manuel Fresco, cuando la localidad fue rebautizada «General José Félix Uriburu», otro fascista declarado que llegó a la presidencia tras derrocar a Hipólito Yrigoyen. Los laburantes de Zárate, al mando del sindicalista Ciprino Reyes, pusieron el cuerpo el 17 de octubre de 1945. Al año siguiente, con Perón en el poder, la ciudad recuperó su nombre original.

En Plaza Mitre hay estatuas para todos los paladares ideológicos: santa Evita, Perón, Alfonsín, Yrigoyen, Alem, el almirante Brown. Hasta José Rucci. Cerca de ellas, Manuel y Rodrigo toman un respiro. Y mates dulces. Antes de seguir con su faena de poda, hablan de los acusados. Aporta Manuel: «Son pibes que estaban bien económicamente. Nunca les faltó nada. Lo hicieron por maldad». Suma Rodrigo: «Hay gente que duerme acá en la plaza y se porta mejor que ellos. La bardearon mal. Siempre hay prejuicio con que el pobre es el violento. No es así».

No muy lejos, Dámaris (33) juega con sus pequeños hijos. Trabaja en el ámbito público en el área de géneros. Reflexiona: «La muerte de Fernando marcó un antes y un después para la ciudad, y para todo el país. Es una tragedia que nos invita a examinar muchos lugares: la violencia, la masculinidad, el rol del deporte, de la familia, del Estado. Ahora Zárate carga con un estigma, y hay que repensar todo. Hacer un mea culpa de cómo se naturalizó la violencia. En los boliches, en la cancha, en todos los ámbitos de la sociedad». Dámaris prefiere no hablar de los jóvenes que son juzgados en Dolores: «No los conozco. Lo que tengo claro es que no creo que sean violentos por pertenecer a una supuesta élite o por jugar al rugby. Mis hermanos jugaron en el mismo club, el Arsenal Náutico Zárate, y no practican la violencia, todo lo contrario. Es más, ahora juegan el club Ruda Macho, van por la diversidad en el deporte».

Miradas sobre la masculinidad, la violencia y el deporte.
Un boliche del centro, donde concurrían los jóvenes imputados.

Crimen y castigo

Priscila pilotea un coqueto local de ropa de la calle Ituzaingó. Dice que conoce de vista a los ocho acusados. «Somos de la misma generación, tengo 22 años, pero no somos amigos. Los cruzaba en los boliches de la costanera y en los bares del centro, donde uno era seguridad. Cuando me enteré fue fuerte: ver caras conocidas en la tele y en internet, saber de las peleas que pasaban y siguen pasando. No fue sorpresa. Cómo le van a quitar la vida a alguien». Al despedirse, reflexiona sobre la sentencia: «Muchos piden un castigo duro, la condena perpetua, pero no sé si la cárcel es la única solución. Que entiendan el mal que hicieron. Si salen en el futuro, que salgan mejores».

«No sé si la cárcel es la solución, que entiendan el mal que hicieron», dice Priscila, una comerciante.
El club mantiene el código de silencio.
La cancha de rugby del Arsenal Náutico.

La cancha de rugby está desolada. Las dos H son testigos. El Club Arsenal Náutico Zárate, fundado en los ’60 por personal civil de la Prefectura, también aplica el código de silencio. Solo sacaron un comunicado a mitad de enero para aclarar que no tenían nada que ver con lo que dijo Bernardo Sitges, fundador del club, de que el crimen «fue un accidente» y que «peleas siempre hubo». En la puerta surge una socia que prefiere el anonimato. Conoce a las familias de los acusados. Niega que sean la «oligarquía» de Zárate. Más bien, familias de trabajadores y algunos profesionales. Repasa la violencia en nuestro país: desde los cuchilleros de Borges hasta la dictadura y las barras bravas. Siente que, aunque lo rechacen quienes sólo piensan en el castigo, los jóvenes acusados son seres humanos, no monstruos, «y quizá también víctimas». La señora piensa que el caso se mediatizó al extremo, con el abogado showman Burlando a punto de saltar a la política. Como una serie de Netflix. Es su sentencia.

El Río Paraná trae algo de paz a Zárate. Como telón de fondo, los majestuosos puentes atirantados unen Buenos Aires y Entre Ríos. La postal es un poema de Juanele Ortiz. Un muchacho de veintipocos contempla al gigante antes de partir al trabajo. Cuenta que conocía a la patota por sus peleas en los countries y en el Colegio Estrada. Observa el agua que baja turbia. Con mirada triste acota: «¿Sabe qué es lo que más duele? Ni ellos ni sus familias les pidieron sinceras disculpas a la mamá y al papá de Fernando. Eso duele».

La costanera, el Brazo Largo y el Paraná.
Foto: Mariano Martino