La Policía Federal tuvo un rol decisivo en el ataque al edificio del barrio porteño de Colegiales donde funcionaban Tiempo Argentino y Radio América. Sin la intervención de los agentes de la exComisaría 31, los matones al mando del empresario de seguridad privada Juan Carlos Blander, coordinados por el falso comprador del diario Mariano Martínez Rojas, nunca podrían haber tenido acceso al lugar que era custodiado por los trabajadores bajo la orden del Ministerio de Trabajo.

A seis años de aquel episodio oscuro de la democracia, este diario resume las pruebas que los funcionarios judiciales, en su afán de persistir en desvincular a la fuerza de seguridad, se niegan a consentir.

Según se desprende de las declaraciones del propio Blander, volcadas en el expediente que lleva adelante el juez federal Marcelo Martínez de Giorgi, la estrategia de copar el edificio se pergeñó una semana antes, cuando se comunicó Martínez Rojas con él, de parte del comisario Jorge Guillermo Azzolina, a quien conocía porque hacía seguridad privada en la zona del Hipódromo de Palermo a través de la empresa All Acces.

El empresario correntino, cómplice del vaciamiento del Grupo 23 de medios, perpetrado por Sergio Szpolski y Matías Garfunkel, le explicó a Blander que necesitaba «serenos en un edificio, porque lo tengo que entregar y lo tengo tomado; tengo el permiso de la fiscalía para abrirlo con el cerrajero». Sin conocer a Martínez Rojas, Blander llamó al jefe policial, quien le confirmó que había sido él quien le pasó su contacto: «Azzolina me dijo que Martínez Rojas necesitaba custodia para ir al edificio con la policía hasta la puerta y cuidar el edificio, pero la policía no podía cuidarlo», reconoció. De esa manera, el jefe de la patota ratificó que fue él quien contrató a su séquito y al cerrajero, porque le habían garantizado previamente la presencia policial en la zona.

Ante la Justicia Penal, Contravencional y de Faltas de CABA, que intervino en un primer momento, el cerrajero Guillermo Carrasco recordó: «Yo me quería retirar sinceramente del lugar porque ya no me sentía cómodo ahí. Cada cinco minutos le preguntaba a Blander y a Mariano –el que se presentó como dueño– por la policía y les decía que si no venían ya, yo me iba».

«Pasaron unos minutos –continuó Carrasco- y vinieron dos móviles de la Policía Federal. Como ellos estaban con los papeles y la documentación del lugar, me acerco al policía y le pregunto si estaba todo OK para hacer la apertura. Ellos me contestan que sí, que haga el servicio. Y así fue. Estando los papeles presentes y la policía, hice la apertura del lugar. Aclaro que la policía me dio la orden directa de abrirlo. Quien me autorizó a abrir fue el policía que manejaba el móvil policial». Todo esto ocurrió en horas de la medianoche.

Los tres trabajadores de Tiempo, Nahuel de Lima, Gabriel Agüero y su madre, Norma Fernández, que pernoctaban en el edificio, coincidieron en lo que pasó durante los primeros minutos de ese 4 de julio de 2016. Declararon que fueron amenazados, golpeados y obligados a salir del edificio y que en la vereda se encontraron con al menos un patrullero. Idéntica versión fue sostenida por la editora de Política de Tiempo, Julia Izumi, y su marido, quienes fueron los primeros en llegar al lugar tras la irrupción de la patota. Todo esto ocurrió, según quedó acreditado, mucho antes de las 2 de la madrugada del 4 de julio.

Las entonces autoridades de la Cooperativa Por Más Tiempo, los periodistas Randy Stagnaro y Javier Borelli, fueron contundentes ante los funcionarios judiciales y policiales a la hora de describir la tensión de ese momento y el papel que jugó la fuerza de seguridad. Stagnaro advirtió que «la policía todo lo que hizo fue tratar de impedir que nosotros ingresáramos al edificio, y defendía la presencia de la patota. Decía que había una fiscal –nunca aclararon quién era- que había decidido que las cosas eran de esa manera, y que no había que modificarlas».

