«Estoy cumpliendo una promesa de campaña.» Al presentar con esa frase la decisión de reconocer oficialmente a Jerusalén como capital del Estado de Israel, el presidente Donald Trump definió sin medias tintas ante qué tribuna tomaba la decisión: ante los estadounidenses que lo votaron. Las reacciones descorazonadas de sus aliados occidentales e incluso de sus nuevos mejores amigos en Medio Oriente, la monarquía absolutista de Arabia Saudita, sirvieron simplemente de ratificación de que la decisión ignoraba sus recomendaciones e intereses y ponía más en evidencia, si cabe, que los EE UU, bajo este liderazgo, han decidido cabalgar solos.

El anuncio tiene otras implicancias domésticas, por supuesto. En primer lugar, una consecuencia práctica: interrumpió el ciclo de las noticias acerca de la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la injerencia rusa en la campaña presidencial, en horas en que el cerco se cerraba sobre Trump. En segundo lugar, ratificó el papel depreciado al que Trump ha reducido a su diplomacia profesional, cuyo consejo contrario al reconocimiento oficial de Jerusalén como capital de Israel no sólo fue desoído: se hizo saber que se había elegido ignorarlo.

En el terreno internacional, Trump da una señal clarísima: el conflicto israelí-palestino ha dejado de ser el tema central de la agenda en Medio Oriente y EE UU no necesita reservarse ningún papel de mediador honesto para el caso de que el proceso de paz entre la Autoridad Nacional Palestina e Israel resucite. Lo que importa, exclusivamente, es la guerra de proximidad desatada entre Arabia Saudita y la República Islámica de Irán, en la cual el objetivo de Washington y Riad es romperle el espinazo a los ayatolás persas. En ese contexto, el presidente parece confiar en que los déspotas árabes traicionarán, librándolos a su suerte, a los palestinos, y preferirán asegurarse el apoyo del magnate estadounidense en su duelo con Teherán.

Por último, Trump anoticia nuevamente a sus socios de la OTAN de que el unilateralismo es la columna vertebral de la nueva política exterior estadounidense. Washington se desata las manos de sus pactos con sus aliados y, con el mismo impulso, se desembaraza del multilateralismo y del derecho internacional público, que no son más que cadenas que pretenden maniatar el poderío militar y económico estadounidense.

Las consecuencias materiales, por estas horas, las sufren los israelíes de Sderot, que ya vieron reiniciarse la lluvia de misiles de la “tercer Intifada” invocada por Hamas, y los palestinos de Gaza y Cisjordania, que ven su cielo cercado por los cazas israelíes y sus calles nubladas por los gases lacrimógenos. A pocas semanas del acuerdo entre los nacionalistas de Al Fatah, del presidente palestino Abu Mazen, y los islamistas de Hamas, la decisión de Trump reintroduce una grieta entre los palestinos, con las facciones extremistas incitadas a jugar el juego de radicalización que más les gusta.

Bienvenidos al Medio Oriente de Donald Trump, donde no hay más policías buenos.

* Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas. «