Sheila Fitzpatrick tuvo lo que en un tiempo no tan lejano se nominaba con la expresión “una vida de novela” para referir el hecho de que una vida había sido traspasada por acontecimientos notables o vivencias que excedían en mucho los criterios según los cuales una existencia podía ser ubicada dentro del amplio mundo de “lo común y corriente”.
En su excepcionalidad, ese fuera de lo común daba una especie de nuevo espesor a lo posible de la experiencia y lo novelesco podía ser una manera de poner en duda los criterios con que se hacían medibles los modos de vida establecidos. La realidad, en esos casos, parecía moldeada de acuerdo a criterios que aparentaban no ser los suyos: Pero como el reverso de esa idea que veía en la pura cotidianeidad una ficción desvanecida había otra expresión que la acompasaba y cuya verdad era bien sabida: la realidad, muchas veces, superaba a la ficción.
En 1966, siendo todavía una estudiante de doctorado de la Universidad de Oxford, Sheila Fitzpatrick viajó por primera vez a Moscú para investigar y preparar su tesis sobre el revolucionario marxista Anatoli Lunacharski. Allí permaneció alrededor de un año en busca de información de primera mano para su trabajo académico, pero lo que podría haber sido simplemente el viaje sentimental de una joven proveniente de una familia de izquierda australiana hacia el otro lado de la Cortina de Hierro tendría consecuencias decisivas para su vida y su trabajo historiográfico.
Sheila Fitzpatrick es una de las más destacadas historiadoras de la Rusia soviética y sus aportes en el campo de la historia social de la Unión Soviética han sido numerosos. Desde una perspectiva revisionista y con una concepción metodológica encuadrada en la tradición de “la historia desde abajo” impulsada por el historiador inglés E.P. Thompson ha producido trabajos como La Revolución Rusa o La vida cotidiana durante el estalinismo, fundamentales para entender los avatares de esa experiencia revolucionaria.

Una espía en los archivos soviéticos es su entretenido libro de memorias.
En él, la historiadora reconstruye su periplo de toda una vida como investigadora de temas rusos en un mundo todavía signado por la Guerra Fría. Lejos del registro árido e impersonal que tal vez se asociaría con una escritora académica, Fitzpatrick recorre su vida con una escritura ágil y llena de encanto, y sus observaciones (muchas de las cuales son recuperadas de sus propios diarios juveniles) están casi siempre cruzadas por un sentido del humor que bien podría ser catalogado de británico.
Son memorias que pueden leerse como una novela autobiográfica: novela de aventuras o, quizás mejor, de espionaje (“Yo estudiaba en Oxford cuando un periódico soviétivo me denunció como espía” es la primera frase del libro). Solo que lo extraordinario, en este caso, no está dado por la invención de una peripecia sino por el registro histórico de la cotidianeidad y la idiosincrasia de ese universo ya perdido para el lector presente no solo en el plano de lo real sino también (así lo fue durante buena parte del siglo XX) como lugar imaginario de una utopía realizada: la vida bajo el régimen comunista.
De hecho, es posible que buena parte de lo novelesco o extraordinario que emerge del texto como impresión de lectura se produzca precisamente por un efecto de contraposición y contraste frente a un presente para el que ese pasado se ha vuelto no solamente lejano sino casi incomprensible.
Sheila Fitzpatrick, la aventura
La aventura, en todo caso, sucede aquí en un escenario y una vida dominada por las restricciones y un suceder del tiempo en apariencia inmóvil. La vida moscovita de Fitzpatrick es, en efecto, al mismo tiempo monótona y disciplinada: sus días transcurren entre las hostilidades del clima y el aprendizaje de estrategias para evadir las arbitrarias y absurdas restricciones a la consulta de ciertos archivos, en intercambios y conversaciones con ciudadanos o funcionarios menores (de quienes depende a su vez su acceso a los documentos). Sin embargo, la fascinación de Fitzpatrick por las complejidades del mundo soviético es tan grande como el desconcierto que esa vida le produce.
La lectura del libro es de algún modo la reposición de esa especie de enamoramiento. Fitzpatrick se convierte en respetada sovietóloga a fuerza de perseverancia y tesón. Mientras, va volviéndose poco a poco una ciudadana rusa. El libro está dedicado a la memoria de Irina Anatólievna e Ígor Aleksándrovich (un refinado crítico literario de la revista Novy Mir, por ese entonces órgano oficial de la Unión de Escritores Soviéticos), personajes centrales en la experiencia soviética de Fitzpatrick.
Ellos son la contracara de una vida pública dominada por las apariencias, las sospechas y los peligros de denuncias, y en sus figuras se filtra la vida rusa en su lado más amable y profundo. Pero también la política, las discusiones ideológicas dentro del Partido y la vida intelectual, validada en arduos y encarnizados debates, en publicaciones de libros y en severos pronunciamientos públicos.
En 1989, la caída del Muro de Berlín marcó la fecha simbólica del final de la lenta agonía del régimen comunista de la Unión Soviética y el comienzo de un nuevo orden geopolítico mundial. Casi cuarenta años después de aquella disolución, los vertiginosos cambios informáticos y tecnológicos del presente nos pueden hacer percibir algo pueriles las viejas prácticas del espionaje. También, la cada vez más difusa distinción entre realidad y ficción.