La terrible realidad abierta hace apenas 30 años en estos días, el 7 de abril de 1994, cuando los hutus de Ruanda, el pequeño país de la región de los Grandes Lagos de África, iniciaron la masacre de la minoría tutsi, y en sólo tres meses asesinaron a más de un millón de ellos y violaron a medio millón de sus  mujeres, ha sido relegada, sino borrada, de la peor historia reciente de la Humanidad. Se ejecutó con aplausos de la prensa hegemónica, y sigue ocultándose con el silencio de los mismos medios. Ruanda sólo sobrevive en las bellas e hipócritas estadísticas de los organismos internacionales, unos cuentos de hadas recopilados para ser exhibidos en los informes entregados a los gobernantes y a los grandes empresarios dueños del mundo que asisten anualmente al Foro de Davos.

Se muestra al país (26.000 kilómetros cuadrados y 15 millones de habitantes, ex colonia de distintas potencias europeas) como “protagonista de un milagro económico”. En el mismo,  el turismo y la minería pasaron a ser dominantes, arrasando a los tradicionales cultivos de té y café. Esos informes dicen que las mujeres ruandesas gozan de más derechos que sus pares de cualquiera de las sociedades occidentales y cristianas –Occidente siempre como modelo– y que el país se ha convertido en el más seguro del continente y el quinto a nivel mundial. El genocidio ruandés sólo pervive, casi oculto, en la pequeña ciudad de Nyamata, donde se haya el Genocide Memorial que contiene los restos, todos mezclados, de unas 45.000 víctimas y miles de cráneos exhibidos en una grotesca estantería.

En el tiempo de los juicios de Nüremberg (1945-1946) que juzgaron a los criminales nazis,  no existía el concepto jurídico de “genocidio”. Recién en 1998, el Tribunal Internacional para Ruanda (una corte creada por la ONU tras haberse mantenida complaciente, ajena a la matanza) tipificó el aberrante delito y emitió la primera condena mundial por el crimen ya definido como tal. Además, incluyó a la violación como una componente del mismo. El así castigado fue un joven maestro y futbolista al que se le subió el pequeño poder a la cabeza. Se llamaba, se llama, Jean-Paul Akayesu y no tenía antecedentes políticos. Fue condenado por participar y supervisar los actos de tortura y asesinatos masivos cuando era alcalde del poblado de Taba. Cumple la pena en una prisión de la lejana Malí.

El relato sobre el genocidio ruandés, incluido en un informe de la Holocaust Encyclopedia del Holocaust Museum de Washington, describe a Akayesu como un caso paradigmático de lo operado en la sociedad del país africano, uno de los 55 en los que el poder imperial europeo atomizó al continente. En los meses previos al inicio de la matanza, Akayesu era defensor de los derechos del pueblo tutsi. La fenomenal campaña de la prensa dominante, y las generosas entregas de dinero, operaron en él un cambio del que también fueron víctimas miles de ruandeses. El Tribunal que juzgó a los genocidas lo dice: los medios fueron promotores y corresponsables de la matanza. Citó expresamente a Félicien Kabuga, que a la cabeza de la radio televisora RTML, comandó al mayor de dos grandes grupos mediáticos.

El tribunal dijo que Kabuga, hoy de 91 años y con serias dificultades en el habla, creó y financió los comandos ultraderechistas Interahamwe y desde su holding mediático delató públicamente los refugios de la población tutsie. “Sus medios y otros sobre los que ejercía persuasión fomentaron el odio y la violencia contra los tutsis, difundiendo un mensaje de repulsa hacia el otro con el objetivo de eliminar a esa etnia de Ruanda”, denunció la corte. “La implicación de Kabuga en estos crímenes es evidente, al ser quien compró la voluntad y la conducta delictiva de los periodistas de sus medios escritos y orales para que, a diario, entregaran sus cuotas de engaños y odio”, agregó.

Las minorías nacionales y el poder global compiten en el afán ocultista, pero siempre hay un resquicio. Así como el establishment del cine se sinceró y premió a Zona de interés, cuando caía 2003, en diciembre, el tribunal sobre Ruanda fue a fondo, hasta hincar el diente donde en el futuro habrá que extirpar la podredumbre que en estos días contamina a tantas sociedades: la prensa hegemónica. Tras la condena a Akayesu, llegó el turno de los medios. Por el delito de odio, cadena perpetua para Ferdinand Nahimana, de Radio TV RTLM, y Hassan Ngeze, jefe de redacción de Kangura, y 35 años a Jean Bosco Barayagiza, la cara de los noticieros de Todo Noticias. “Ustedes sabían del poder que tenían las palabras, pero ignoraron la responsabilidad que conlleva la libertad de expresión, envenenaron a lectores y oyentes, prepararon el terreno para el genocidio”, dice el fallo. Muchos abren sus paraguas.