El ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, supo despegarse con apuro del ataque policial a los hinchas de Gimnasia y Esgrima de La Plata, y lo hizo con palabras que –fiel a su estilo– parecían inspiradas en algún personaje de cómic. «Ni bien vi por televisión lo que estaba pasando, agarré mi helicóptero y fui para allá. A partir de ese momento tomé el mando de la situación».

Lo cierto es que La Bonaerense acababa de dar otra vez la nota. Pero la pregunta es si ello fue fruto de una puja interna o si se trató de un mensaje a sus autoridades políticas. Desde luego que también pudo haber sido un simple desborde de esta criatura bestial de 90 mil cabezas. Solo Dios lo sabe.

De hecho, quienes se inclinen por las dos primeras opciones no dudan en esgrimir un cambio en el organigrama de aquella mazorca, inmediatamente previo a los incidentes: el súbito reemplazo del cabecilla de la Departamental La Plata, comisario Diego Galarza por Sebastián Perea (el tercero en el mando de la fuerza), a raíz –según la excusa oficial– del alto índice delictivo en su zona de influencia.

Una intervención que habría malogrado el humor de algún sector en pugna. Pero aquella es una conjetura aún incomprobable.

Más bien, el asunto consiste en nuevamente analizar si las disfunciones de La Bonaerense tienen remedio.

Rock del terror azul

Habría que situar el comienzo de esta reflexión en la primavera de 1996, luego de caer el dúo formado por el secretario de Seguridad, Alberto Piotti, y el jefe de esa fuerza, el comisario Pedro Klodczyk. 

Aquel acto quirúrgico emprendido por el gobernador Eduardo Duhalde prometía dar por concluida una avalancha de escándalos protagonizados por los efectivos de esa fuerza. El mandatario provincial había comprendido tempranamente que allí podría estar la lápida de sus aspiraciones presidenciales. Pero a partir de entonces se desató una sinuosa trama de acciones y reacciones, en las que su signo visible fue el aumento del caos en el territorio provincial.

La pulseada entre los uniformados y el resto del mundo no sólo se había convertido en un problema de Estado sino también en su gangrena. Así, desde entonces –y hasta el presente– hubo una multiplicidad de tramas superpuestas entre sí, alimentadas por alianzas y traiciones, promesas y venganzas, en las cuales el denominador común más extremo solía ser la muerte.

Un thriller, pero ambientado en el mundo real. Y con un relato dividido en planos paralelos y discordantes: los intereses policiales más minimalistas, sus pujas internas, las acciones de sus jerarcas para perdurar y sus mensajes al mundo civil, todo aquello entrelazado con los devaneos y zozobras de los ocasionales inquilinos del poder político, quienes casi siempre supieron sacar algún provecho de la cosecha policial. Pero a cambio de terribles jaquecas.

Volviendo a Duhalde, su obligado ímpetu de sanear a esa indisciplinada milicia policial fue puesto en manos del entonces procurador Eduardo De Lázzari, quien empezó una ambiciosa estrategia con la creación del Área Especial, un organismo de control, formado por funcionarios policiales desprendidos de La Bonaerense.

Pero en marzo de 1997, súbitamente, De Lázzari fue reemplazado por el duhaldista Carlos Brown, quien contaba con el beneplácito del comisariato.

Se trató de un enroque entre personalidades opuestas que se convertiría en un estilo pendular, al compás del tironeo entre las demandas de la sociedad civil y las presiones del poder policial. Un fenómeno que también devoraría a casi todos los sucesores del exbañero de Banfield.

Aquello explica la inexorable alternancia en la Secretaría de Seguridad provincial (después reciclada en Ministerio) de figuras criteriosas como Luis Lugones, Juan Pablo Cafiero y León Arslanián, entre otros, con energúmenos de la calaña del comisario retirado Ramón Verón, del juez Osvaldo Lorenzo, del carapintada Aldo Rico y del fiscal Carlos Stornelli.

Se trata de un verdadero desfile de marchas y contramarchas. Pero con un dramático denominador común: ninguno salió indemne de los designios del terror azul. Y sin distinción de signo ni de ideología.

La pregunta del millón

La sola enumeración de semejantes desventuras sería inacabable. Pero basta con mencionar dos casos testigos: el de Arslanián y el de Sornelli.

El primero, un exintegrante del tribunal que juzgó a las Juntas Militares de la última dictadura, había sido convocado por Duhalde (siendo su ministro entre 1998 y 1999) para luego retornar al cargo durante el gobierno de Felipe Solá (desde 2004 a 2007).

En ambas ocasiones puso en marcha una original idea. Él se dio cuenta de que La Bonaerense funcionaba –a los fines de la recaudación ilegal– como una aceitada empresa en la que sus ganancias iban de abajo hacia arriba, desde las comisarías y brigadas hacia la cúpula a través de una estructura piramidal. Entonces, más que realizar una reforma con reglas cuasi filosóficas, decidió cortar la ruta del dinero, destruir aquella única estructura, descuartizándola en ocho departamentales inconexas entre sí, además de eliminar la jefatura. Pero lo que quizás no calculó es que La Bonaerense es como el agua: toma la forma del envase que la contiene. Y lo que hasta aquel momento era una Sociedad Anónima (nunca mejor usado este término) que marchaba sobre rieles, devino en una cantidad imprecisa de hordas policiales autónomas que se disputaban entre sí el gerenciamiento del delito.

Con la llegada de Daniel Scioli a La Plata desembarcó en la provincia el insigne Carlos Stornelli, quien emprendió una contrarreforma con el propósito de restaurar absolutamente todos los atributos que había tenido La Bonaerense en sus peores épocas. Pero su gestión tampoco tuvo un final feliz.

Porque tras otorgarle a la corporación policial mucho más de lo que le pedía, sólo le bastó realizar un cambio en Prevención del Delito Automotor (una caja codiciada) para que los «Patas Negras» le declararan la guerra. Ello se tradujo en tres cadáveres –de mujeres asesinadas en aparentes ocasiones de robo– arrojados sobre su escritorio. 

Era noviembre de 2009. Stornelli entendió el mensaje. Y se apresuró a renunciar para nunca más poner un pie en la ciudad de La Plata. Un valiente.

Su reemplazante fue el intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, quien entronizó en la cúpula policial al comisario Hugo Matzkin.

Desde entonces hubo una tensa paz.

Tanta que, desde fines de 2015, la gobernadora María Eugenia Vidal no dudó en dejar intacta la estructura policial heredada de esa dupla, designando en su cima a Pablo Bressi y, luego, a Fabián Perroni. Eran nada menos que dos «pollos» de Matzkin, quien, ya jubilado, mantenía intacta su influencia. Dicho sea de paso, la gestión de «Marieu» –con Cristian Ritondo como ministro, fue para La Bonaerense un festival represivo y recaudatorio. 

Cabe destacar que el tercero en la escala jerárquica de aquel momento fue Daniel «El Fino» García, otro muchacho de Matzkin.

Y fue precisamente el hombre que Berni eligió como jefe máximo.

Pero la rivalidad de García con su segundo, el comisario Jorge Figini «Manotas», fue algo que el militar médico no pudo diagnosticar a tiempo.

¿Acaso esa rivalidad acaba de jugar su partido más reciente en la cancha de Gimnasia y Esgrima?

Esa tal vez sea la pregunta del millón. «