Durante los últimos días de mayo fue sobreseído por un juez de Bahía Blanca el exjerarca del diario La Nueva Provincia, Vicente Massot, en una causa por delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura.

Este sujeto supo de la resolución del magistrado Walter López Da Silva en su departamento de la avenida Callao al 700.

Era el mismo lugar en el cual, el 14 de abril de 2015, lo sorprendió un bochinche de cánticos, bombos y  redoblantes. No era sino un «escrache» de la agrupación HIJOS por su rol represivo en los años de plomo.

Dos años antes había sido procesado por la Justicia bahiense a raíz de su papel en el secuestro y asesinato de dos obreros gráficos del diario –Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola–. También se lo acusó por haber efectuado «aportes esenciales para el ocultamiento de la verdad» en secuestros, torturas y homicidios de 35 personas a través de acciones psicológicas desde las páginas de La Nueva Provincia.

Por aquellos temitas, este hombre fanáticamente católico y nacionalista (incluso llegó a dirigir la revista de ultraderecha Cabildo) había sido indagado a fines de 2013, sin que la Justicia lo volviera a importunar.

Su causa estuvo cajoneada hasta el pasado 31 de mayo, cuando López Da Silva lo bendijo con la absolución.

Pero esa no fue la única novedad en torno a los ya ancianos represores de traje y corbata que actuaron durante los años de plomo.

Porque, en paralelo, los lectores del diario La Nación se desayunaban con una solicitada para repudiar una efeméride: el quincuagésimo aniversario de la disolución del «Camarón» o «Cámara del Terror», como se le decía a la Cámara Federal en lo Penal, montada por el régimen de facto del general Lanusse con el propósito de barnizar con una aparente legalidad la detención de militantes populares.

Cabe destacar que semejante homenaje –avalado por casi un centenar de prestigiosas firmas del campo del Derecho– tuvo por impulsor a Jaime Smart, nada menos que el decano de los cómplices civiles del genocidio. Aquel tipo ahora cumple múltiples condenas a perpetuidad bajo la placidez del arresto domiciliario. Pero desde su hogar continúa activo.

Smart era uno de los esbirros «de confianza» del general Ramón Camps, durante su ominosa gestión al frente de La Bonaerense.

Es al respecto necesario situarnos en una mañana invernal de 1976. Fue cuando, durante un acto en la jefatura policial de La Plata, un tipo esmirriado que lucía traje gris arengaba a la tropa. De tanto en tanto, su mirada buscaba la aprobación del comisario Miguel Etchecolatz, mientras sacudía la mandíbula al compás de sus dichos. Ese orador no era otro que Smart.

Etchecolatz aplaudía a rabiar.

Al concluir el acto, se prestó a la requisitoria periodística, y dijo:

–La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito cultural. Todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.

Y envalentonado por sus propias palabras, remató: «Hay mucho que averiguar en el país». Una hermosura de persona que, además, acostumbraba a participar en interrogatorios bajo tortura.

A cuatro décadas de finalizada la dictadura, los nombres de Massot y Smart golpean nuevamente la puerta del presente.

Resulta notable que eso no haya hecho mella en el espíritu público. Es que «la gente» –una categoría sociológica por demás imprecisa– supo asimilar con una inquietante naturalidad este resurgimiento de los dinosaurios.

Claro que no siempre fue así.

En este punto sería necesario retroceder exactamente una década para así poder explorar ciertas reacciones mediáticas y políticas de un caso testigo: la restitución de Guido Montoya Carlotto, el nieto de Estela de Carlotto.

Junto a las muestras genuinas de beneplácito al respecto, también hubo otras no menos entusiastas, pero vertidas por plumas y voces poco afines a la revisión del pasado. Esto precisamente fue muy curioso.

La Nación, por ejemplo, le dispensó a Estela una columna titulada: «La mujer que con su alegría hizo llorar al país», mientras la señal TN, del Grupo Clarín, apelaba al siguiente zócalo: «Historia de una mujer que nunca se cansó de luchar». Era como si tales empresas periodísticas –junto a otras de idéntica sintonía– hubieran caído por unas horas en el país del Nunca Jamás; un mundo paralelo en el cual tampoco parecían ausentes almas tan sensibles como, por caso, la de Diego Santilli, quien entonces no dudó en soltar: «Me emociona el encuentro de la señora de Carlotto con su nieto, tras tantos años de búsqueda». Conmovedor.

Pero en ese festival de la corrección política, el entonces editor jefe del diario Clarín, Julio Blanck, dio –en su columna del 8 de agosto de 2013– un paso muy esclarecedor, al describir el hecho en sí con las palabras justas: «Un formidable logro de la democracia (…) Un logro ante el que no deberían tener espacio las miserias y mezquindades de un lado ni del otro».

¿De qué «otro lado» hablaba? ¿Acaso les reclamaba grandeza a los hacedores del terrorismo de Estado?

No obstante, más allá de estos dos inoportunos interrogantes, algo muy fuerte sucedía en esos ya lejanos días con la lucha contra la impunidad de los genocidas para que hasta los peores canallas de entonces simularan emoción ante aquella victoria de la vida.

Claro que, en la actualidad, de aquella época únicamente sobrevive un recuerdo lejano en medio de una oleada negacionista.

Lo prueba el reciente episodio protagonizado por el general Rodrigo Soloaga. El tipo, en su calidad de presidente de la Comisión de Caballería del Ejército, no vaciló en enviar un saludo «a todos los camaradas privados de su libertad por haber cumplido funciones en una época difícil para el país».

Lo cierto es que esa frase bastó para que el ministro de Defensa, Jorge Taiana, ordenara la inmediata remoción de Soloaga, dado que sus dichos eran contrarios «a todos los principios democráticos de un Estado de derecho».

Pues bien, en su solidaridad no sólo se encolumnaron los trogloditas de siempre –con Cecilia Pando a la cabeza–, sino también las principales figuras del arco opositor; a saber: Patricia Bullrich (precandidata presidencial y titular del PRO), Miguel Ángel Pichetto (precandidato presidencial por el Peronismo Republicano), Ricardo López Murphy (precandidato a jefe de Gobierno de la Ciudad), José Luis Espert (líder del sello Avanza la Libertad cuyo ingreso al PRO está en tratativas), Victoria Villarroel (diputada por La Libertad Avanza, cuyo líder es el candidato presidencial Javier Milei) y Eugenio Burzaco (ministro Seguridad porteño y hombre de confianza del otro precandidato presidencial del PRO, Horacio Rodríguez Larreta). Cartón lleno. «