¿Cuándo nos reconocemos como viejos? El documento y el espejo deberían hacer innecesaria esta pregunta. Sin embargo, saber no necesariamente significa comprender. De chicos la muerte era algo que siempre les sucedía a los otros. De grandes, ante la prueba irrefutable de que nacimos para morir, creemos que la vejez es algo que siempre les sucede a los demás, hasta que un día, si tenemos suerte, también nos sucede a nosotros.

Hay un nutrido grupo de gente lectora de libros de autoayuda que sostiene con cierto optimismo pueril que la vejez es un estado de ánimo. Inútil explicarles que el estado de ánimo depende de cosas en apariencia sin importancia, como son las rodillas. «Vamos, arriba», dicen para animarnos sin que alcancemos a entender si nos instan a levantar el ánimo o a levantarnos de la silla. A veces, las rodillas duelen tanto como un corazón luego de un desengaño, con el agravante de que las rodillas son dos y, por lo tanto, duelen como si hubieran sufrido dos desengaños a la vez. En ciertas ocasiones, incluso, estoy convencida de que he sufrido más desengaños de rodillas que de corazón. Aunque los médicos señalen con lenguaje pomposo que se trata de artrosis, estoy segura que de las rodillas padecen melancolía. Basta con ver el gesto de dolor que hacen al levantarse y ese rictus de rigidez de vieja institutriz inglesa que se les dibuja cuando uno se empeña en llevarlas donde ellas no quieren ir.

¿Podría definirse la vejez a partir del grado de melancolía que tienen nuestras rodillas? Seguramente la ciencia diría que no, aunque la poesía, siempre más precisa que un termómetro o que un análisis de sangre, diría que sí.

Pero aceptemos la negativa de la ciencia y busquemos otro modo de medición más exacto. Mi marido dice que tomamos conciencia de nuestra vejez cuando los cardiólogos, inexorablemente, son más jóvenes que el paciente. Paradoja de paradojas, un piloto parece tener más pericia cuantas más horas de vuelo tiene. En la medicina, en cambio, la sabiduría no se mide por la cantidad de diástoles y sístoles que ha tenido el corazón, sino por otras pericias que posee alguien que tiene un corazón mucho menos experto que el de su paciente. Esta paradoja de la medicina hoy alcanza su máxima expresión en la política. Ya hay avivados que enseñan cómo hacer un currículum negativo: “Carezco de experiencia. Desconozco la historia del país que quiero gobernar. Odio a mis coterráneos. No sé hilvanar dos frases seguidas y menos aún dos frases que tengan sentido. Detesto a los intelectuales. Creo que las universidades son el opio de los pueblos….”

Pero volvamos al tema. ¿Cuándo nos asumimos como viejos? Creo que cuando le contamos al analista algunos momentos de nuestra infancia y debemos reponerle el contexto histórico para que comprenda. El otro día tuve que contarle al mío qué era un Cinegraf, un juguete maravilloso que imitaba un proyector de cine. Las películas eran largas tiras de papel de calcar que reproducían dibujitos animados y que al pasar por la lamparita iluminada generaban la ilusión de estar viendo una película. Pero en aquella época las lamparitas eran calientes e, indefectiblemente, quemaban las cintas. Por suerte, mi marido consiguió la colección completa de cintas en Mercado Libre (perdón por la expresión) y las compró todas. Estaba contento como un chico, porque una cosa es tomar conciencia de ser viejo y otra muy distinta renunciar así como así a la ilusión cinematográfica o a cualquier otra. No es la esperanza sino la inocencia lo último que se pierde o, por lo menos, lo último que debería perderse. 

Me sentí muy frustrada al no poder explicarle a mi analista cómo eran las muñequitas de cartón a las que hace muchos años las viejas de hoy podíamos cambiarles los vestidos por otros también de cartón, pero de otro modelo. Sólo había que recortarlos, doblar las dos pestañas que tenían en la parte superior y así lograr que la muñeca cambiara de vestuario. Nunca las había visto, no sé si por ser demasiado joven o por ser varón, lo cierto es que hubo todo un mundo que no conocía y que, en consecuencia, no podíamos compartir. Los recuerdos son una suerte de enfermedad que trae al presente un pasado apolillado, amarillento y desvaído, son formas de la melancolía que suelen depositarse en el corazón o en las rodillas. Y los juguetes son la locomotora de un larguísimo tren de carga que trae muñecas desportilladas, fragmentos de un tiempo que ya no existe, fotos color sepia, objetos incomprensibles, toda una quincallería ruidosa que, sin embargo, adopta una forma silente en las charlas de trabajo, en el intercambio del desayuno, en las cenas  con amigos, en las redes sociales y, sobre todo, en las reuniones de consorcio.

Asumirse como viejo es comprender que la vida es la repetición y ampliación de la infancia con pequeñas variaciones, algo parecido al bolero de Ravel. En el fondo todos somos aquel niño que fuimos y ya no seremos. Cada vez que el herrero de la otra cuadra viene a mi casa a hacer algún trabajo ofrece comprarle a mi marido un carrito de lechero tirado por un caballo de madera que, según dice, es igual al que él tuvo en su infancia. «Le pago lo que me pida», le dice para encontrar siempre la misma negativa e irse siempre con la misma frustración. He comprobado que su insistencia es más fuerte y dolorosa cuando tiene la rodilla izquierda más hinchada de nostalgia que la derecha. Curiosa fisiología la de la añoranza que los médicos no alcanzan a descifrar.

¿Cuándo se asume uno definitivamente como un viejo? De todos los síntomas posibles el más elocuente es el desarrollo del gusto por asistir a reuniones de consorcio, posar de pequeño propietario y autopostularse como persona de bien. Ahí se está muerto sin remedio, aunque se siga vivo. No es necesario constatar que el consorcista respira con ningún método científico. Basta con mostrarle un viejo carrito de lechero de juguete. Si no reacciona, mejor darlo por perdido.