Posiblemente haya algo emocional en los que alguna vez tuvimos la suerte, el privilegio de haber estado allí. Es posible que se mezcle con los mejores recuerdos. Porque cuando uno está de viaje lo normal es que se quede imbuido en un sentimiento de gratitud a la vida.

Todos añoramos lo que hemos vivido en esos viajes, mientras vivimos proyectando el próximo. Y uno de los que siempre tenemos en nuestra mente es París. Aunque ya hayamos ido. París, Roma, Londres, siempre estarán en la cresta de las preferencias, porque hay una cuestión cultural de por medio. Debo reconocer que no me interesa demasiado ir a Japón, o a China, por caso, porque no encuentro en esos sitios ninguna referencia a mi niñez, ni a mi adolescencia, ni a mis tiempos de estudiante. No porque de niño haya estado en Europa, sino porque por entonces me fui inmiscuyendo en la historia de esa Europa y con su cultura, que me habitó ya en la escuela primaria –cuando era muy buen alumno de geografía, además–, y después en el secundario cuando la historia, decididamente, empezó a formar parte constituyente y crucial de mi vida. Por lo tanto, todo lo que se refiere a Revolución Francesa, a la historia del siglo XIX, a la conformación de los países, etcétera, a mí me toca muy de cerca.

Entonces en esa emoción hay una cuestión propia del viajero, pero también se trata de algo referido a lo que culturalmente somos. Lo que se estaba incendiando el otro lunes, lo que estaba cayéndose a pedazos en París, era una parte de nuestra vida.

Yo miraba Notre Dame a través de los ojos de Simón Bolívar: estuvo allí el 2 de diciembre de 1804 viendo coronarse a Napoleón Bonaparte. Yo miraba a Notre Dame a través del «Jorobado…» y la literatura francesa. Yo miraba a esa Notre Dame incendiándose, a la que se desmoronaba el ábside, desde el cuadro «La consagración» de Jacques-Louis David, uno de los pintores que más me subyugan, ya que es de esos que captan escenas de hechos históricos fundamentales y, además, en su caso, lo hizo en tiempo presente: es de los tiempos de Napoleón, murió cuatro años después que él, en 1929.

David pintó esa maravilla infinita cuando Napoleón se coronaba. En realidad, inmortalizó el momento en que Josefina iba a ser coronada por él y ella se inclina frente a Napoleón; con la presencia del Papa Pío VII, quien debió limitarse a bendecir la ceremonia a pesar de que viajó durante un mes para estar presente, pero el propio Napoleón le avisó que no sería él quien le pondría la corona. Ese Papa que fue un adversario implacable, al punto que se quedó con los Estados pontificios y recuperó su esplendor cuando se produce la caída de Bonaparte, en 1825, y lo sobrevive.

Ese fue un momento muy fuerte de la historia de la humanidad porque se concretaba la envestidura de Napoleón como emperador, decisión que se había tomado varios meses antes. Todo eso ocurrió ese día y dentro de la Catedral…

Allí también se encuentran elementos y símbolos de una importancia trascendente para los cristianos. Las espinas de la corona de Cristo, un pedazo de la cruz en la que fuera crucificado y también uno de los clavos. Uno no sabe cómo llegaron hasta ahí, cómo los consiguieron. Pero confía en que las cosas son de esa manera.

Porque, además, por lo recurrente que soy en materia viajera, especialmente con París, son muchas las veces que pude rezar padrenuestros en esa Catedral, dentro de la propia Notre Dame, mirando los arcos arbotantes, emocionándome con la belleza y la elegancia de las columnas que conforman la nave central, con los arcos, arriba, atraviesan todo el techo. Parte el alma tener que decir que la atravesaban.

La imagen de Notre Dame, por ejemplo, cuando uno sale de Saint-Michel hacia la orilla izquierda del Sena, es lo primero (y más espectacular) que se puede apreciar en la ciudad (que es espectacular desde donde se al disfrute). Siempre esa Catedral resulta imponente y me pongo en el espíritu de los parisinos para imaginar lo que debe significar, lo que sentirán cuando pasan y sólo encuentran las torres… Y que todo lo demás se ha caído, es polvo quemado, ya no forma parte del paisaje. Todo eso se ha destruido y será muy difícil poder reconstruirlo a pesar del aporte de muchos.

No hay manera de andar por París y al cabo de por lo menos una vez al día de no ver Notre Dame. No hay circunstancia en la cual a uno no se le ocurre entrar a rezar, por la condición de iglesia importante de los católicos, pero también por el ambiente maravilloso que se crea en ese sitio que, por otra parte, tiene el beneficio de los años: estar allí desde el siglo XIV, cuando la terminaron luego de más de dos siglos construcción, y ahora debemos hablar de cinco horas para hacerla añicos y cinco años al menos para su reconstrucción. Pensar que es el testimonio del nacimiento de una arquitectura, la gótica, que vino a darle al mundo el esplendor de la búsqueda de la religiosidad, de la elevación del espíritu, porque venía del estilo románico, que es una cosa más compacta, más chata, más gris, más edad media. El gótico, con sus torres , con sus cúpulas, es una manera de elevarse al cielo. Eso es lo que también representaba Notre Dame.

O sea, si hablamos de historia, esa catedral es una parte fundamental; si hablamos de arquitectura, es un ejemplo magnífico de lo que fueron los cambios de época, sustanciales, profundos; si hablamos que personajes que allí estuvieron, nos toca muy de cerca Bolívar, pero también está la impresionante figura de Napoleón.

Por lo cual, el incendio pavoroso, las llamas que se devoraban Notre Dame quemaban también algo de nuestro corazón. Quemaban parte de lo que aprendimos en las aulas o de lo que disfrutamos como viajeros. Una parte de Occidente se murió o al menos quedó en estado de coma, y nos queda aguardar si efectivamente puede recobrar la vida. «