Los acuerdos de paz con la guerrilla colombiana entran en una etapa de incertidumbre luego del triunfo de Iván Duque en la segunda vuelta de este domingo. Porque si bien en su primer discurso como presidente electo el delfín de Álvaro Uribe señaló que «somos todos amigos de construir la paz y debe ser una paz que, ante todo, preserve ese deseo de permitirle a la base guerrillera su desmovilización efectiva», no se olvida que desde su campaña prometía corregir parte de esos documentos tan debatidos a lo largo de un proceso de paz que comenzó en 2012 en Oslo y culminó en La Habana cuatro años más tarde. «Esa paz que añoramos, que reclama correcciones, tendrá correcciones para que las víctimas sean el centro del proceso para garantizar verdad, justicia y reparación», señaló en ese mismo discurso Duque, el más joven de los presidentes que asumirá en Palacio de Nariño en la historia moderna de Colombia.

El tema de la justicia transicional es un punto clave en los acuerdos alcanzados por el gobierno de Juan Manuel Santos con los líderes de las FARC y condicionan sin dudas al otro gran proceso iniciado con la otra fuerza insurreccional, el ELN, en febrero del año pasado. Se trata de una forma negociada entre las ex Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y las autoridades políticas colombianas para juzgar delitos cometidos a lo largo de más de 50 años en el marco de una guerra revolucionaria que se llevó al menos 200.000 vidas.

Duque encarnó en este comicio a ese amplio sector social y político que no apoyó totalmente el acuerdo y que en 2016 ya había rechazado por mayoría la consulta del gobierno para refrendar públicamente los textos aprobados entre representantes de Santos y de las FARC.

El punto más difícil fue el de la Jurisdicción Especial para la Paz, el tribunal que debe juzgar los crímenes más graves y a la vez tomar en cuenta el modo de crear las condiciones para que estas personas puedan participar en la vida política. Si la guerrilla era la forma de responder a la falta de libertades para que la izquierda revolucionaria tuviera un espacio en el sistema político colombiano, esta justicia transicional es la forma de que los guerrilleros aceptaran la entrega de sus armas para sumarse a la pelea política.

Pero la derecha más radicalizada, representada por Álvaro Uribe, logró en esa ocasión un resonante triunfo, a pesar de que la participación ciudadana en el referéndum no pasó del 37%. Y fue un baldazo de agua fría para Santos, que fuera en su momento el delfín de Uribe para sucederlo, en 2010. Porque luego de más de medio siglo de guerra interior todo indicaba que su propuesta de paz iba a arrasar en las urnas y comenzaba una nueva historia para el país.

El rechazó obligó a recalcular y a que el acuerdo obtuviera el aval del Congreso. Pero el proceso de paz quedó herido en un flanco sensible como el de la opinión ciudadana. Así y todo, los guerrilleros armaron un partido político que utiliza la misma sigla, pero ahora significa Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, y en su abrumadora mayoría se sumaron a la lucha política, a pesar de que bandas irregulares asesinaron en este tiempo a más de 90 líderes y lideresas sociales y ex combatientes. De todas maneras, la fuerte propaganda en contra y las condiciones políticas del momento no dieron como para que presentaran candidatura.

En ese escenario, crecieron dos opciones de centroizquierda, una encabezada por el ex alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, quien se había integrado a la vida política luego de deponer las armas con el Movimiento 19 de abril, en 1987. Petro fue alcalde de la capital colombiana y fue depuesto por una medida insólita de la Procuraduría General de la Nación que lo acusó de haber estatizado el servicio de recolección de residuos. La otra llevó al ex alcalde de Medellín, Sergio Fajardo.

Por poco más de 250.000 votos, (25,08% contra 23,78%) Petro pasó a segunda vuelta. El derechista Duque obtuvo el 27 de mayo el 39,34% de los votos. Comenzó una campaña despiadada contra Petro, al que acusaron de representar al chavismo y de pretender llevar a su país a ser una nueva Venezuela. Así y todo, y por más que Fajardo dijo que iba a votar en blanco, Petro sumó 8.034.189 sufragios y en 42.01 %. Duque le sacó varios cuerpos de ventaja, 10.373.080 votos y 553.98%.

Pero el dato es que por primera vez desde los pactos de 1958 entre conservadores y liberales, un candidato de izquierda entra con posibilidades y demuestra que hay una amplia porción de la sociedad colombiana que busca realmente una vuelta de página. Su desafío ahora, que será senador, es liderar a esa masa que no quiere más guerra fratricida y aspira a mejoras sustanciales en su vida cotidiana, habida cuenta de que Colombia viene expulsando población desde hace años, un poco por el conflicto y otro por la falta de oportunidades.

Una gran ironía fue la foto de un cartel que circuló en las redes donde se veía un letrero que decía “Ganamos, está vivo Petro”. Está vivo, claro, porque ocho millones de votos van a pesar en el futuro del país. Pero además, desde el asesinato hace 70 años de Jorge Eliécer Gaitán no hubo otro candidato con tantas posibilidades. Está vivo porque como él mismo sugirió, tiene todo para crecer.

Duque, en tanto, asegura que gobernará por sí y que no será un títere de Uribe. Condiciones no le faltan, aseguran quienes le siguen el hilo desde hace años. Comenzó su carrera política junto a Santos y pegó el salto al uribismo cuando percibió que otros vientos soplaban. La reforma judicial que propone no solo afectaría los acuerdos, también, dicen sus críticos, busca la forma de que Uribe no pase sofocos en las causas que tiene por corrupción pero principalmente por la retahíla de procesos por la actuación de fuerzas parapoliciales en el conflicto contra la guerrilla y por los casos de falsos positivos.

Una escandalosa modalidad de premiar a militares por el crimen de presuntos guerrilleros que llevó a que muchos sumaran jinetas por haber asesinado a civiles a los que hacían pasar por guerrilleros.