Esta noche Boca visitará Asunción, y ya estuvo en Potosí por esta misma edición de la Copa Sudamericana. Es, por lo tanto, un buen momento para recordar la sólida base histórica entre La Boca con Bolivia y con Paraguay.

Todo empezó en 1536 cuando Pedro de Mendoza, con título y blasón de Adelantado del Río de la Plata, llegó a un humilde curso de agua que en poco tiempo pasó a ser conocido como el Riachuelo de los Navíos. Mendoza tenía a su disposición el inmenso estuario del Río de la Plata pero eligió ese paraje porque era excelente como puerto. Sus hombres desembarcaron, construyeron unos ranchos precarios y se transformaron en los primeros boquenses: eran apenas unas chozas de barro con techos de totora, pero fue gracias a ese tropel de conquistadores que, muy vagamente, despuntó el barrio.

Aquellos aventureros buscaban la Sierra de la Plata, es decir el mítico país del Rey Blanco, es decir el áureo tesoro que se escondía en el corazón de América, es decir Potosí. Habían oído varias leyendas al respecto. Y pensaban llegar hasta ahí remontando un río que se llamaba “de la Plata” porque al parecer nacía en esas bóvedas andinas y venía a morir justamente donde ellos estaban.

La mala noticia era que nada era áureo en las soledades fluviales en las que se habían asentado. Sólo veían un suelo anegadizo en la orilla, un poco más adelante las barrancas y después la llanura ilimitada que más tarde sería la pampa pero en la que todavía no había gauchos ni taperas ni corrales ni nada de lo que hoy se asocia con ese espacio: incluso los primeros caballos los estaban trayendo ellos. Aquí y allá chirriaban los chajás y teruteros rasgando el silencio. El agua del dichoso río era marrón a pesar del nombre. Y por ningún lado aparecía la teatralidad que tuvo la conquista en otros lugares de América: no había tronos ni príncipes ni dinastías que someter.

Pero sí había tribus cercanas que les hicieron imposible quedarse: los cercaban y les impedían conseguir alimento. Entonces los hombres de Mendoza empezaron a subir por el Río de la Plata buscando al Rey Blanco. Cada día presentían que estaban en la víspera de su mágico coronamiento, pero siempre encontraban más de lo mismo: ríos y canto de pájaros.

Toda esta aventura se ofrece al transeúnte que pasa por el monumento a Pedro de Mendoza que está en el Parque Lezama.

Del Riachuelo al Paraguay

Considerando que la comarca del metal no aparecía, Mendoza decidió volver a España con algunos de sus hombres. Estaba enfermo y su estado ya era lamentable; a los que se quedaban les dejó la siguiente instrucción por escrito: “y si Dios os diere alguna joya o piedra, no dejéis de enviármela”. Moriría en alta mar.

Los que se quedaron siguieron explorando las aguas de la región con la idea de adentrarse en el continente y ver a dónde llegaban con sus hazañas y delitos. Cada tanto una nueva tribu se dejaba ver en la orilla, y empezaron a notar que los indios eran cada vez más amigables. Así fue como dieron con una bahía donde una nación de guaraníes los recibió. Ese río era de aguas dulces y nombre más dulce aún: se llamaba Paraguay. Decidieron quedarse aunque no hubiera oro ni plata: lo hicieron un año y medio después de estacionar en el Riachuelo, en 1537, en el Día de La Asunción.

Los guaraníes, por su parte, estaban en guerra con los guaicurúes. Los guaicurúes vivían del otro lado del río, en una comarca muy áspera llamada “Chaco”. No sembraban y daban continua pesadumbre a los guaraníes con sus macanas. Por eso los guaraníes vieron en los españoles la ayuda que andaban necesitando: traían unas armas relucientes, muy ajenas al cosmos de barro y madera que ellos habitaban. Los recién llegados, en tanto, notaron que en el mundo antiguo de esos indios que mataban aves en pleno vuelo no había ninguna clase de metal. Pero al menos eran agricultores, y ellos necesitaban descansar después de la miseria padecida en Buenos Aires. Hicieron un rápido escrutinio y decidieron quedarse en esa bahía donde había comida en abundancia, los indios eran amistosos y el clima era de buen cielo y temple.

Lo excepcional del caso, lo que con el tiempo hizo del Paraguay un país único por lo orgánico de su amalgama, y del idioma guaraní una lengua viva, es que esta buena predisposición se expresó haciéndose tovayás, es decir cuñados, de los recién venidos, dándoles sus hijas y hermanas para que hubiese de ellas generación. Por eso empezaron a aparecer, en aquel caserío todavía incipiente, miles de mesticitos que correteaban por las calles de tierra colorada. “Ha venido aquella provincia en grande aumento”, escribió un cronista de Indias. El poeta Del Barco Centenera, que narró la conquista del Río de la Plata en un extenso poema, lo dijo en forma de rima:

A tal término llega aquesta cosa

que cada cual vivía a su albedrío

aquel que india tenía más hermosa

se juzga por mejor, y de más brío.

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En la parte trasera del monumento a Mendoza, la que da al Parque Lezama, se lee una nómina de los principales adláteres del Adelantado del Río de la Plata. Séanos ejemplo Juan de Ayolas: este nombre, que tan poco dice a los argentinos, es en cambio célebre en Paraguay. Ayolas fue el primer conquistador que, por orden de Mendoza, se internó en las tierras guaraníes: se internó tanto que desapareció. Su selvático destino aparece en una línea del poema de Del Barco Centenera: “A Juan de Ayolas hubo despachado / don Pedro el río arriba”.

Por eso, si hoy las calles de La Boca reflejan alguna historia nacional, esa historia es la paraguaya y no la argentina. Ayolas casi no existe en Buenos Aires: son apenas ochenta metros de asfalto desparejo y veteado. Los vecinos la ignoran aunque hace esquina con la principal arteria del barrio, y los carteles turísticos que orientan a los visitantes no consignan su nombre. En Asunción, en cambio, la calle Ayolas es larga y bordea la sede de aquel gobierno nacional.