Tras esfumarse de los sitios que solía frecuentar, el diputado Gerardo Milman tuvo el tino de reaparecer durante el acting opositor que impidió la sesión del 1º de diciembre en la Cámara Baja. La escena era algo alocada: entre brincos y chillidos, sus correligionarios parecían primates en celo, y él daba vueltas en un pasillo del recinto con tranco errático, la cabeza gacha y las manos tomadas por atrás como si (ya) estuviera esposado. Nadie se le acercaba. Hasta para los suyos ese tipo era una mancha venenosa.

Apenas unas horas antes, sus asesoras, Carolina Gómez Mónaco e Ivana Bohdziewicz, se habían presentado ante el fiscal Carlos Rívolo en calidad de testigos. Y en aquella circunstancia –además de negar haber oído por boca de Milman la frase «cuando la maten voy a estar camino a la costa»– se frustró el decomiso de sus celulares, dado que la ex Miss Argentina supo reemplazar su aparato por uno nuevo y la otra borró la memoria del suyo, según admitieron muy sueltas de cuerpo.

Pues bien, un mes atrás, cuando ellas se presentaron ante la jueza María Eugenia Capuchetti por el mismo motivo, esta se negó a dar curso al reclamo –efectuado por los abogados querellantes José Ubeira y Marcos Aldazabal– de secuestrar dichos teléfonos. Y lo hizo con el asombroso fundamento de no querer «vulnerar la intimidad» de esas mujeres.

Aquello se inscribía en su decisión de centrar la causa por el magnicidio inconcluso de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en la acción solitaria de tres alocados lúmpenes, acatando una estricta directiva de quienes integran la Cámara Federal porteña –Mariano Llorenz, Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi–, para no avanzar hacia las terminales políticas del asunto.

¿Acaso su primer logro al respecto fue «fallar» en la cadena de custodia del celular de Fernando Sabag Montiel –el principal detenido del hecho–, cuya memoria se esfumó en el trayecto desde el Juzgado Federal Nº 5 y la sede de la Policía de Seguridad Aeroportuaria?

En resumidas cuentas, Capuchetti rechazó nada menos que 35 del las 43 medidas de prueba pedidas por la querella, además de negarse rotundamente a la unificación del expediente con el que instruye su colega, Marcelo Martínez de Giorgi sobre la financiación de la falange neonazi Revolución Federal por los hermanos del exministro macrista Luis «Toto» Caputo, entre muchas otras disfunciones de menor calibre.

De modo que, primero, Ubeira y Aldazabal pidieron que Capuchetti sea apartada de la causa, pero el camarista Bruglia rechazó la recusación, mientras la magistrada delegaba la instrucción del expediente en Rívolo (otra desgracia de esta trama), aunque es un secreto a voces de que ella sigue controlando la causa desde la sombra. Ahora los abogados de CFK acudirán al Consejo de la Magistratura para pedir su juicio político por «mal desempeño», una instancia que difícilmente pueda prosperar dada la crisis en dicho órgano de control.

 Lo cierto es que, desde la primera foja del expediente, Capuchetti hizo todo lo posible para convertir a la protección de los mandantes del atentado en una militancia. ¿Acaso se podía esperar otra cosa de alguien como ella, cuya entronización judicial fue impulsada por Daniel Angelici y Fabián Rodríguez Simón? Al respecto, resulta notable el carácter pornográfico (o sea, sin velos) de sus trapisondas procesales, perpetradas sin un ápice de disimulo ni pudor. Un estilo que comparte con otros personajillos de su calaña, como el finado Claudio Bonadío y Carlos Stornelli o los jueces y fiscales del Tribunal Oral Nº 2, a punto de condenar a CFK en la causa Vialidad, luego de que sus embustes y falacias fueran estrepitosamente destrozados en los alegatos de la defensa.

Quizás sea un signo de época. Porque en otros tiempos la dramaturgia tribunalicia con finalidades políticas solía ser más cuidadosa. Tanto es así que, en comparación a esta camada de falsarios, tipos como el exjuez federal Juan José Galeano bien podrían ser considerados como maestros de la impostura, aunque –desde un punto de vista objetivo– no eran unos genios.

La proeza de Galeano y su gavilla (los fiscales federales Eamon Mullen y José Barbaccia; el comisario Jorge «Fino» Palacios; el jefe de la SIDE, Hugo Anzorreguy, junto a sus agentes Patricio Pfinnen y Alejandro Brousson, además del titular de la DAIA, Rubén Beraja), fue haber manejado a su antojo la pesquisa del atentado a la AMIA, y bajo una precisa directiva del presidente Carlos Menem: no investigar la llamada «pista siria» y concluir el caso lo más rápido posible. Lo primero se tradujo en el «extravío» de pruebas muy valiosas y en el aviso a los sospechosos sobre la realización de procedimientos en su contra. Lo segundo, en fabricar la «hipótesis» de la «conexión local», lo cual incluyó el antojadizo arresto de 13 policías bonaerenses y el soborno de 400 mil dólares al armador de autos truchos, Carlos Telleldín (que habría aportado la camioneta-bomba) para así involucrarlos en su testimonio.

Cabe destacar que esa excelsa dramaturgia mantuvo tal simulación en pié hasta el primer lustro del siglo en curso. Pero un día todo se derrumbó.

Quien esto escribe se cruzó a fines de 2005 en un restaurante de Barrio Parque con Galeano, quien acababa de ser destituido. Y por todo saludo, dijo:»El ‘Lobo’ me ganó».

Se refería al excomisario de La Bonaerense, Juan José Ribelli, a quien mantuvo injustamente preso por 115 meses, junto con los otros policías.

Ya se sabe que el juez y sus cómplices (incluido Menem) terminaron en el banquillo de los acusados.

Moraleja: los fraudes judiciales no suelen tener una duración ilimitada. Y más ahora, cuando el arte del encubrimiento está en franca decadencia. La doctora Capuchetti y sus compañeros de ruta deberían tener eso en cuenta. «