El terremoto político que significó el triunfo del ultraderechista Jair Bolsonaro en Brasil impactó en todo el arco ideológico que va del progresismo a la izquierda y generó no pocas confusiones. Se anunció el avance implacable del fascismo a secas o el trágico retorno de los golpes militares clásicos y hasta llegó a sentenciarse un homogéneo e inexplicable giro a la derecha de la sociedad brasileña.

Walter Benjamin aseguraba que «cada ascenso del fascismo da testimonio de una revolución fallida». Lo mismo puede decirse de las dictaduras militares latinoamericanas que marcaron la historia en el siglo XX. El subcontinente en general y Brasil en particular no vienen de experimentar tentativas revolucionarias que hayan puesto en jaque el orden del capital, sino gobiernos posneoliberales de contención, que en el marco de una expansión económica postularon algunas concesiones sociales combinadas con cierto intervencionismo estatal.

Marcar el límite a un proceso político tan aberrante como novedoso, encabezado por un exmilitar con un discurso claramente fascistizante, no tiene el objetivo de aplicar un preciosismo analítico ni disminuir el peligro real, pero es importante para determinar cuál es la verdadera magnitud del retroceso o –si se quiere– de la derrota.

El límite más general a la apuesta bolsonarista proviene de la dimensión internacional: no sólo la crisis económica impone un escenario adverso a la castigada economía brasileña, sino que también las recientes elecciones de medio término en EE UU implicaron un revés para Donald Trump y especialmente para su «bolsonarismo» avant la lettre. En el marco de una economía con cierta recuperación, la pérdida del dominio de la Cámara de Representantes (diputados), bajo control del Partido Demócrata luego de las elecciones, tuvo como uno de sus motores el rechazo al combo de ideas retrógradas que, junto a las fake news y el hartazgo con la política tradicional, le permitieron llegar a la Casa Blanca hace dos años. Entre otras cosas, los comicios de mitad de mandato en el país del norte mostraron que a nivel internacional no sólo se producen avanzadas unilaterales de las derechas, también hay polarización.

Pero además de esta álgebra general y del contexto internacional, el análisis más fino del resultado electoral brasileño muestra los serios límites que tiene Bolsonaro para asentar su proyecto. Concentró la masa de votos históricos de la derecha y centroderecha y les dio más intensidad, pero no aumentó cualitativamente ese espacio. Incluso en San Pablo y otros centros urbanos destacados, los votos al PT fueron mayores que los que logró cosechar Dilma Rousseff en 2014. Sin exigir de las expresiones electorales más de lo que por naturaleza pueden dar y con todas las deformaciones del caso, los datos ponen de manifiesto que el triunfo tiene muchas más contradicciones que el mapa pintado de azul bolsonarista que mostraban los medios luego del balotaje.

En el marco de un sistema político destrozado (los históricos partidos del «centro», el PSDB y el MDB se derrumbaron en esta elección y el PT atraviesa una grave crisis) el gobierno del excéntrico militar promete ser de mínima inestable y de máxima caótico.

Si históricamente el sistema político brasileño estuvo caracterizado por la fragmentación, estas elecciones terminaron de detonarlo. Si la forma de hacer funcionar esa maquinaria monstruosa fue con la negociación permanente y un toma y daca aceitado por la corrupción, Bolsonaro no podrá huir de alguna variante de eso que Netflix catapultó como «el mecanismo», y además deberá multiplicarlo por diez.

La base social y electoral bolsonarista no es menos volátil o precaria (a excepción del «núcleo duro»). Como emergente impetuoso de una crisis orgánica, Bolsonaro canalizó toda la negatividad y el rechazo contra el descompuesto establishment político y empresarial de Brasil, combinado con varios años de recesión, pero obtuvo la victoria sin llevar adelante ningún pacto concreto con el electorado. Eso otorga derecho a que cada persona imagine lo que quiera, acorde a sus expectativas más urgentes: desde la llamada «inseguridad» resuelta aquí y ahora a punta de pistola, pasando por un trabajo decente, hasta el fin total y absoluto de la corrupción. Es imposible que Bolsonaro logre satisfacer todas esas expectativas que él mismo generó. Millones de brasileños descubrirán que el Bolsonaro a la carta al que apostaron será muy distinto del real que regirá sus destinos a partir de enero próximo.

De todas las aspiraciones e ilusiones que se colocaron en el hombre que se presentó como providencial y mesiánico, el neoliberalismo radical no está entre las principales. Nadie votó a Bolsonaro para que haga lo que –en términos económicos– se propone hacer: acelerar el plan del actual presidente golpista (Michel Temer) con más dosis de neoliberalismo salvaje. Justamente la orientación que llevó a Temer a retirarse con índices de popularidad por debajo el subsuelo. Algunos datos: una encuesta de DataPoder360 realizada en octubre de 2018 sentenció que apenas el 37% de los electores del exmilitar considera que se deben vender las participaciones del Estado en las empresas, el 44% opina que es mejor mantener todo en el Estado y un 60% cree que Petrobras debe continuar bajo control del gobierno. Otro relevamiento realizado por Ibope y ordenado por el gobierno golpista en enero de este año dictaminó que un contundente 87% de la población se opone a la reforma previsional, la madre de todas las batallas del ajuste que se propone Bolsonaro.

Esta hoja de ruta chocará con las resistencias y la relación de fuerzas que no fue cualitativamente modificada por un triunfo electoral sui generis. El orden que quiere imponer Bolsonaro es un desafío que tiene por delante y no es recomendable resolver mecánicamente en el análisis una tarea que se definirá en la práctica y sobre todo en la lucha.

El próximo período en Brasil no estará cruzado por la paz de los cementerios y pasado el humo de la estridente campaña y los embriagadores flashes de la victoria, a Bolsonaro le esperan «tiempos interesantes». «