Desde el primer día, con la mira puesta en el «garantismo»

El gobierno de Mauricio Macri alardeó cada vez que pudo de sus políticas de seguridad, sobre todo cuando los resultados de la economía fueron adversos. La principal espada del macrismo en el área, Patricia Bullrich, vociferó hasta el hartazgo que habían logrado cambiar el paradigma «garantista» –y por extensión «kirchnerista»– que consideraba al victimario, dijo, una víctima del sistema. En cuatro años de gestión, la ministra machacó con la idea de que el macrismo llegó al poder para poner las cosas en su lugar: el delincuente es culpable de antemano y, sólo si tiene suerte, contará con todas las garantías vigentes en un Estado de derecho. Esa matriz ideológica atravesó, con matices xenófobos y represivos, cada una de las medidas clave que tomó el gobierno en materia de seguridad.

La apología de los buenos vecinos «justicieros»

A mediados de 2016, dos episodios violentos le sirvieron al gobierno para sentar una posición clara: el caso del carnicero Daniel «Billy» Oyarzún, de Zárate, y el del médico Lino Villar Cataldo, de Loma Hermosa, acusados de matar a quienes les habían robado. Oyarzún persiguió y embistió con su Peugeot 306 a los dos jóvenes que acababan de asaltarlo en su negocio y escapaban en moto. Brian Emanuel González quedó atrapado entre el coche y un poste y fue linchado por el carnicero y los vecinos; a Cataldo le dieron un culatazo en la cabeza y le robaron el auto cuando salía de su casa, y cuando el ladrón, Ricardo «Nunu» Krabler, huía, el médico tomó una pistola que tenía escondida en un cantero y le disparó al menos cuatro veces.

Se comprobó que Oyarzún y Cataldo mataron cuando sus vidas ya no corrían peligro. Con estrategia quirúrgica, los dos imputados eligieron sentarse en el banquillo de los acusados ante un jurado popular y resultaron «no culpables» de las imputaciones en su contra. En un juicio oral y público tradicional, donde los tecnicismos pesan más que lo emocional, la fortuna de los «justicieros» habría sido otra.

«Más allá de toda la reflexión que tenga que hacer la Justicia en la investigación, si no hay riesgo de fuga, porque es un ciudadano sano, querido, reconocido por la comunidad, él debería estar con su familia, tranquilo, tratando de reflexionar en todo lo que pasó», dijo el presidente Macri en referencia al carnicero. Bullrich posó con el médico cuando fue absuelto: «Nosotros mantenemos la filosofía de siempre para todos los casos en los que creemos que hay legítima defensa o cumplimiento del deber», dijo. En las últimas elecciones, Billy fue candidato a concejal de Juntos por el Cambio. Toda una declaración de principios.

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(Foto: Diego Feld)

«El que quiera andar armado, que ande armado»

En noviembre de 2018, en medio de la Semana Mundial del Desarme, la ministra aseveró: «El que quiera estar armado, que ande armado. La Argentina es un país libre». Inmediatamente después, en un halo de lucidez, aclaró: «Nosotros preferimos que la gente no esté armada». Las políticas implementadas por el macrismo estuvieron lejos de desalentar que la sociedad abandone las armas, más bien todo lo contrario.

La gestión Cambiemos tardó cerca de un año en dar continuidad al Plan Nacional de Desarme que se desarrollaba de manera ininterrumpida desde 2006 y que a fines de 2015 había registrado la destrucción de unas 300 mil armas. Y no hay control: según la Red Argentina para el Desarme, a marzo de 2018 había 321.112 credenciales vigentes, de un total 1.009.993 usuarios legítimos registrados, por lo que se estima que habría 3,5 millones de armas en la ilegalidad. Y apenas dos de cada mil usuarios de armas con la licencia vencida son investigados por la Justicia.

