Los orígenes del conflicto en Ucrania nos llevan al año 2014, cuando un golpe de Estado, conocido como Euromaidan, llevó grupos pro-occidentales y anti-rusos al poder en Kiev. Allí comenzaría una represión política y social, como la quema de la casa de los sindicatos en Odesa, y la persistente agresión militar a las poblaciones rusófonas, en especial en la región del Donbass. Desde entonces asistimos a un ejercicio de “nation building”, que significa remodelar una sociedad –la ucraniana- acorde a las necesidades de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Los esfuerzos de Rusia en construir una solución diplomática a través de los acuerdos de Minsk I y II, que respetaban la unidad territorial de Ucrania a cambio de la autonomía de las regiones en disputa, sólo sirvieron para que occidente gane tiempo en el rearme y entrenamiento del nuevo ejército ucraniano. Contra todas las promesas realizadas por los aliados en el momento de la caída de la Unión Soviética, la entrada inminente de Ucrania a la OTAN y a su brazo político, la Unión Europea, son los hechos que desencadenan la operación militar especial por parte de Rusia el 24 de febrero de 2022.

A las pocas semanas hubo negociaciones de paz en Ankara, que duraron lo que tardó la OTAN en sabotearlas, como si fueran el gasoducto Nord Stream (ese que llevaba gas ruso barato a Alemania). Desde el principio, la propaganda occidental presentó al bando ucraniano como los “luchadores de la libertad”, aunque estos reivindicaran a Stepan Bandera –un colaboracionista de los nazis- como héroe nacional y (re)apareciera toda la simbología fascista en uniformes y equipos. Bueno, bien sabemos los argentinos que hay conceptos raros de “libertad”. Los medios de comunicación occidentales propagaron la inminencia de la derrota rusa, ya sea gracias a los drones turcos en manos ucranianas, luego a los misiles antitanques norteamericanos, ingleses o españoles, además de los cañones franceses, después fueron los blindados estadounidenses, los tanques alemanes Leopard, en espera de los aviones F16 presentados como la salvación. Es cierto que la guerra tuvo avances y retrocesos de un lado y del otro, hasta el actual estancamiento en un frente hecho de trincheras. La ofensiva de verano ucraniana fue un fracaso, costosa en soldados y en material. Por cierto, si el material es reemplazable no lo son los combatientes caídos.

Al mirar el mapa de la línea de contacto, vemos que en varias ocasiones los rusos lanzan operaciones tácticas en pinzas, pero nunca completan el cerco. Esperan que los ucranianos manden más refuerzos y destruirlos en esas “bolsas de fuego” de manera sistemática. La falta de resultados en el terreno empieza a sembrar la desconfianza entre los occidentales: lo que era una excelente inversión para desgastar el poderío ruso comienza a tener las características de un callejón sin salida. Quedan muy pocos para recordar la producción fotográfica de glamour bélico que Olena Zelenska, esposa del presidente ucraniano, brindó en su momento a la revista Vogue.

Es que el incendio en Medio oriente recién ha comenzado: las nubes de los bombardeos en Gaza oscurecen a Ucrania. Y aquí la OTAN no enfrenta un comando unificado como en el caso ruso, sino que son muchos centros de decisión, cada uno con su lógica y autonomía: Gaza, Cisjordania, Hezbollah, Siria, Irán y los hutíes de Yemen, para nombrar a los más activos, pero también Turquía, Jordania, Egipto, Irak, entre otros. La propagación del conflicto es cuestión de tiempo.

En ese contexto, es posible que los Estados Unidos empujen a Ucrania hacia una negociación con Rusia, con Zelinski, sin él o contra él. Cuando el método no funciona, cambian a la persona, como lo vimos en la historia de Viet-Nam del sur. Por cierto, ¿sucederá lo mismo con Netanyahu? ¿U occidente bendecirá en Palestina lo que denuncia en Ucrania? Sólo podemos aseverar que para salir de un callejón sin salida hay que dar marcha atrás. O prepararse para las consecuencias.