Hace un año, lo que se escuchó fue un pegadizo sonsonete que de tan reproducido alcanzó la calificación de “hit del verano”. En el primer mes del 2019, calles y esquinas de Buenos Aires y otras ciudades del país se convirtieron en el escenario del ruidazo. Con o sin banderas, con o sin identificaciones partidarias, con o sin camisetas futboleras, el ruidazo convoca a juntarse por reclamos cotidianos, cercanos y entendibles, y para hacerle frente a la ruinosa fragmentación que el poder nos propone día tras día.

Ninguno pretende cambiar el mundo y sus alrededores. Cada uno se hace escuchar desde intereses definidos: piden la continuidad de las escuelas nocturnas; rechazan, por impagables, los inconcebibles aumentos de tarifas; condenan el ninguneo a los científicos; advierten acerca de la inutilidad de prolongar la calle Beauchef quitándole vida y árboles al Parque Rivadavia; denuncian el riesgo enorme de incumplir con el calendario de vacunaciones; repudian el apoyo del gobierno argentino al intento de golpe de Estado en Venezuela.

Ya ven: cada uno acerca su ruido interior para compartir la sensación de un presente oscuro y de un futuro intimidante. Por eso, la gente puebla las esquinas y salta, grita, canta, reclama.

En el 2001, uno de los detonantes fue el corralito, esa impúdica mano en el bolsillo de los ahorristas. En aquél momento llegaban con martillos a golpear y a romper lo que pudieran hasta la puerta de los bancos. Ahora van con sartenes y cucharas, con tapas y ollas viejas, como metáfora de un valioso aprendizaje: nunca más le pidan al del bombo que se calle.

Resultan muy ilustrativas explicaciones que fui escuchando y atesorando en distintas esquinas: «Por lo menos me saco la bronca»; «Nunca participé de este modo, hasta que me di cuenta que quedarme en mi casa escuchando de lejos era peor»; «Volví a creer que ciertas cosas eran posibles»; «Es una forma de decir basta»; «Ya no me sirve pensar ‘a mí no me va a pasar’ porque ya me está pasando».

Y más interesantes todavía son los carteles que llevan, muy caseritos y sentidos, como el de un jubilado frente al Congreso, dirigido a diputados y senadores: «Si siguen con esta política de hambre los vamos a correr hasta debajo de la cama»; «Te hicieron creer que podías tener un aire acondicionado»; «No te acostumbres a ser pobre»; «No a la mesaza de Mirtha, sí al ruidazo»; «Me encantaría quedarme un rato más pero a la medianoche aumenta el bondi».

Y muy especialmente uno, que sintetiza lo que muchos sentimos: «Este gobierno nos odia», con su variante «Macri nos odia».

Este gobierno nos odia: qué otra cosa pensar después de enterarnos lo que dijo Esteban Bullrich: «Hay que vivir en la incertidumbre y disfrutarla» o cómo enfrentar que permanentemente se nos diga a quienes vivimos con plenitud los 12 años de gobiernos kirchneristas, que gozamos de privilegios inadmisibles, que contribuimos a hacerle mucho daño al país o, más todavía, que eran delirios de nuestras mentes. La respuesta al gobierno menos empático de la historia es esta forma de encuentro reparatorio que, no sólo junta cabezas que piensan muy distinto, sino que genera un saludable clima asambleístico: gente que piensa en ideas posibles, en salidas posibilistas y hasta en propuestas imposibles.

Lo que este cronista escuchó recientemente frente al Cid Campeador, en Córdoba y Pueyrredón o en San Juan y Boedo se reproduce y multiplica en las redes sociales en modo autodefensa. «Andá a hacer compras comunitarias»; «No vuelvas a los comercios que remarcan»; «Hagamos un día de silencio digital»; «No abras cuentas en bancos extranjeros»; «Dejemos de pagar los impuestos (o las boletas de servicios)».

Un gobierno que llegó al poder prometiendo la revolución de la alegría se transformó en poco tiempo en inspirador de las más desasosegantes tinieblas.

Dos grandes pensadores nos ayudan a entender por qué el macrismo explícito nos hace tanto ruido. Arturo Jauretche escribió: «El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer. Los pueblos deprimidos no vencen. Nada grande se puede hacer con la tristeza.» En su libro «Días y noches de amor y de guerra», editado en 1978, Eduardo Galeano dice: «Persigo a la voz enemiga que me ha dictado la orden de estar triste. A veces, se me da por sentir que la alegría es un delito de alta traición y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y libre. Entonces, me hace bien lo que dijo el cacique Huilca, ante las ruinas: ‘Aquí llegaron, rompieron hasta las piedras, querían hacernos desaparecer, pero no lo han conseguido, porque estamos vivos y eso es lo principal'».

Galeano y Jauretche sabían que la alegría requiere más coraje que la pena.

El ruido de cada viernes tiene mucho de decisión, de vitalidad, de reflexión, de alegría. En el mientras tanto, llevarle la contra al silencio es una nueva forma de resistencia y un modo estimulante de curarse en salud. «