La escalada del gatillo fácil en democracia

En esta sociedad armada, Cambiemos cimentó las bases ideológicas y jurídicas del «gatillo fácil» ejercido por las fuerzas de seguridad. Hace pocas semanas, Bullrich no disimuló su encono con los organismos de Derechos Humanos y salió a desmentir el informe que todos los años realiza la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi). El registro es un documento vivo que se actualiza a diario, el único que da cuenta de la cantidad de muertos a manos de la represión estatal, teniendo en cuenta casos de gatillo fácil, muertes en situación de encierro y asesinatos o desapariciones cuyos victimarios pertenezcan a cualquiera de las fuerzas de seguridad que operan en el país o estén relacionados con ellas, como los servicios privados de seguridad. Las fuentes de información son los propios familiares, reportes oficiales y periodísticos.

Correpi concluyó que la administración de Macri constituyó el pico represivo desde el restablecimiento de la democracia. Desde diciembre de 2015 a mediados de este año, el organismo contabilizó 1393 personas asesinadas. La frecuencia de los casos fue en ascenso: en 2016 se registraba en promedio un caso cada 25 horas; en 2017 hubo un muerto cada 23 horas; y en 2018, uno cada 21 horas. El mismo archivo establece que de 2003 a 2015, el promedio fue de una víctima cada 30 horas.

Bullrich calificó ese trabajo como una «mentira burda» y presentó en su despacho a un grupo de periodistas un contrainforme en el que apenas reconoce dos casos con condena y 22 bajo investigación, y descartaron de plano otros 76. La titular de Correpi, la abogada María del Carmen Verdú, respondió que la ministra debió contabilizar 266 casos en total y no 98: ocurre que sólo computó los hechos ocurridos entre 2016 y 2018, y excluyó los protagonizados por agentes penitenciarios (que dependen del Ministerio de Justicia), miembros de las Fuerzas Armadas, policías retirados y personal de seguridad privado.

 A llenar las cárceles y las comisarías

El macrismo adoptó a través de diferentes instrumentos una deliberada política de Estado: llenar las cárceles de presos. Para fines de 2017, había poco más de 85 mil presos entre todas las jurisdicciones, más del doble de la cantidad de detenidos que había en 2007. Según organismos de Derechos Humanos y entes oficiales que abordan la problemática, la situación es especialmente grave en las unidades dependientes del Servicio Penitenciario Federal y las cárceles y comisarías bonaerenses.

Desde 2015, los penales federales tuvieron un crecimiento sostenido de internos. Cuando asumió Macri había 10.323 presos. De acuerdo a la Procuración Penitenciaria Nacional, a mediados de 2019 la cifra había trepado a 14.314, un 39% más. El cuadro es preocupante si se estima que la capacidad de alojamiento es de 12.500 camas.

En la provincia de Buenos Aires, el escenario es desesperante, y las comisarías son la peor cara de este flagelo. El 2 de marzo de 2017, un incendio en los calabozos de la 1° de Pergamino provocó las muertes de siete presos. Por estos días, un tribunal dictará sentencia sobre los seis policías acusados. El 15 de noviembre de 2018, el fuego se desató en la 3° de Esteban Echeverría: murieron diez detenidos. La seccional estaba inhabilitada para alojar presos, pero ese día había 27 hacinados en dos celdas.

Estas dos masacres no son difíciles de explicar. De las 272 comisarías provinciales que podrían alojar detenidos, 105 siguen funcionando con orden de clausura. La Comisión Provincial por la Memoria estableció que las comisarías bonaerenses están sobrepobladas en un 310 por ciento. Con capacidad para alojar a mil personas, en 2015 había 1836 presos; 2960 en 2016; 3097 en 2017; y 4129 en 2018. En los penales, la sobrepoblación es del 102%: con 22 mil plazas disponibles, en 2015 había 34.096 detenidos, y en 2018 ya eran 44.486.

 Más policías para la criminalización de la protesta

Las cárceles están saturadas de detenidos y las calles, de policías. Se calcula que en la Argentina hay más de 800 agentes cada 100 mil habitantes, una tasa que casi triplica las recomendaciones de la ONU que propone unos 300 policías para un territorio sin mayores conflictos. La tasa de homicidios en el país (que es utilizada para saber cuán violenta es una región) es una de las más bajas del planeta: 5,1 homicidios cada 100 mil habitantes. Nada justifica el clamor social por mayor presencia policial.

