Verano interminable (Emecé), el último libro de cuentos de Claudio Zeiger, reúne siete relatos que extienden sus raíces y se vinculan entre sí logrando un doble juego: son unidades separadas que, sin embargo, conforman un todo, como si no pudiera con el novelista que lleva dentro o como si hiciera caso omiso de las barreras que, cada vez con menos rigor, establecen los géneros. Lo cierto es que, más allá de las etiquetas, el resultado es excelente. Quizá haya agregado a la lista dos nuevos géneros: la novela bonsái o el cuento gigante, no por su extensión, sino por la cantidad y tratamiento de los personajes.

–“Como sea, el clima era entre desgarrador y sarcástico, con ese humor negro, resignado, revolucionario de los que saben que en el fondo de la gloria anida la derrota y que todo en la vida es un poco inútil.” Me parece que en esta frase del cuento “El futuro de la literatura gay” se concentran el tono y el espíritu del libro, que está atravesado por el desencanto. ¿Acordás con esta lectura?

–La palabra “desencanto”, un humor leve pero que penetra, una cierta ironía son calificativos que encuentro cuando comento el libro con la gente que lo leyó. Esto lo digo más desde el lado de las devoluciones que voy comenzando a tener, que desde la intención previa o teórica un poco pretenciosa que uno puede tener cuando escribe. Creo que es más un efecto que una búsqueda. Estoy un poco de acuerdo. Uno podría pensar que la frase que citás se circunscribe al cuento de Jorge y Enrique, pero hay algo que puede aportar una pista y es el orden de los cuentos. Los escribí en el orden en que los encontrás en el libro y si seguís ese recorrido creo que cada cuento llega con la carga del anterior. Hay un efecto acumulativo. En el cuento que señalás hay mucho desencanto político y social, que quizá en otros está más diseminado. Hay casi un enojo con los supuestos pares que, por lo menos transitoriamente, traicionan una causa de vida.

–Parece que el matrimonio igualitario, por el que se luchó y se ganó, no bastara para modificar demasiado la vida social.

–Sí, esa me parece una observación muy puntual para el texto. No es un texto que esté contra el matrimonio igualitario , pero lo que hace es desnudar, a partir de la propia trama y no por una imposición del autor, que cuando se rasga el velo de la identidad sexual o del derecho civil adquirido, aparece rápidamente la diferencia social que está latente en lo que suelo llamar micropolíticas, lo que a veces es acertado y a veces no, porque si uno observa el movimiento de mujeres, a veces tiene micropolíticas pero, al mismo tiempo, es una política de masas. Cuando está tan involucrado el cuerpo, lo personal, lo identitario se trata de cuestiones micropolíticas. En el devenir de la trama se ve que no es lo mismo un gay rico que adopta un chico rubiecito que otras personas, incluso personas trans, que tienen una realidad completamente distinta. Yo traté de que los textos estuvieran permeados por lo actual.

–Creo que en tu libro de cuentos hay algo de novela, no sólo por el derrame de uno hacia otro, sino también porque los hechos están en pie de igualdad con los personajes.

–Sí, totalmente. Primero por la idea del derrame, que no es el de las inversiones, sino un derrame virtuoso (risas) y porque hay algo que va precipitándose y que se vuelca en lo que viene. Siempre fui consciente de que estaba escribiendo un libro de cuentos y no me puse a ver todos los modelos de la cuentística. Pero para mí la literatura argentina siempre es un punto de partida y pensaba en Fogwill, que tiene esa característica que vos marcás: una novela en un cuento. Él construye un texto novelístico que es más corto que una novela y no tiene problema en hacer una especie de derroche. Yo tomé un poco ese modelo. A ves me dicen: “Me gustó tal cuento, pero daba para más”. ¿Por qué daba para más? Porque hay una novela metida en un cuento. Pero la decisión es que sea un cuento. Yo no le puedo vender a Emecé siete libros en un año, así que lo puse todo en uno (risas). Es una concepción en la que trabajé conscientemente. A mi modo de ver, esto es más evidente en los cuentos más largos, de manera paradigmática en Verano interminable. Ahí hay claramente una novela con muchos personajes que entran y salen, pasa mucho tiempo en pocas páginas. Quizá sea una novela corta.


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–La observación “daba para más” es más económica que literaria. Lo tuyo es una postura estética, una decisión.

–Sí, lo que vos mencionás como postura estética yo la llamaría programática. Uno empieza a escribir a partir de lo que lee y de lo que le molesta de lo que lee. Cuando ves esas novelas hinchadas por razones de mercado, porque las cosas son así este año o porque hay que presentarla al premio tal… A veces esas cosas las hacen buenos escritores. Cuando es un bestseller bien hecho, con cantidad de personajes, de aventuras y de páginas, yo lo acepto. Pérez Reverte me parece un escritor interesante en ese sentido. Pero no se puede estar en todos los mostradores al mismo tiempo, ser vanguardista, experimental, hacer libros para el mercado y para el público de Netflix. La hinchazón pretenciosa me lleva a plantearme para mi literatura un desafío. Por eso, para mí no es una cuestión de derroche barroco o neobarroco –creo ser un poco más lacónico–, pero sí de pensar personajes que quizá luego aparezcan en otra situación y en otro texto, pero que ahora les toca este espacio y este tiempo.

