Pedro Castillo enfrenta su peor crisis hasta el momento. El 28 de marzo, el mismo día en que se definía su moción de vacancia, estalló un paro de transportistas en Huancayo; al poco tiempo, se sumaron productores. El impacto del aumento del petróleo y sus derivados se hacía sentir en toda la cadena productiva rural. Los cortes de rutas impactaron en el desabastecimiento y el aumento del precio de los alimentos. El clima se comenzó a caldear. El descontento en Perú precede a Castillo, y fue la crisis política, institucional y social, precisamente, su condición de posibilidad. La pandemia no fue gratis en un país donde más del 75% trabaja en la informalidad.

Los reclamos eran legítimos y fueron oídos por el Gobierno Nacional: una mesa de diálogo con transportistas en ese departamento, en la que suscribieron una serie de acuerdos: la reducción del Impuesto al combustible, la eliminación de impuestos para alimentos básicos, un incremento del 10% del salario mínimo y medidas para reducir el costo de los fertilizantes que aumentaron un 163% y son en un 90% importados. Todas estas medidas requieren para ser efectivas la ratificación del Congreso que hasta el momento no las ha tratado, en su lugar votaron una moción no vinculante que exhorta al mandatario a renunciar.

Es importante entender que la lectura de la protesta no se traduce en una pérdida de apoyo de los sectores rurales. Los disturbios fueron un desmadre generalizado en el que confluyeron muchos reclamos legítimos y golpistas. A los manifestantes iniciales, se sumaron gremios de transportistas urbanos con nuevos reclamos: desde el congelamiento de las tarifas de los peajes, condonación de multas de tránsito y la desaparición de la Autoridad de Transporte Urbano. Entre el 4 y el 5 de abril buses, taxis, mototaxis y colectivos paralizaron sus actividades por 48 horas, mientras que las bases del sur del país -principal bastión electoral de Castillo- optaron por no participar de esta medida de fuerza.

Frente a los saqueos, el presidente llamó a un toque de queda en Lima y Lima Metropolitana. Rápidamente, la prensa, el Congreso y los medios de comunicación quisieron relatar este hecho como una suerte de paralelismo al conmemorarse el 30° aniversario del autogolpe de Alberto Fujimori. Lejos de ello, Castillo se presentó en el Congreso frente a una Junta de portavoces para resolver la crisis, en la que el fujimorismo no participó. La medida fue levantada y una nueva oleada de manifestantes urbanos participó en las calles. El paro fue un crisol de reclamos, muchos legítimos y otros oportunistas. Coexistieron reclamos concretos, como  un malestar general, reconociendo en el Gobierno la fuente de las soluciones o pidiendo que se vayan todos, una nueva Constitución o la defensa de la actual.

Castillo encabeza un Gobierno asediado por las laberínticas instituciones peruanas y es el chivo expiatorio perfecto de la sociedad peruana: culpar al cholo, por bruto, por incapaz, por zurdo. Su principal promesa de campaña, una nueva Constitución, no tiene cómo colarse en el andamiaje institucional ya que la actual, de 1993, tiene pocos mecanismos para reformas y en todos los casos debe refrendarse en un Congreso reaccionario que no está dispuesto a permitirle la osadía. La única salida posible es replegarse en su electorado y profundizar las medidas populares que su Gobierno permitió soñar. Sin embargo, la oposición desde la ultraderecha hasta la socialdemocracia progresista encuentra más rating en el anticastillismo. Para este amplio sector la solución es que la vicepresidenta Dina Boluarte asuma provisoriamente para llamar a unas nuevas elecciones. Hasta el momento, quien más ha capitalizado esta crisis es el fujimorismo: la libertad del exdictador fue eclipsada y el pasado domingo un incendio acabó con las pruebas contra Keiko Fujimori por presunta organización criminal para delinquir. La movilización ciudadana continuará, dónde hará foco, próximamente, es un enigma.