Varias leyes y decretos dispuso el gobierno de Macri para darles a esa policía y a los funcionarios judiciales mayores atributos a la hora de detener a alguien y que quede preso, entre otras las denominadas «leyes de flagrancia», o la que limita las excarcelaciones, que generaron que personas sin antecedes o por delitos menores permanezcan tras las rejas, cuestión que antes era a la inversa.

A un año de asumir, Macri concretó su viejo anhelo como alcalde porteño: que la Ciudad de Buenos Aires tuviera su propia policía. El 1 de enero de 2017 se creó la Policía de la Ciudad, tras la fusión de la Metropolitana y gran parte de la Federal. Desde aquel día hasta hoy, la fuerza superó los 25 mil agentes, de los cuáles 18.500 están en la vía pública, como instrumento central para la criminalización de la protesta social.




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 La «doctrina» Chocobar, una política de estado

A dos días de la Cumbre del G20, en noviembre de 2018, el Ministerio de Seguridad presentó un protocolo de actuación para las fuerzas nacionales que autorizaba el uso de la fuerza letal en situaciones que históricamente habían sido reprochadas por la Justicia. Así, la ministra Bullrich pretendió dar cobertura legal a conductas como la que había tenido el policía Luis Chocobar, quien había ejecutado a Pablo Kukoc, de 18 años, en el barrio porteño de La Boca, que había herido de una decena de puñaladas a un turista para robarle su cámara de fotos. Chocobar lo persiguió y, a tres cuadras del hecho, le disparó por la espalda en plena fuga.

El protocolo establecía, entre otras cosas, que un agente podía disparar a matar ante el «peligro inminente de muerte o de lesiones graves» para el propio policía o para terceros; «para proceder a la detención de quien represente ese peligro inminente y oponga resistencia a la autoridad» o «para impedir la fuga de quien represente ese peligro inminente, y hasta lograr su detención». Resistida por partidos opositores y organismos de Derechos Humanos, la normativa también fue obstaculizada por la Justicia. En la Ciudad, primer distrito en adherir, se topó con el rechazo del juez Roberto Gallardo.

Por lo pronto, Chocobar deberá enfrentar un juicio oral en febrero de 2020, acusado de «homicidio por exceso en el cumplimiento de deber». Más allá de esto, el agente de Avellaneda fue presentado como un héroe por Bullrich y recibido por el propio presidente. Todo un mensaje.

 Santiago, Rafael y el enemigo interno

Bullrich encontró en los mapuches a un proverbial enemigo interno, lejos de las grandes capitales, fácil de estigmatizar. Desde hace años, las comunidades originarias discuten con el Estado la reivindicación de sus territorios históricos; si bien se habían registrado algunos avances, las discusiones se estancaron con la llegada del macrismo al poder. Aquel 1 de agosto de 2017, Santiago Maldonado, de 28 años, acompañaba la causa mapuche y se encontraba en la comunidad Pu Lof en Resistencia Cushamen, en Chubut, cuando fueron reprimidos por Gendarmería Nacional.

El día anterior, un puñado de manifestantes había cortado la Ruta 40 y unas horas más tarde, con la anuencia del Ministerio de Seguridad, los agentes ingresaron en el territorio en conflicto con la excusa de que actuaban en flagrancia. La represión fue tal que los manifestantes se replegaron del otro lado del río Chubut, pero Maldonado no logró escapar y se ahogó. Al menos esa es la hipótesis que consta en la causa judicial que en primera instancia quedó en manos de un juez ordinario y luego pasó al fuero federal, que debía investigar si se había tratado de una desaparición forzada.

Santiago estuvo 77 días desaparecido. En el medio, todo el arco político oficialista fustigó a la familia de la víctima y a los mapuches que reclaman por sus derechos. Bullrich llegó a vincular a la RAM, una organización mapuche que opera con violencia en Chile, con Maldonado y sus compañeros, a quienes les achacó una «lógica anarquista» y estar financiados desde el extranjero. En el Senado, dijo ante los integrantes de la Comisión de Seguridad que no iba a «tirar a un gendarme por la ventana y echarle la responsabilidad».

