La conversación había comenzado con una pregunta, casi como siempre. “¿Conocés a alguien que arregle equipos de audio?”, dije. Los equipos de audio son esos aparatos que en el siglo XX servían para escuchar música antes de los celulares y los autos que tiemblan. Seguí: “El otro día fui con la bicicleta hasta el negocio de un japonés que creí haber visto que arreglaba a unas 24 cuadras de casa. Llevé, haciendo precario equilibrio la disquetera y la casetera, pero me dijo que no, que no sé qué cosa de las lectoras y no sé qué de los mecanismos con correas. Así que me volví las 24 cuadras puteando con la disquetera y la casetera pensando qué carajo arreglan los japoneses”.

El día acompañaba para la charla de sobremesa: solcito pero no tanto, brisa, restos de pollo a la parrilla arriba de la mesa, miguitas crocantes de pan que uno va juntando con la yema del dedo para hacer montoncito, otra cerveza más fría. Era, como decía el Bambino Veira con esa prosa prosa tan maravillosa que solo tienen los esgunfiados, un día de esos para ponerle un toldo.

“¿Casetera?”, me preguntó Willy, el vecino de enfrente, cuarentón largo, primera camada de los nacidos bajo el imperio de la computadora, buen tipo, de los que te hacen la pata para tomar cerveza, buen asador de pollo a la parrilla. Yo empecé a balbucear algo así como que la casetera era ese aparato inventado para reproducir esa suerte de cajitas de plástico casi siempre transparente que tienen adentro, enrollada, una cinta de celuloide marroncita con música y que le dieron una nueva razón de ser a las biromes Bic, la de rebobinar y avanzar esos carretes. Resuelto el tema o, mejor dicho, dejado de lado el tema ante la cara de perplejidad, Willy dijo: “Para qué”. Es una de las preguntas fundacionales de cualquier cosa, así como “por qué”. Tan fundacionales que uno, yo al menos, tiendo a equivocarlas. Entonces, habiendo escuchado claramente el “para qué”, me encasillé en el “por qué”.

“Porque intenté con eso del Spotify, pero estoy medio podrido, sobre todo porque, de un tiempo a esta parte, los temas de los discos que quiero escuchar saltan de manera enloquecida, sin seguir el orden 1, 2, 3 y así de las canciones”, dije, haciendo gestos erráticos de sucesión, el dedo índice liberado de los demás, dibujando en el aire un tirabuzón chiquito pero conciso.

“Aleatoria”, dijo Juan, que está ahí de los 30 y tiene reacciones precisas, angulares, sobre todo al mediodía siguiente de una noche movidita, Oktober Fest, ese tipo de cosas. Juan, además, tiende a las reacciones precisas y angulares cuando su padre deambula en el embarrado terreno de las definiciones extensas. Y Juan, claro, es mi hijo.

Quedé más perplejo aún. Creo conocer, mejor, el significado de la palabra “aleatoria”. Pero vagamente. Quiero decir que si me ponen en un concurso televisivo de preguntas y respuestas, esos que cubren de manera confusa el porcentaje destinado a la cultura comunicacional, y me piden la definición tajante de la palabrita, lo pierdo sin vueltas o toco el botón de pánico.

Willy, habida cuenta de que Juan, luego de descerrajar la palabrita se enfrentó a su vaso de cerveza para paliar un poco más la noche anterior movidita del Oktober Fest, quiso salir en defensa de mi perplejidad. Pero la acentuó. “Shuffle”, dijo, como quien dice “a ver si entendés”. Como los dos vieron que yo guardaba mi dedo índice, el mismo que había hecho la pirueta del tirabuzón, y mi mano toda en la otra mano, ambas entrelazadas sobre la mesa, como esperando una confesión, intentaron ayudarme.

“Cambiaste la configuración de Spotify de continua a aleatoria, shuffle”, dijo Juan, volviendo repuesto de alcohol en sangre después de medio vaso de cerveza. Pero yo seguía en la misma vicisitud y en la misma posición, yendo de mirar la cara de uno a mirar la cara del otro, en ese preciso gesto de “no entiendo” tan común en el debate intelectual.

Yo estaba seguro de no haber realizado a conciencia ningún cambio, sobre todo porque no sabía qué era configuración, ni continua, ni aleatoria, ni, mucho menos, shuffle. Y así lo hice saber a los dos.

Willy disparó una pregunta: “¿Te aparecen en la barra de herramientas dos flechitas que se entrecruzan?” Pero no atiné a contestar, ni siquiera lo intenté.

“No, lo hiciste de pedo, sin saber. Tocaste una tecla sin querer”, dijo Juan.

En esa definición, tajante, estaba el núcleo de mi relación con la tecnología, como la de Mauricio Macri con el gobierno, a prueba y error. Y el error le iba ganando la pulseada a la prueba de manera mayoritaria.

Pero la cosa no era mi relación con la tecnología ni la del gobernante con el gobierno. La cosa fue que ahí mismo el tema varió a la complacencia de la escucha musical.

“Es mucho mejor el shuffle, te hace escuchar de manera distinta lo que ya sabías de antemano. Decide el equipo, no vos”, dijo Willy.
Juan comprendió que estaban hablando entre ellos, y siguió: “Te sorprende, te saca de la condición sucesiva del saber para hacerte entrar de lleno en el universo del desconocimiento de lo que vendrá”.

Yo pensé un ratito en la conveniencia de escuchar “Flamenco Skecthes” antes de “So What”, como propone “shuffle” en lugar del orden que le impuso a la grabación de Kind of Blue Miles Davis. Tomé un traguito de cerveza y pensé si no había una perentoriedad imposible de vencer cuando después de “Lo que más quiero”, el Grandes Éxitos de Inti Illimani sigue con “Cándidos” y no con “Vuelvo” como dispone “aleatoria”.

De pronto me encontré repitiendo como un mantra la letra de Eugenio Llona, justamente para “Cándidos”: “Presiento que por lo empírico se ha enloquecido la brújula”. Y estuvimos de acuerdo.
“Traeme la disquetera y la casetera que mañana te la llevo a un muchacho que conozco”, dijo Willy. Juan se puso bastante contento por la perspectiva de volver a escuchar discos. No voy a decir que brindamos, pero casi. <