Se escuchó el click del gatillo de la pistola Bersa calibre 32. La punta del caño por el que debía haber salido la bala estaba a menos de 30 centímetros de la cara de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández. El brazo del asesino Fernando Sabag Montiel se hizo hacia atrás. La bala no había sido disparada. Un milagro, para quienes creen en Dios, había salvado la vida de CFK y también a la Argentina de un abismo cuyo desenlace hubiera sido desconocido, un pozo tan profundo que no tiene final.

La historia regional y mundial tiene varios ejemplos de cómo un magnicidio puede desatar una oleada de violencia que dure décadas. Un botón de muestra: el asesinato del líder popular colombiano Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, desembocó en el bogotazo, que tuvo centenares de muertos. Luego hubo una escalada que se extendió por todo el país. Terminó de hundir a Colombia en su “holocausto bíblico”, como lo definía Gabriel García Márquez, del cual todavía no puede terminar de salir.

Un magnicidio hubiera sido un baño de dolor desgarrado para los millones de argentinos que aman a CFK de manera entrañable, como se quiere a una madre, una hermana, una tía, una amiga del alma. Y también hubiera implicado abrir las compuertas de una posible tragedia histórica.

Las críticas a la decisión del presidente Alberto Fernández por decretar un feriado al día siguiente del intento de magnicidio muestran ignorancia, en el mejor de los casos, o el intento de minimizar la gravedad de lo ocurrido y sus potenciales consecuencias. Hay feriados puente que se agregan sólo para fomentar el turismo. Y está muy bien. ¿Cómo no se iba a utilizar esa herramienta para facilitar la movilización masiva? Las centenares de miles de personas que colmaron el centro porteño reafirmaron que la mayoría de la sociedad argentina quiere vivir en paz y en democracia. Porque sin paz no hay nada. Es el piso básico para que en un país sea posible soñar con ver crecer a los hijos con un mínimo horizonte de bienestar.

Se multiplicaron los mensajes pidiendo “bajar los decibeles” del debate político. Es atendible. Fomentar la tolerancia hacia el que piensa diferente es fundamental para la convivencia social. El punto es que lo que está pasando en la Argentina no es que los grupos de amigos se reúnen a comer, algunos son peronistas, otros no, y en algún momento aparece la coyuntura política. Y la conversación sube de tono. Y el encuentro que tenía por objetivo disfrutar de la amistad termina de modo abrupto y tenso. El problema grave no es ese. O al menos no es el central.

Lo crítico es que hay un poder del Estado que tiene la obligación de cuidar la Constitución y la está avasallando sin escrúpulos. Jueces y fiscales que actúan como si sobre ellos recayera la suma del poder público. Se han atrevido incluso a ponerle plazos al Congreso, el más democrático de todos los poderes, en el que de alguna manera se expresa la diversidad de la sociedad argentina. Hay un fiscal que pidió la proscripción y la cárcel de la líder popular más importante que surgió luego de la muerte de Juan Perón en 1974. Todo basado en una causa amañada y con la figura de la asociación ilícita para definir un gobierno, más el aparato de propaganda de los medios del establishment para generar condena social antes que nada. Esto es lo que está llevando la situación política al borde de un potencial regreso de la violencia, una tragedia de la que Argentina se salvó este jueves cuando la bala no salió de la pistola que empuñaba el fascista Sabag Montiel, a pocos centímetros de la cara de Cristina.