Las medidas para frenar la expansión del coronavirus afectaron todos los aspectos de la vida cotidiana: el modo de vincularse, la dinámica del trabajo, las pautas de consumo, el uso del espacio público y la circulación de las personas. Los cambios en la movilidad inciden de manera drástica en el transporte y, específicamente, en la aviación. El interrogante sobre cuándo y cómo será posible viajar en avión es una preocupación que concierne no sólo a quienes planean vacaciones sino a todos los actores que deben enfrentar la paralización del sector aerocomercial. Aunque adelantar respuestas es un ejercicio difícil, sobre todo si se quiere evitar hacer futurología, resulta preciso analizar cómo se está desarrollando este fenómeno para pensar el escenario por venir.

La industria aeronáutica atravesó diversas crisis desde sus inicios. En el siglo XXI, el período post 11S (2001) y la recesión mundial desatada en 2008 fueron las más significativas. Desde la Asociación Internacional de Transporte Aéreo, organización que representa a 290 aerolíneas, sostienen que la aviación mundial está entrando en una etapa crítica sin precedentes que pone en riesgo más de la mitad de los ingresos por pasajeros aéreos (una caída del 55% respecto a 2019). Al día de hoy, el tráfico aéreo está prácticamente suspendido a excepción de las operaciones de carga y repatriación y de los vuelos internos que todavía mantienen algunos países. Un informe de la Organización de Aviación Civil Internacional calcula pérdidas entre 98 y 124 mil millones de dólares en la primera mitad del 2020. El pronóstico configura una amenaza para la continuidad de los puestos de trabajo en una industria que emplea un total de 10,2 millones de personas (desde tripulaciones a constructores de aviones) y 65,5 millones en sectores asociados.

A pesar de este escenario adverso, es evidente que el transporte aéreo no va a desaparecer dada su función estratégica en el entramado del capitalismo globalizado. Ciudades enteras dependen del turismo para su desarrollo económico y múltiples actividades conexas precisan del pleno funcionamiento de la industria aerocomercial para continuar con sus operaciones.

La supervivencia de las compañías aéreas espera encontrar garantías en la ayuda económica de los Estados. El gobierno de Estados Unidos dio el primer paso para evitar quiebras y despidos cuando a mediados de abril decidió destinar 25 mil millones de dólares al rescate de gigantes como American Airlines, Delta Air Lines, United Airlines y Southwest. Por su parte, LATAM arrancó desde bien temprano con el anuncio de la reducción de los salarios a la mitad durante abril, mayo y junio, afectando cerca de 2.300 trabajadores y trabajadoras en nuestro país. Esta medida, junto con otros embates que el sector empresario viene dando en Argentina, enciende la señal de alarma sobre la posibilidad de aprovechar esta crisis para avanzar con planes de reestructuración previos, que incluyen despidos, recortes salariales, tercerización de tareas y precarización de las condiciones de trabajo.

En este contexto se produjo el reciente anuncio de fusión de Aerolíneas Argentinas y Austral con la creación de dos unidades de negocios (carga y mantenimiento), aunque sin mayores precisiones sobre cómo será su funcionamiento y estructura. Si bien la dirección de la empresa estatal promete preservar las fuentes de trabajo, los sindicatos todavía se encuentran analizando el impacto de esta decisión y muestran cierta cautela. Un intento de avanzar sobre los derechos laborales adquiridos será resistido por las y los aeronáuticos, algo en lo que tienen sobrada experiencia histórica.

Las inquietudes sobre qué medidas van a tomar las aerolíneas se entrecruzan con las proyecciones sobre el valor de los pasajes y la adecuación de los aeropuertos y los aviones según el principio de la “distancia social preventiva”. Además, como en crisis anteriores, la “salida” estará signada por la puja distributiva en torno a quién asumirá los costos de este proceso. En el marco de una recesión mundial, el distanciamiento físico dejando asientos vacíos entre pasajeros y la implementación de nuevos protocolos para evitar contagios son costos que difícilmente se pueden trasladar en su totalidad al precio de los pasajes. Por lo tanto, la principal amenaza podría recaer sobre las y los trabajadores -como ya está sucediendo en algunos casos- si las aerolíneas deciden avanzar con despidos y reducción de salarios o erosionando las condiciones de trabajo.

La reactivación del transporte aéreo deberá evitar los riesgos de esta pandemia y de otras enfermedades que puedan surgir. Pero este objetivo sólo será posible si se cuida la salud de quienes trabajan en ella. La prestación de servicios aéreos para carga y repatriación son una muestra de los cambios que se avecinan en los procesos de trabajo en términos de salud y seguridad. En esas operaciones, se implementaron medidas tales como: la utilización de máscaras, gafas y guantes para las tripulaciones, nuevos insumos sanitizantes y separadores en los mostradores de atención al público.

A su vez, la Organización Mundial de la Salud y la Organización de Aviación Civil Internacional establecieron protocolos de actuación para gestionar los casos de quienes presenten síntomas en los aeropuertos y durante los vuelos. Sin embargo, la protección de las y los trabajadores aeronáuticos no se limita a evitar los riesgos del contacto con las personas que viajan. La precariedad de las formas de contratación, el temor al desempleo, las exigencias del puesto, la intensidad de la jornada, el vínculo con clientes también hacen a la salud física y mental. Estos factores no pueden ser excluidos de las disputas por las transformaciones de los procesos productivos que tendrán lugar cuando se reactiven la industria aeronáutica y todos los sectores económicos. Por eso, el desafío para las organizaciones sindicales será no sólo colocar las condiciones de trabajo sobre la mesa, sino correr el horizonte de lo que entendemos por salud laboral.