En estos días, cuando en Argentina ya ni rige el Estado de Derecho, bien vale recordar que a fines de los ’80 al entonces juez de la Corte Suprema, Augusto Belluscio, se le cayó en París una dama de compañía por la ventana. Lo cierto es que ese desdichado episodio derivó en una inagotable fuente de habladurías. ¿Acaso a eso se habría referido el desplazado presidente del máximo tribunal, Ricardo Lorenzetti, en una carta a su reemplazante, Carlos Rosenkrantz, para atribuirle –según su letra– actitudes propias de «épocas que hemos querido superar»?

Ya se sabe que ellos mantienen una trepidante disputa. Rosenkrantz (un magistrado de profundas convicciones macristas) responsabiliza a Lorenzetti (a su vez un lorenzettista de la primera hora) de vaciar y paralizar el Centro de Información Judicial (CIJ), además de retacearle las claves de su página web. Lo notable es que lo hizo no sin deslizar un lío de polleras; específicamente la pollera de María Bourdin, a cargo de ese portal. Una insinuación instalada por Elisa Carrió, la archienemiga de Lorenzetti. Y que la mujer aludida replicó con vehemencia: «Carrió miente, abusa de su poder como diputada. No participé de estrategia golpista alguna. Ni tengo una relación personal con Lorenzetti».

Según reprodujo Jorge Asís el 10 de octubre en su cuenta de Twitter, el doctor Rosenkrantz le dijo seguidamente a Bourdin:

–Sellaste tu suerte en la Corte porque le contestaste a Carrió. Eso no se hace, no podés seguir.

Y la respuesta fue:

–Echame y explicá que me echás porque me defendí de las agresiones de Carrió. Hacelo explícito.

Para Lorenzetti, el cariz íntimo que adquirió su entredicho con el nuevo jefe de los cortesanos es inadmisible. Un límite que Rosenkrantz jamás debió cruzar. Sin embargo, el encono entre ambos pone en riesgo otros resortes de la República; entre ellos, uno de capital importancia: la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado (Dajudeco), que incluye nada menos que la Oficina de Captación de Comunicaciones, una estructura operada por la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) bajo control político de la Corte.

A principios de octubre, la caída de Lorenzetti amenazó con hacer rodar las cabezas de sus vicarios más conspicuos; entre ellos, el jerarca de la Cámara Federal, Martín Irurzun, también al mando de ese chupadero telefónico. Pero el azar incidió en que justo entonces este fuera sorprendido por un fotógrafo aficionado en una mesa del bar Biblos, de Libertad y Santa Fe; lo acompañaba un personaje poco conocido por el público: don Fabián Rodríguez Simón (a) «Pepín», el principal operador judicial del Poder Ejecutivo –y rival acérrimo de Daniel Angelici–, además de haber promovido la designación de Rosenkrantz en la Corte, a quien acaba de catapultar en su cima. 

Inmensa habría sido la consternación de Lorenzetti al ver la imagen de ese sujeto con Irurzun.

En este punto no está de más evocar un gran momento del vínculo entre ellos. Fue después de que Mauricio Macri le cediera la Oficina de Captación a la Corte, al mes de su asunción. Tal ofrenda fue el germen de esta trama.

Era la época en que el amorío entre el primer mandatario y Lorenzetti transitaba su apogeo. Históricamente, las escuchas estaban bajo la órbita de la ex Side. Pero el gobierno kirchnerista las pasó al Ministerio Público durante el affaire del espionaje telefónico efectuado por Ciro James y el comisario Jorge «Fino» Palacios, entre otros. Macri encabezó el lote de procesados y fue bendecido con el sobreseimiento ni bien llegó a la Casa Rosada. Entonces, por su aversión hacia la procuradora Alejandra Gils Carbó, no dudó en otorgar la potestad de las pinchaduras a la Corte. Lorenzetti puso tal responsabilidad en manos de Irurzun.

Así surgió el cateto primordial de la lawfare, la novedosa maquinaria de la guerra jurídica completada por la AFI y los grandes medios. Su dinámica es de manual: los espías graban al prójimo, la prensa amiga difunde sus dichos y los jueces los llevan a indagatoria.

Pero más allá de sus logros, algunas torpezas propias de la intromisión estatal en la vida privada de los ciudadanos causaron espasmódicas oleadas de desinteligencias, acusaciones y reproches entre todos sus actores; a saber: los jefes de la AFI, altos funcionarios del Poder Ejecutivo, ciertos comunicadores y los caciques del mundillo judicial, sumados a outsiders como Angelici y la señora Carrió. De hecho, ya en marzo los ministros de la Corte le hicieron saber a Lorenzetti su deseo de abdicar al control de la Oficina de Captación porque no querían quedar pegados a sus papelones. Tal presión, mezclada con otras animosidades, se extendió sobre Lorenzetti como una enorme mancha venenosa. Vueltas de la realpolitik.

De eso –por caso– da fe el encuentro Irurzun-Rodríguez Simón. Apenas unos días después, ya sin ninguna sombra sobre su continuidad, el camarista no dudó en privar al juez federal Sebastián Casanello del expediente sobre los aportantes truchos (una mezcla de lavado de dinero y usurpación de identidad) para derivarla a la justicia electoral bonaerense, controlada precisamente por la principal sospechosa, María Eugenia Vidal.

Apenas un síntoma de la fragilidad del poder. «