Leila Sucari publicó una primera novela sorprendente, Adentro tampoco hay luz. Encontró allí una voz infantil para narrar con ese extrañamiento ante el mundo que es patrimonio casi exclusivo de la infancia. En su segunda novela, Fugaz (Tusquets), quien narra no es una niña, sino una joven mujer que acaba de ser madre, pero hay algo común a ambas: la perplejidad y el asombro ante lo que la mayoría ha naturalizado. En este caso, se trata de la maternidad, una institución cuya sacralización social condiciona la vida de las mujeres. «El mundo nos obliga a ir contra nosotras mismas», dice la protagonista, que tras el parto decide quemar las naves e irse con su hijo, sin ningún tipo de seguridad material que le permita recostarse cómodamente en los lugares comunes de su nuevo estado. «Qué es ser madre», se pregunta, y su huida es una forma de tratar de encontrar la respuesta. Aunque los aspectos oscuros de la maternidad no aparezcan en el álbum de fotos familiares, traer un hijo al mundo es un acto no exento de violencia, dar vida es también hacer posible la muerte y no hay amor capaz de suprimir la soledad a la que estamos condenados. Como afirma el personaje creado por Sucari, «somos huérfanos a pesar de las canciones de cuna y de los besos desesperados con olor a leche».

–Tu primera novela tuvo mucha repercusión, ¿cómo fue escribir la segunda?

–Por suerte, cuando comencé a escribir Fugaz, la primera aún no había salido, no había ganado el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, seguía siendo una persona anónima no publicada. De modo que mi momento de vértigo y de temores es este, en que acaba de aparecer Fugaz. A diferencia de la primera, esta la escribí en total soledad, no se la quise mostrar a nadie. Recién cuando tuve una primera versión se la día a Fernanda García Lao y a alguna amiga. Necesitaba soledad, hermetismo, te diría que impunidad para darme la libertad de no tener una mirada ajena. Ni siquiera la compartí con amigos íntimos. La primera la comencé sola y luego la trabajé en el taller de García Lao y es diferente ir recibiendo comentarios, lecturas. Es otra forma de exposición y también de trabajo. Esta vez necesitaba estar rodeada de silencio.

¿Y cómo surgió la nueva historia?

–Para mí siempre son contundentes los finales. En cambio, los principios los trabajo, los cambio, voy y vengo, tal vez comienzo por un lado que después no va. La certeza que tengo con el final es lo opuesto a lo que me ocurre con el principio, que es una búsqueda un poco caótica. Estuve pensando que la narradora de esta segunda novela tiene cierto parentesco con la prima de la narradora de la primera, que tiene un hijo al que llama parásito. Creo que hay algo que me quedó pendiente, algo para explorar más. Sentí que quería meterme más a fondo en ese personaje que acababa de parir y que sentía que su hijo era un parásito. Creo que el personaje de mi segunda novela se desprende un poco de allí, donde aparece el tema de la maternidad, de ese encuentro tan salvaje y tan intenso con un otro, tan fuera de cualquier tipo de norma. Por otro lado, en la segunda novela están las ballenas que para mí son algo muy importante.

–¿Por qué?

–No lo sé, pero las sueño desde hace más de 15 años. Es mi sueño recurrente que llega a veces en forma de pesadilla tremenda. Recuerdo uno en que tenía que salvar a una. Yo iba por unos túneles, me subía a un acantilado para tirarla al mar y, cuando la tiraba, la ballena se convertía en una bolsa de consorcio y quedaba flotando. Fue un sueño que me produjo una gran angustia. A veces, a la inversa, tengo sueños con ballenas de mucho placer, sueño que nado en el mar con ellas. Siento por ellas una atracción muy fuerte. De hecho, para hacer la corrección final de la novela me fui a la casa de una amiga en Quequén. Increíblemente, a la noche del día en que llegué encalló allí una ballena. Volviendo a la novela, yo sabía que quería trabajar sobre la ballena. Así comencé a escribir fragmentos sueltos. No tenía ningún tipo de trama pero sí la idea de la maternidad, del hijo que se desprendía un poco de aquel parásito y de mi propia experiencia como madre. Luego la trama se fue dando sola. Tengo una manera de escribir muy poco metódica, no tengo una línea de la que saco la estructura. Mi escritura tiene más que ver con la cerámica, con las artes visuales. Voy buscando a medida que avanzo, voy construyendo en el hacer.

