Mientras tal como lo manda su historia la diplomacia china exprimía su paciencia para lograr que la dictadura de Myanmar (Birmania) dialogara con una tríada rebelde para sellar un alto el fuego que llevara un soplo de paz al revuelto sudeste asiático, en esa misma dirección, pero en sentido contrario, India, el otro gigante regional, daba las peores señales. Es más, se esforzaba por arruinar lo hecho por su socio de los BRICS, la alianza nacida para imponer un bloque que garantizara la buena marcha del principio de la multipolaridad. El 12 de enero se acordó la tregua y el 20, tras ratificar que está entre los cuatro grandes proveedores de las armas que los militares birmanos usan para matar a su gente, anunció que se dará a la odiosa tarea de construir una valla que la separe de Myanmar.

India –que ya construyó una muralla de más de 2000 kilómetros en la frontera de 3190 kilómetros con Pakistán, y otra de 3100 kilómetros en los 4142 de línea divisoria con Bangladesh–  justificó su decisión señalando que es una forma de frenar la ola de violencia que castiga a su vecino. Y lo hace sin importarle que rija un acuerdo de libre circulación, sin pasaportes u otra documentación, a determinada distancia de la frontera de ambos países. Según el gobierno indio, en las jornadas previas al anuncio cientos de soldados birmanos habían cruzado la frontera «escapando de los combatientes rebeldes del oeste de Myanmar», que luchan contra la sangrienta Junta Militar establecida en febrero de 2021, tras impedir la jura presidencial de la Premio Nobel de la Paz 1991, Aung San Suu Kyi.

India «decidió vallar toda la frontera con Myanmar», anunció el ministro del Interior, Amit Shah, al cierre de una visita a los estados del norte, pero no dijo cuándo ni cómo ni a qué costo, si de concreto, metal o alambrada de púas, será esa valla que cubrirá los 1486 kilómetros de la bella frontera que se extiende por las selvas y las cumbres nevadas del Himalaya, en el noreste indio, al oeste de Bangladesh y Bután. Del lado birmano la frontera cubre cuatro estados indios (Manipur, Mizoram, Nagaland y Pradesh). En ellos sólo están vallados 10 kilómetros y por allí, sin embargo, más de 600 soldados birmanos buscaron el asilo en Mizoram. En septiembre el gobierno de Manipur ya había pedido al federal que se cerrara la frontera para «frenar la inmigración ilegal y anular la criminalidad transfronteriza y diferentes tipos de tráfico: falsificación de productos, armas, dinero y drogas».

Organizaciones de Derechos Humanos locales e internacionales denunciaron las ambiguas relaciones entre India y el régimen birmano y expresaron su preocupación porque el cierre de las fronteras impide el desplazamiento de los miles de civiles que huyen de la represión y los bombardeos del ejército. Si bien los desplazados internos serían unos dos millones, decenas de miles de personas han buscado refugio fuera del país, sobre todo en Tailandia, al este, y en India, al oeste. Las entidades humanitarias estiman que en los casi tres años pasados desde el golpe de Estado, unos 60.000 civiles huyeron a los estados indios de Mizoram y Manipur. Ante la estampida de quienes buscan alguna forma de amparo, las reacciones son disímiles. Mientras Mizoram acoge a los refugiados, Manipur los rechaza.

Antecedentes de sangre

El tema se relaciona con la composición étnica del noreste indio, región geográficamente marginada del resto del país. En Mizoram viven poblaciones de la etnia Kuki y de religión cristiana, culturalmente afines a los Chin que huyen de Mianmar. La situación se invierte en

Manipur, donde el 53% es Meitei de religión hindú. «Las autoridades indias nos expulsan –denunció la milicia Chin–, porque dicen que así controlan el tráfico de armas y drogas, pero nosotros hemos colaborado con ellos en esos aspectos. Nos expulsan, pero los traficantes tienen su propia manera de cruzar la frontera con su siniestra carga». Según el último informe anual del relator de la ONU para Myanmar, en ese intríngulis del sudeste asiático India es el cuarto gran proveedor de armas, tras Rusia, China y Singapur.

La llegada de los militares, en 2021, avivó la guerra de guerrillas con múltiples actores, esencialmente étnicos, que se vive desde hace décadas. Desde la liberación de Gran Bretaña (1948) Birmania estuvo sumida en conflictos internos y gobernada por militares en la mayor parte de su historia reciente, entre 1962 y 2011, y nuevamente desde 2021. Las fuerzas armadas establecieron una sangrienta dictadura, alegando que la Liga Nacional para la Democracia, el partido de la Nobel Aung San Suu Kyi, había ganado las elecciones mediante un inexistente fraude. Asediados por los organismos internacionales y China, los dictadores aceptaron entablar el diálogo que concluyó el 12 de enero con la firma de una tregua con la Alianza de la Hermandad, una coalición conformada por los ejércitos Arakán, Ta’Ang y de la Alianza Democrática de Birmania.

El mundo vallado

Al fin de la Segunda Guerra Mundial (1945) había sólo tres vallas. Al caer el vapuleado Muro de Berlín (1989) ya eran 15, y de ellos nunca se habló en los años de la Guerra Fría. Ahora hay unos 70, a los que se agregan los recientes de Polonia y Lituania aislando a Bielorrusia. Un último recuento avalado por la ONU dice que desde 2015 los muros se repiten en países tan disímiles como Austria, Bulgaria, Estonia, Hungría, Kenia, Arabia Saudita y Túnez. De mala gana dice Joe Biden, y de eso no hay pruebas, el presidente norteamericano está cumpliendo con el sueño de Donald Trump de impedir, muro mediante, el paso de los latinoamericanos que marchan hacia el sueño de un plato de comida en la gran potencia. Las víctimas, como las que empezó a producir la India, son las mismas de siempre, los migrantes o refugiados que se habían imaginado haber nacido en un mundo sin bordes.