–¿Cuál fue el punto de partida de Verano interminable? Allí también aparecen planteadas cuestiones de clase.

–El punto de partida fue el deseo de contraponer trabajo manual y trabajo intelectual, contar desde una voz muy argentina –no sé si la logré– que habla como un personaje de un cuento de los ‘70 de un Jorge Asís, de un Pacho O’Donnell, aunque me parece que me salió un poco más actual. El muchacho de los veranos, el muchacho albañil se encuentra con otro tipo de taller, el taller literario de Claudia Villanueva. Como es un personaje que concebí a partir de la voz del muchacho de los veranos, tuve una mirada crítica pero no destructiva. No hay una incompatibilidad entre ellos porque de hecho tienen una larga vida juntos, pero por una decisión literaria que no tiene una razón muy definida, hay una prohibición de entrar a la ciudad de la literatura y ella nunca le aclara por qué. Él quiere ser artista a toda costa, ser pintor, leer, ir al taller, pero por alguna razón, que no creo que sea una razón superficial, no puede llegar a esa instancia. Creo que ese texto es el que articula diversas instancias del libro. El desencanto de que hablábamos y que marca un poco el tono general, también tiene que ver con la literatura, no es solamente un desencanto social o de época. Es un desencanto de ciertas formas de la literatura que están en el corazón de ese texto. Los periodistas tenemos la sensación de que participamos de las dos formas de trabajo. Somos trabajadores, en algunos casos con obra social, y también participamos de este mundo de la literatura, el arte y el lenguaje.

–Esa dualidad está sintetizada en la expresión “taller literario”, como si fuera posible cambiarle el aceite a las palabras. Está llena de contradicciones.

–Sí, es una contradicción viva. Detrás de lo que comentás está la idea de la literatura como oficio y frente a la idea de la literatura como oficio del taller literario salto como leche hervida.

–¿Por qué?

–Porque me parece demagógica, un autoengaño. Pero quizá me esté yendo a una posición elitista. ¿Quién me creo que soy porque leí libros? No tengo una posición definida frente a todas estas cosas que se siguen discutiendo: si se puede producir a partir de los talleres literarios, si es una literatura de repetición, si es de creación, si sirve o no. Todos estos debates siguen a pesar de que todo el tiempo se habla de la extinción de la literatura. Creo que lo mejor que se puede hacer es abrirlos y no cerrarlos. La contradicción entre trabajo manual e intelectual es la matriz de un problema que no se resuelve hablando de “trabajadores de la cultura”, pero también hay que aceptar que quienes hacemos periodismo cultural somos trabajadores.  

Crímenes de Recoleta

La nacionalidad es una marca de identidad ineludible y esto cuenta tanto para el escritor como para el lector porque cuando ambos confluyen en un texto y comparten un mismo país de origen, hay sobreentendidos que están por fuera de la escritura. Un ejemplo paradigmático de esto es el cuento “Crímenes de Recoleta”, el penúltimo del libro. “Yo vivo en la Recoleta desde hace unos años –dice Zeiger–, alquilo, soy como infiltrado luego de haber pasado por barrios muy distintos de nuestra querida ciudad; como diría Roberto Arlt, “recalé en la Recoleta”. Tengo de ese barrio una visión irónica y, a la vez, interesada, porque me parece un lugar increíblemente interesante. Creo que uno no tiene que obturar el interés porque sea un barrio rico. Por otra parte, creo que pensar que en Recoleta viven los ricos de Argentina es un disparate. No creo, como decía Viñas, que sea un lugar en que las calles están torcidas para que la gente se pierda. Me parece que no es el lugar en el que se asienta el poder, pero tiene sus derivas. Es un espacio con muchos lugares escondidos, lo que creo que engancha con los balnearios escondidos del libro. Tiene que ver con pequeños parques fragmentados, con las embajadas. Pero también es cierto que tiene un tono crepuscular. Hay algo interesante para volver a polemizar con la literatura. No sólo hay que representar a los sectores bajos, sino también a los altos. No hay que quedarse en el prejuicio de que, si hablo de marginados y trabajadores, ya soy un marginado y un trabajador. Creo que hay que ampliar la paleta. Me interesa también porque es parte de la mitología argentina. En “Crímenes de Recoleta” hay una condensación histórica y también del presente. Quise condensar allí algo de lo histórico argentino a la luz de la famosa posverdad y, para decirlo claramente, también el caso Nisman. No quiero echarme flores, pero todo lo que vi en Netflix sobre Nisman confirma plenamente la veracidad de mi texto”.