El alcalde porteño y precandidato presidencial de Juntos por el Cambio (JxC), Horacio Rodríguez Larreta, acudió a Rosario con su compañero de fórmula, el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, para mostrarse con el vencedor de la interna santafecina del macrismo, Maximiliano Pullaro, su «pollo» local. Allí corrió por derecha a su archirrival, Patricia Bullrich, al trazar los lineamientos de la guerra contra el delito que piensa desatar desde la Casa Rosada, un sueño que resumió con siguiente título: «La revolución de la seguridad».

Morales lo escuchaba entre deslumbrado y orgulloso. Esto último, claro, tiene una razón de peso. Porque, en medio de la campaña, aquel sujeto supo convertir a su provincia en el epicentro nacional del terrorismo de Estado. Sus ejes: las redadas nocturnas con policías encapuchados, los patrullajes en autos sin identificación, las torturas, la criminalización de la protesta con penas no excarcelables y hasta el arresto de abogados defensores, entre otros deslices represivos que –según él– agradan a la parte «sana» de la población.

Seguidamente, Rodríguez Larreta no desaprovechó la oportunidad para darse dique con sus propios logros punitivos, elogiando a su brazo armado, la Policía de la Ciudad. Pero entonces omitió dos hechos que, apenas unos días antes, pusieron en foco la verdadera naturaleza de esa mazorca.

El primero: las condenas a prisión perpetua para los tres oficiales que asesinaron al pibe Lucas González, mientras que otros cinco recibían penas de entre cuatro y ocho años de cárcel por encubrir ese crimen, agravado –según la sentencia– por «odio racial».

El segundo, por cierto, estuvo más cerca del papelón que de la tragedia. Su hacedor: el movilero del canal América 24, Fabian Rubino, al adquirir «en vivo» un «papelito» de cocaína en un bunker narco del barrio de Balvanera.

Pues bien, el asunto puso al descubierto que, tanto allí como en Constitución, había decenas de cuevas semejantes, algo que contaba con el conocimiento de absolutamente todos los vecinos. Un secreto a voces que, por ende, probaba la «protección» de la policía larretista a tales puntos de expendio.

Sin embargo, como si ambas circunstancias jamás hubiesen ocurrido, el precandidato del ala «sensata» de JxC declamaba, durante esa radiante jornada rosarina, sus objetivos disciplinantes y civilizatorios sin un ápice de rubor. El más audaz: enviar tropas del Ejército a controlar las fronteras.

Morales y Pullaro aplaudían a Rabiar.

En total, fueron 14 las «propuestas» vertidas por Rodríguez Larreta. Una lista que –tal como admitió– fue trabajada por él junto a su ministro de Justicia y Seguridad, Eugenio Burzaco.

Dicho sea de paso, aquel día trascendió que este hombre sería –en caso de que el alcalde ocupe el sillón de Rivadavia– nada menos que el titular del área a nivel nacional.

En este punto conviene reparar en este viejo pájaro de cuentas.

Ante todo, en lo que va del de la gestión larretista en la CABA, se trata del quinto tipo –tras Martín Ocampo, Diego Santilli, Marcelo D’Alessandro y Felipe de Miguel (de manera interina)– en ocupar ese cargo.

Además, se diferencia de sus antecesores por ser un experto en lo que hace a la represión política, al punitivismo social y el único en su especialidad sin lazos actuales con la señora Bullrich. Esto último, luego de que fuera nada menos que su viceministro entre 2015 y 2019.

Pero vayamos por partes.

Hijo del secretario de Medios en la primera época del menemismo, este individuo de 53 años exhibe impecables antecedentes académicos: licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador y un master en Políticas Públicas de la Georgetown University. Devoto de Jesús, de la Madre Teresa de Calcuta y profundamente católico, su physique du rol –corpulento como un rugbier, mandíbula cuadrada y ojillos sin brillo– cuaja de modo lombrosiano con, diríase, su «vocación de servicio». De hecho, en 2001 registra un paso por la SIDE que no figura en su currículum.

Ya en 2004 se puso a disposición del entonces gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch, a quien asesoró por dos años. En tal lapso, aquella provincia se convirtió en el centro neurálgico de la «mano dura». En lo estadístico, durante el período en que se aplicaron allí sus conocimientos hubo mil denuncias por abusos policiales con una notable profusión del «gatillo fácil». Cabe destacar que entre sus víctimas fatales resalta, en 2006, el docente Carlos Fuentealba.

Luego pasó a cumplir idénticas funciones en Mendoza, cuya fuerza de seguridad era por entonces una de las más brutales del país. Burzaco trabajó allí codo a codo con el ultraconservador ministro de Seguridad, Juan Carlos Aguinaga, y el jefe policial, Carlos Rico Tejeiro, quien tuvo que renunciar al descubrirse su pasado como represor durante la dictadura. Como coletazo de dicha circunstancia, Burzaco tuvo que regresar a Buenos Aires.

Entonces se sumó a la fundación Pensar, donde hizo excelentes migas con Julio Cirino, un exagente del batallón 601 que terminó preso por delitos de lesa humanidad durante la dictadura,

A continuación, fue coptado por el Grupo Sophia con el padrinazgo de Rodríguez Larreta. De su mano fue elegido diputado de PRO. Fue su bautismo de fuego en el universo macrista.

A fines de 2007, con Mauricio Macri ya al frente de la Jefatura de la Ciudad, él fue nombrado funcionario del Ministerio de Seguridad porteño, participando activamente en la creación de la Policía Metropolitana. 

Allí se vio involucrado en el denominado «macrigate», el primer caso de espionaje impulsado por el heredero del Grupo Socma. Por tal razón tuvo que someterse a una declaración indagatoria. Pero el asunto no le vino mal, ya que, tras la eyección de los primeros jefes de esa fuerza –los comisarios Jorge «Fino» Palacios y Osvaldo Chamorro –, él pasó a ser su jefe civil.  

En aquel contexto fue procesado por su presunta responsabilidad en la masacre policial del Parque Indoamericano, a fines de 2010, cuyo saldo fue de dos muertos y 30 heridos. Esa causa quedó en la nada.

Pero no todo en él fue praxis, dado que a la vez volcó su sapiencia en el libro Mano justa, junto al cual la obra del excomisario Palacios, Terrorismo en la aldea global, posee el candor de El Principito.

Ya desde el 10 de diciembre de 2015, cuando Macri pasó a detentar la primera magistratura, el bueno de Burzaco fue designado como el segundo en jerarquía del Ministerio de Seguridad de la Nación –con rango de secretario de Estado–, o sea, su máxima autoridad después de Bullrich.

Pero no todas fueron rosas para él. Porque la creciente desconfianza que ella le profesaba –a pesar de que, por orden de Macri, no le pedía la renuncia– hizo de ese hombre una figura espectral en dicha cartera. Sin ningún poder de decisión ni tareas a su cargo, él pasaba las horas, los días y los años como un cautivo en su despacho, a la espera de un tiempo más amigable.

Ese tiempo le llegó al ser entronizado en la CABA. Y ahora su sueño es ir por más. «