Esta noche se realiza el primer debate electoral, de tres posibles, y que, seguramente tendrá un rating que nada deberá envidiar al reciente River-Boca por la Libertadores (pico de 35,4, más de tres millones y medio de espectadores). Por esta copa compiten seis candidatos a presidente, los que en las Primarias Abiertas Simultáneas Obligatorias superaron el uno y medio del porcentaje total de electores.

Me apresuro a decir que soy antidebate. Sigo creyendo más en la realidad política que en la verdad electrónica. Las elecciones se resuelven –bah, deberían– en otros espacios (desde la calle a los bolsillos de los ciudadanos; de la identificación ideológica a las oportunidades o la falta de ellas) antes que en los estudios de televisión o, como en este caso, en lugares cerrados transformados en sets de transmisión. En el origen y en la lógica conceptual de este debate manda, ordena, decide, como bien apuntó Alberto Fernández, «la lógica mediática y televisiva». Desconfío del debate, así como está planteado, como una puesta en escena, con preguntas que lo acercan a una trivia de programa de entretenimiento y no a un interrogatorio profundo y, peor aun, sin posibilidad real de interacción, con respuestas con una duración mínima de 30 segundos y máxima de dos minutos.

No es nuevo, ni en el mundo ni en la Argentina, el ejercicio de estas polémicas públicas. Sí, en cambio, es relativamente reciente (diciembre de 2016) la ley nacional que estableció la obligatoriedad de estos encuentros y las correspondientes sanciones para el que haga la pera. En noviembre de 1984 discutieron por Canal 13 y con moderación de Bernardo Neustadt, el peronista Vicente Saadi y el radical Dante Caputo. Ocurrió poco antes del plebiscito que debía fijar posición en relación a un conflicto fronterizo con Chile. En agosto de 1987, los candidatos a gobernar la provincia más grande del país, Antonio Cafiero, del PJ, y el radical Juan Manuel Casella, de la UCR, se sacaron chispas y en el horario estelar de Canal 9 generaron ratings de entre 14 y 18 puntos. En las urnas el que tuvo la última palabra fue el dirigente peronista. De la primera transmisión lo que quedó fue una frase de Saadi a su contrincante, un prestigioso intelectual formado en París: «Usted se va por las nubes de Úbeda», le espetó el catamarqueño. Del segundo, la comidilla principal fue que Casella lucía un arreglo odontológico reciente. De ciudadanía, poco y nada. De banalidad, casi todo.

En 1983, en Estados Unidos, cotejaron en una interna dos candidatos demócratas. Con el propósito de evidenciar que sus propuestas eran poco sustanciosas, Walter Mondale apeló a un hit publicitario de aquel momento y le preguntó a su rival Gary Hart: «¿Y donde está la carne en todo lo que decís?». Así dirimían sus productos dos cadenas de hamburguesas. En la controversia Scioli-Macri de 2015, el actual presidente paralizó por un momento al candidato del PJ diciéndole: «¡En que te has convertido Daniel! Parecés un panelista de 678». Pasó el tiempo, el necesario como para demostrar que el presunto derrotado de esa noche argumentó con mucha razón y el que alardeaba con promesas que jamás cumplió fue el otro. Claro, con este pequeño detalle: que el que faltó a la verdad toda la noche es el presidente de la Nación desde hace 46 meses.

En los Estados Unidos de la posguerra, cuando todavía el medio que más influía era la radio, el primero que entendió las reglas de la exposición pública fue el presidente Dwight Eisenhower. Ni lerdo ni perezoso se hizo asesorar por el actor Robert Montgomery, que le traspasó su experiencia en el arte de mirar y moverse frente a una cámara. Más adelante, cuando ya estaba mucho más claro el poder de los medios, tuvo lugar el legendario intercambio entre Richard Nixon y John Kennedy, que terminó con la llegada al poder del más carismático de los dos.

En una elección se ganan (y se pierden) votos, credibilidad, liderazgo, espacios. Y, en ocasiones, ciertas derrotas no se revierten más. Por eso, desde que cámaras y luces, así como imágenes y simulacros, se convirtieron en sustitutos de proyectos y programas de gobierno mucho se pensó y escribió acerca de cómo proceder para no quedar atrás en un debate por televisión. He aquí unas nociones, sueltas: ofrecer (aunque más no sea una) ideas nuevas, atrapantes, diferenciadoras; que un gesto inoportuno no «mate candidato»; el que se enoja, y se saca, pierde; que las anécdotas sobre los árboles no tapen el bosque de las propuestas. En síntesis: cómo obtener, en la delicada alquimia de las imágenes, un promedio satisfactorio entre aciertos y errores; entre seducción e ilusión; entre ironía e histrionismo; entre sinceridad y sincericidio. Algunos sostienen que es importante quién abre el juego de opiniones (en Santa Fe como en la Facultad de Derecho la pregunta inicial quedó establecida, por sorteo, para Macri. ¿Se habrá utilizado el bolillero de Bonadio?) tanto como quedarse con la última palabra.

En el intercambio temático ya se escucharon presunciones. Por ejemplo, que Macri puede pasarla mal cuando enfrente el rubro Economía y Finanzas y que no será suficiente pedir perdón o decir «Sorry, mala mía». Del mismo modo otros imaginaron los apuros para Gómez Centurión cuando tenga que responder el tema Derechos Humanos, Diversidad y Género. Cualquiera puede ostentar su lado débil y sobre esos traspiés se harán un festival las redes sociales. Un último cuestionamiento: ¿no es significativo que en el listado de temas no figure Cultura?. Y una recomendación final: habida cuenta de que todavía no habilitaron un VAR especial para estos debates y en relación a la fatídica experiencia de 2015, que todavía muchos tenemos atravesada, ¿no deberían probar antes con un detector de mentiras? «