El presidente interino Eduardo Duhalde sabía mejor que nadie la malquerencia que los hombres de La Bonaerense son capaces de profesar hacia una jefatura política con la que están indispuestos.

Durante la década del noventa, en dos ocasiones estuvieron a punto de sepultar su propia carrera; primero, con el asesinato de José Luis Cabezas y, después, con la masacre de Ramallo. Tal vez el ex gobernador haya decidido abandonar la administración provincial y afincarse –el 2 de enero de 2002– en la Casa Rosada precisamente con el ilusorio propósito de liberarse de aquellos seres. Pero el largo brazo de los “Patas Negras” –tal como en la jerga tumbera se les dice a los efectivos de esa mazorca– lo siguió acechando. En ocasión de la “Masacre de Avellaneda”, ocurrida 26 de junio de aquel año, las balas de “la mejor policía del mundo” que dejaron sin vida a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán también malograron su gobierno. Duhalde entonces adelantó en seis meses el llamado a elecciones. Ese sujeto astuto, amañado y ambicioso ya era un cadáver político.

Bien vale repasar su tortuoso vínculo con esa fuerza de seguridad, pero no sin antes remontarnos a los orígenes de semejante disfunción institucional.

Corría la ya remota década del cincuenta cuando La Bonaerense hizo de algunas contravenciones su sistema de supervivencia: proxenetas, capitalistas de juego y comerciantes irregulares ya trabajaban en sociedad forzada con las comisarías para seguir existiendo. Después, a tal estilo de trabajo se sumaron otros pactos con hacedores de una enorme cantidad de quehaceres reñidos con el Código Penal. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participarían en un diversificado mercado de asuntos, siendo los más lucrativos el tráfico de drogas, los desarmaderos, la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y la concesión de “zonas liberadas” para cometer asaltos. Es lógico que el punto de inflexión entre ambas etapas haya sido la última dictadura cívico-militar, en cuyo devenir los policías incorporaron a sus cajas dividendos obtenidos con un sinfín de delitos graves. Finalmente, fue en los noventa cuando aquellas actividades adquirieron un sesgo empresarial. 

Ya gobernaba Duhalde. Y Eduardo Pettigiani, un ex militante fascista, estaba al mando de la Secretaría de Seguridad, hasta su reemplazo por el ex juez federal Alberto Piotti, quien formó una gran dupla con el legendario jefe de La Bonaerense, Pedro Klodzcik. Eran los días de la “Maldita Policía”. Una época de gloria cifrada en un acuerdo espurio y secreto entre el mandatario y los uniformados: vista gorda ante sus negocios, a cambio de su presencia en las calles para así instalar el espejismo del orden.

Aquel delicado equilibrio se hizo trizas a partir de 1994 con la masacre de Wilde (una emboscada de la Brigada de Lanús, con 239 balazos para un remisero, dos narcos en puja societaria con los uniformados y un vendedor de libros confundido con otro malhechor al que se debía “cortar”). Aquel hecho inició una seguidilla de ruidosos escándalos, dislates y contratiempos, cuya temporada más prolífica fue entre 1996 y comienzos de 1997. Sus hitos: el derrumbe de Narcotráfico Sur por una cámara oculta, la causa judicial que le armaron a Guillermo Cóppola, la masacre de Andreani, tal como se llamó a la ejecución de una banda enviada por la propia policía para asaltar esa empresa, entre decenas de “bardos” menos resonantes. 

Tal cadena de eventos hizo rodar las cabezas del dúo Piotti-Klodzcyk. Y sumió al gobierno de Duhalde en una crisis institucional sin precedentes, a la que él pretendió remediar con una serie de reformas y contrarreformas que invariablemente derivaban en un mismo casillero: el aumento geométrico del caos en el vasto territorio provincial. Ya se dijo que Cabezas y Ramallo fueron la frutilla del postre.

¿Acaso en la época de aquellos crímenes trascurría la etapa civil de la dictadura? De hecho, por entonces desaparecían fábricas y puestos de trabajo. En el aspecto punitivo, la Doctrina de la Seguridad Nacional fue reemplazada por lo que se podría llamar “Evangelio de la Seguridad Urbana”, una suerte de terrorismo de Estado arrabalero, aplicado sin distinción ni freno por todas las agencias policiales del país. La piedra angular de su naturaleza giró en torno a la criminalización de quienes no son criminales. Por esa razón, el perfil de sus víctimas supo ser preciso: adolescentes que, por ejemplo, compartían cerveza en alguna esquina, que les gustaba la cumbia o el rock, que iban a recitales y fumaban porro. Pero no eran delincuentes sino pibes de clase media baja, tal vez desertores del sistema educativo y con dificultades para conseguir empleo.

Esa gente fue tomada como blanco preferencial por la policía, en nombre de un ejercicio ciertamente heterodoxo de la “prevención del delito”, junto con la práctica sistemática del “gatillo fácil” contra menores socialmente excluidos y en conflicto con la Ley. Una práctica que, aun hoy, plantea la democratización de las fuerzas policiales como la gran deuda del Estado con su propia Historia.

Kosteki y Santillán fueron una prueba de ello.   «