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Si tuviera que resumir de qué habla esta novela diría que habla de los límites entre la vida y la muerte. ¿Acordás con esta lectura?

–Sí. Mientras la escribía sentía que la vida, el nacimiento, eso que llaman la bendición, está tan cargado de muerte, de miedos, de oscuridad. Las dos cosas están muy juntas y juntarlas en la novela no fue algo intencional, algo intelectual, sino algo que sentí incluso con mi propio hijo. Fue una sensación física. Sentí la fuerza, la potencia de esa vida que, a la vez, tiene la fragilidad más extrema.

–Además, es un cuestionamiento de la idea edulcorada de la maternidad.

–Sí, en esa maternidad desbordada hay un cuestionamiento de la madre feliz, de la madre sonriente y tranquila dando de mamar. En la idea misma del parto está incluida la idea de la muerte y por eso es tan fuerte. Cuando se habla de la depresión posparto se habla de una patología, se medicaliza la maternidad. A mí me parece que lo que hay allí es un estallido en el que todo cobra un sentido diferente, un sentido que no se amolda a lo que es la vida cotidiana, no se amolda a lo que los demás esperan: que uno siga funcionando como siempre en lo práctico. También cuando alguien muere cambia la mirada. Todo se vuelve algo absurdo y más intenso. Pero esto no surgió en mí como una idea, sino como una sensación.

¿La protagonista decide irse para vivir intensamente ese estado de desborde?

–Sí, decide irse sin un marido, sin un hogar, sin un trabajo, sin ningún tipo de seguridad, sin ningún tipo de contención, porque en realidad esas son falsas contenciones frente a la soledad salvaje y extrema que vive. Entonces, me pareció bien moverla, que la mujer no sea «la madre», sino que siga siendo una mujer, un sujeto, una sujeta, una mujer con deseos y con voluntad. El hijo la atraviesa pero no la domestica, sino todo lo contrario.

¿Es por eso que tiene sexo casual e incluso en alguna oportunidad obtiene dinero por él?

–Sí, eso va contra la idea religiosa de la madre versus la puta, contra la idea patriarcal y rígida en cuanto al lugar de la mujer. Yo quise poner a la mujer que actúa desde su propio deseo y no desde lo que se supone que debe desear. En un momento ella dice qué es ser una madre y va a ver a la plaza qué hacen las otras. Pero a ella la mímesis no le funciona, no surte efecto. Todo es búsqueda y también una fuga que nunca se termina. Es una fuga primero de la familia, luego de la ciudad. Aunque de un modo no convencional, ella se ve repitiendo un esquema pseudofamiliar con un amigo y por eso siempre hay algo que todo el tiempo la empuja a irse. Por momentos, está en un estado de delirio febril.

–Creo que la novela está escrita en el filo entre lo onírico y la vigilia.

–Sí, hay una frontera imprecisa tanto entre la vida y la muerte, como entre el hijo y ella, como entre el delirio y la realidad. Ella está perpleja ante la maravilla y el horror de haber dado a luz. La cuestión es cómo conciliar el horror y la belleza, el estado de gracia y, al mismo tiempo, el espanto que puede causar la maternidad. En el hospital le dicen «el amor de madre es así», como si existiera un instinto materno, una sola clase de amor y no miles de posibilidades de encuentro.

–También tomás los aspectos escatológicos de la maternidad.

–Sí, la leche que chorrea, la sangre, los fluidos, el cuerpo que supura, las ballenas a las que hay que pinchar para que no exploten. Hay una idea de higiene asociada a la maternidad, como cuando uno va a comprar un bife al supermercado envuelto y prolijo. Pero en realidad, ese bife es el trozo de una vaca que mataron y cortaron. Parir es que algo se rompa, algo salga, que haya fluidos, olores, todo eso que se omite para que aparezca en la foto el bebé vestidito de blanco.

Ser madre, en escena

La primera vez que lo vi me dio asco. Parecía que estaba a punto de ahogarse. Temblaba y gemía como un animal en cautiverio. Tuve miedo de que me acusaran de asesinato. Por las dudas no quise tocarlo. La enfermera de sombrerito de pájaros me lo trajo envuelto en una manta con olor a lavandina. Lo apoyó sobre mi pecho y se fue. Me dejó sola con una criatura bordó que me miraba fijo y escupía vocales.

La ventana estaba cerrada, afuera llovía. Las gotas se escurrían por el vidrio. Yo no podía moverme.