Stagnaro añadió que el subcomisario Carlos Aparicio tabicaba el ingreso a los trabajadores de prensa, a pesar de que le puntualizaban «que los custodios de los bienes allí presentes éramos nosotros por decisión del Ministerio de Trabajo, y que la patota no tenía nada que hacer ahí dentro, ya que no eran ni dueños del inmueble ni inquilinos». Sin embargo, «la autoridad policial se negaba a intervenir. Recién se puso en contacto con la fiscalía cuando se fueron sumando los trabajadores de la cooperativa, y otras personas que se solidarizaron con nosotros».

A pesar de la tormenta que sacudía a la ciudad en ese momento, cientos de colegas de otras redacciones, representantes del movimiento de empresas recuperadas y dirigentes políticos se acercaron al lugar para acompañar a los integrantes de la cooperativa.

Borelli aseguró en sede policial y judicial que los agentes argumentaban que «las personas que habían ingresado por la fuerza al lugar habían acreditado la titularidad del bien en cuestión mediante un contrato de locación». A estos mismos uniformados poco les importó cuando el entonces presidente de la cooperativa les comentó que ese contrato estaba vencido y les envió por mail la documentación. «Con lo cual la policía lo sabía en ese momento», testimonió.

Los dichos de los integrantes de la patota son igual de elocuentes. Henry Omar Castro Vargas sostuvo: «Llegué solo, y ya estaba la policía en el lugar; no tengo idea de qué seccional era. Había dos móviles policiales, el Sr. Martínez Rojas, personal policial y el Sr. Juan Blander. Nos dijeron que esperemos un ratito. Esperamos al costado. Abrieron la puerta con personal policial y el muchacho que estaba –creo que era un cerrajero, yo no lo conocía-. Ingresó la policía, el Sr. Martínez Rojas, y luego nos hicieron ingresar a nosotros. Nos dijeron que esperemos en el hall nada más. La policía hablaba con Martínez Rojas».

Carlos Roberto Antivero, otro de los violentos, coincidió con lo que dijo Castro Vargas sobre la presencia del cerrajero y la policía, y sumó otro elemento: «A nosotros, Martínez (Rojas) nos dijo que teníamos que hacer de serenos. Quedarnos ahí en el hall, sin hacer nada. Entonces, entramos a un hall, aproximadamente estuvimos 25 minutos en el hall, después la policía nos metió en una pieza».

En esa misma línea, Marcelo Mauricio Caña, admitió que «ellos –por Martínez Rojas, Blander, el cerrajero y los agentes- fueron quienes entraron y abrieron. Ellos fueron quienes sacaron a la gente que estaba adentro. Estaba un femenino y un masculino de policía. Después entramos nosotros, y quedaron esos policías en la puerta con el patrullero». Carlos Alberto Ruiz Díaz también señaló que de antemano había dos móviles policiales apostados.

Hace dos semanas, el juez Martínez de Giorgi sobreseyó al comisario Azzolina, a quien había procesado por los delitos de usurpación, daño, interrupción de la comunicación y robo. Para Martínez Rojas, Blander y los 13 integrantes de la patota mantuvo la imputación. El magistrado se alineó con lo dispuesto por la Sala I de la Cámara Federal a mediados de 2019 que pidió más pruebas para vincular la participación policial en el hecho.

Pero los elementos nuevos nunca llegaron: la Policía Federal había destruido todos los sumarios de ese entonces y no pudo establecer qué móviles, ni qué personal participó ese día del procedimiento ilegal; además, la fiscal contravencional informó a Martínez de Giorgi que esa noche todos los efectivos cumplieron puntillosamente sus órdenes. Y aclaró que el primer llamado de la policía lo recibió no antes de las 2 de la madrugada. Lo cual queda en evidencia que hasta ese momento, la fuerza hizo y deshizo a su antojo, pero nadie se hace cargo de sus movimientos. «