El ministro de Defensa del régimen macrista, Oscar Aguad, se topó el viernes con dos pésimas noticias: la ampliación por parte del gobierno de la denuncia por el envío de parafernalia represiva a los golpistas de Bolivia y la decisión de la Cámara Federal de archivar la causa de Socma –nave insignia del Grupo Macri– contra la fiscal Gabriela Boquín. Ella, en 2017, había sacado a la luz el escándalo del Correo Argentino por el ruinoso acuerdo para licuar la deuda del ex presidente con el Estado. En ambos asuntos Aguad dejó todas sus huellas.

De modo que no está de más reparar en semejante alhaja septuagenaria del radicalismo cordobés.

Desde diciembre de 2015, su figura supo engalanar al “mejor equipo de los últimos 50 años”. Primero al frente del Ministerio de Comunicaciones (con la misión cardinal de pulverizar la Ley de Servicios Audiovisuales, además de deshacer su autoridad de aplicación) y, después, como responsable político de las Fuerzas Armadas.

En aquellas dos funciones resaltó por su exquisito intelecto.

Basta recordar que el debut ministerial del doctor Aguad estuvo signado por su gran entusiasmo ante las perspectivas de Internet. “Es la tecnología que se viene”, fueron sus palabras.

Y anticipó: “Usted se va a sacar una radiografía en La Rioja y se la va a poder analizar un médico en Boston”. Aquella fue su percepción del asunto ya en plena era de las interconexiones globalizadas del espacio cibernético. Y como titular de Defensa será siempre recordado por el tuit que difundió al cumplirse seis meses de la desaparición del submarino ARA San Juan: “Seguiremos haciendo todos los esfuerzos por encontrarlo y traer a sus 44 tripulantes de vuelta”.

Lo cierto es que en la jungla de la política él siempre se impuso por el fuerte peso de su personalidad. Y desde sus inicios.

Siendo un abogado de poca monta en su Córdoba natal, su bautismo de fuego en la función pública se remonta a 1984, cuando el entonces intendente Ramón Mestre lo puso en la Secretaría de Gobierno. En 1995, con su mentor ya en la Gobernación provincial, él fue nada menos que ministro de Desarrollo Social y Asuntos Institucionales. Desde tal puesto ordeno una feroz represión a las protestas por los ajustes de esa época, que incluían un recorte del 30 por ciento del salario de los estatales. Ya durante la presidencia de Fernando de la Rúa, acompañó a Mestre en la intervención de Corrientes como intendente de la capital y, después, lo reemplazó al pasar este al Ministerio del Interior de la Nación. Su cosecha: el despido de 10 mil trabajadores estatales y el recorte del 33 por ciento de los haberes jubilatorios. También se llevó de esa provincia un procesamiento por “administración infiel”, además de ser investigado por un crédito de 60 millones de dólares que no se sabe dónde fue a parar. En los dos expedientes salió indemne por el milagro de la prescripción.

A continuación atravesó la era kirchnerista con candidaturas fallidas y algún mandato legislativo sin trascendencia.

Nada hizo suponer entonces que ese sujeto ocuparía, a partir del de julio de 2017, la titularidad del Ministerio de Defensa para abocarse desde ese lugar a su utopía más gloriosa: la militarización de la seguridad interna. Pasta para eso no le faltaba. Dicho sea de paso, sus íntimos le decían “El Milico” debido a su amistad con el general Luciano Benjamín Menéndez y otros genocidas, además de su notoria simpatía por la última dictadura.

Al respecto, no está de más volver a su etapa cordobesa.

En 1996 remató una conversación telefónica con las siguientes palabras:

–Escuchame bien; si vos seguís hablando sin bajar el perfil, yo no voy a poder garantizar tu seguridad.

Del otro lado de la línea estaba el ex policía Luis Urquiza.

Este, tras ser detenido y torturado durante un mes en plena dictadura por negarse a realizar actos represivos en el Departamento de Informaciones (D2), liderado por el temible Carlos Yanicelli, se refugió en Dinamarca. Al regresar a Córdoba ya bajo el imperio de la democracia, descubrió que aquel tipo era el jefe de inteligencia de la policía provincial. Y que había sido nombrado nada menos que por Aguad. Urquiza no demoró en denunciar ambas circunstancias.   

A partir de aquella comunicación, Urquiza comenzó a sufrir un sinfín de amenazas. Y decidió regresar a Dinamarca.

En su última conversación telefónica con Aguad, este le imploró que no viajara porque ellos pagarían “un costo político muy alto”. Y no sin ofrecerle  seguridad, dinero y una vivienda.

Aun así Urquiza se convirtió en el primer exiliado de la democracia.

Yanicelli está ahora condenado a prisión perpetua por cuantiosos delitos de lesa humanidad.

Y su mentor llegó a estrella del firmamento macrista.

A su favor hay que destacar que siempre valoró el sentido de la amistad. Por eso, tal vez haya creído que a Mauricio Macri no le alcanzaría la vida para agradecerle el haber puesto la firma a la condonación de su deuda al Estado por el Correo. Pero al hacerlo incurrió en la leve desprolijidad de encabezar el escrito en cuestión con estas palabras: “Siguiendo expresas instrucciones del señor Presidente”. Cosas que pasan en medio del vértigo de la gestión.

Ahora, por otra parte, existe abundante documentación que demuestra su rol en la utilización del Hércules C-130 de la Fuerza Aérea, a sabiendas de que cargaría armas en apoyo al derrocamiento de Evo Morales y la dictadura de Jeanine Áñez.

La última vez que se supo de él fue al entrar, a hurtadillas, al búnker de Patricia Bullrich en la Avenida de Mayo. Allí ya se encontraba el ex canciller Jorge Faurie –también imputado por ese affaire– y el abogado Pablo Lanusse, en representación de Macri, su cliente de cabecera. 

El encuentro había sido convocado con suma urgencia por la anfitriona. Era el 21 de julio. A Bullrich le preocupaba la identificación del gendarme que había coordinado tal entrega. El aleteo de un posible procesamiento acariciaba las sienes de los tres ex ministros. Pero Aguad solo intervino en la discusión para decir: “Por esta pavada no pienso gastar guita en un abogado”. Un valiente.