Unos días después, el 25 de noviembre, una patrulla de Albatros de la Prefectura Naval reprimió de manera desproporcionada una toma de mapuches en Villa Mascardi, a 35 kilómetros de Bariloche. Rafael Nahuel, de 21 años, fue baleado por la espalda y murió. La actitud del gobierno fue la misma: avalar la actitud de los agentes federales. La Justicia, en este caso, en un duro fallo judicial, dictó la prisión preventiva al principal sospechoso de la ejecución, Francisco Javier Pintos.

«Es notorio que asumieron un rol activo en la defensa irrestricta de los funcionarios de las fuerzas de seguridad involucrados en episodios bajo investigación judicial. Y lo hicieron no con la mesura, la distancia y el respeto por la división de poderes que exige la República, sino con intervenciones que no toman en cuenta el trámite de las causas judiciales», planteó uno de los integrantes de la Cámara de Apelaciones de General Roca, Ricardo Barreiro, quien se quejó: «Antes de que las pesquisas avancen lo suficiente como para echar mínima luz sobre los sucesos, se publican declaraciones del más alto nivel cuestionando a la judicatura, o las medidas probatorias dispuestas o, lisa y llanamente, sentenciando –mediáticamente– que el o los funcionarios implicados no han cometido delito y que son inocentes».

El enemigo externo: la apuesta por la xenofobia

Una de las medidas más xenófobas y cuestionadas del macrismo fue el DNU 70/2017, que modificó la Ley de Migraciones, estableciendo que aquellas personas que poseen antecedentes penales puedan ser expulsadas aun sin sentencia firme. Además, emparenta cualquier irregularidad en los papeles migratorios con un delito, causal de deportación. Así, el gobierno vincula directamente a la migración con la criminalidad. Al presentar el decreto, divulgó datos estadísticos falsos: se dijo que la población de nacionalidad extranjera bajo custodia del servicio penitenciario federal era el 21,35% del total, cuando en realidad los extranjeros detenidos en cárceles federales y provinciales son apenas el 6 por ciento.

La enfermera Vanessa Gómez Cueva fue una de las víctimas de esta medida. Fue deportada con su bebé en brazos por contar con viejos antecedentes penales. Cumplida su condena, se había reinsertado en la sociedad y había tenido sus tres hijos en la Argentina. Migraciones la separó de su familia y la deportó al Perú. Meses después, y tras la intervención de organismos como Amnistía Internacional, el gobierno debió aceptar el regreso de la mujer.

La lucha contra el ciberdelito: no insulten al presidente

Criticado por los especialistas en cibercrimen por no desplegar una política adecuada en el área, todos los recursos del gobierno para perseguir los ciberdelitos fueron dirigidos hacia quienes se manifestaran en las redes sociales en contra del presidente y su familia o la gobernadora Vidal, llegando a relacionar con amenazas de magnicidio o actos de terrorismo a personas que parafraseaban una canción de cancha o publicaban un meme sospechoso. Varias personas fueron detenidas por postear insultos a Macri, e incluso las redadas policiales alcanzaron a una mujer con discapacidad mental.

El caso paroxístico de la «inteligencia» macrista fue la detención de los hermanos Axel Ezequiel y Kevin Abraham Salomón, días antes del G20, acusados de terrorismo internacional. Cometieron el «error» de profesar el islamismo, tener parientes en Medio Oriente y comunicarse con ellos, además de conservar viejas armas de caza de su abuelo libanés.

 Narcotráfico: una «batalla» contra los «perejiles»

Según informó el gobierno, entre diciembre de 2015 y 2018, fueron secuestrados 448.745 kilos de marihuana y 26.724 kilos de cocaína, en el marco del programa Argentina sin Narcotráfico. La supuesta lucha contra el narcotráfico de la que se ufana Patricia Bullrich supuso unos 59.479 operativos en los que se detuvo a unas 64.063 personas. Ahora bien, cuatro de cada diez causas que se iniciaron fueron por tenencia para consumo personal. Miles de perejiles presos, muchas mulas pobres, ningún jefe narco. «