Ese sábado caliente de finales del pasado mayo en Barcelona yo caminé como Kung Fu. La ciudad estaba copada por italianos, holandeses y piratas británicos. Hordas fanáticas de la F1. El Gran Premio había transformado a la urbe catalana en un hervidero mecánico salido de un poema de Marinetti. Lejos del ruido de los motores y del glamour de la carrera, yo andaba a pata silente y sin un cobre. Pero tenía una misión: Osvaldo Baigorria, mi amigo escritor, me había encomendado acercarles un ejemplar de su última novela a dos editores sudamericanos radicados hace años en la capital de Catalunya. Digno oficio el de chasqui literario.

La editora argentina Ana María Chagra y el poeta chileno Bruno Montané Krebs son los motores de Ediciones Sin Fin, un pequeño sello dedicado a difundir en el Viejo Mundo a varias estrellas distantes de la literatura sudamericana de las últimas décadas. Una historia con senderos poéticos que se bifurcan y trifurcan entre la amistad, la literatura y las aventuras de la pandilla de escritores conocidos como los Infrarrealistas. ¿Les suenan? Seguro que sí, pero vamos paso a paso. Hay que tener paciencia de detective no tan salvaje para contar esta historia.  

Entonces, vuelvo a Barcelona, a la tardecita con la fresca salvadora que venía del Mediterráneo. Agarré nomás el libro que traía en la mochila desde Buenos Aires, encaré por el Arco del Triunfo hasta el Raval –parada obligada en algún localcito paquistaní para cargar un kebab bien picante- y seguí derechito unas cuantas cuadras hasta la Carrer de Villarroel al 100, donde me esperaban la paisana Chagra y una generosa pastafrola. Llegué famélico. Sin dudas, dios es argentino.

Ana María andaba con mala pata: estaba en reposo por una quebradura que la tenía enclaustrada hacía semanas. Entre porciones de pastafrola, tabaco con hachís y té helado, conversamos largo sobre su sello, los Infrarrealistas y las andanzas y desandanzas de Roberto Bolaño en Barcelona junto a su socio Bruno –el Felipe Müller de Los detectives salvajes y miembro decano del grupo nacido en el DF mexicano-, quien no pudo ser de la partida porque andaba guardado, recuperándose del maldito Covid.

Antes de despedirnos, la editora me regaló una joya de su catálogo: una edición bilingüe de Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger, poema capital de Mario Santiago Papasquiaro, padre fundador de los Infra, poeta radical mexicano, el demente Ulises Lima de la obra cumbre de Bolaño. Y en esa historia me quiero meter ahora de cabeza.

La portada de la edición bilingüe.

Las crónicas cuentan que José Alfredo Zendejas Pineda nació en la navidad de 1953 en el barrio de Mixcoac de la Ciudad de México. Intransigente hasta con los nombres que le dieron sus padres, de pibe el poeta decidió llamarse Mario Santiago. José Alfredo en México había uno sólo, José Alfredo Jiménez. El Papasquiaro lo tomó prestado del pueblo de Durango donde había nacido su admirado José Revueltas. Dicen que a los 18 años había devorado todos los libros del mundo. Santiago leía sin respiro y escribía sin freno. Hasta en la ducha leía, recordaba su amigo Bolaño.

Poeta desmesurado como el DF, la ciudad que caminó de punta a punta y cartografió en sus versos, Mario Santiago fue una patada voladora contra la conservadora cultura oficial mexicana de los años setenta. Por eso fue condenado al ostracismo años después.

Con Bolaño se conocieron en 1975 en el DF, en la puerta del café La Habana. Escribieron Ariel Idez y Osvaldo Baigorria hace unos años en el Radar sobre ese antro: “un reducto de periodistas y escritores en el que podía llegar a verse a Juan Rulfo tomándose el penúltimo tequila con Augusto Monterroso. No sólo era un lugar idóneo para conspiraciones poéticas: veinte años antes Fidel Castro le explicaba en una de esas mesas al Che Guevara cómo liberarían juntos una isla del Caribe haciendo pasar un pocillo de café por el yate Gramma.”

Junto a Bolaño y otros poetas como Cuauhtémoc Méndez, Guadalupe Ochoa y el nombrado Montané fundaron la vanguardia que dinamitó las bases de la poesía estatal azteca. Sin dudas, eran una pandilla de poetas feroces. De los buenos. Inmortales en la versión real visceralista que tejió Bolaño varios años después en Los detectives salvajes.

Bolaño y Mario Santiago, en los tiempos infrarrealistas.

En 1976, Santiago dejó México y emprendió un extraño periplo por España, Francia, Austria e Israel. Al regresar al DF años después, le cerraron las puertas por sus pecados de juventud. A pesar del cerco, siguió filtrando poemas en pequeñas publicaciones y antologías. Sus dos únicos libros: Beso eterno y Aullido de cisne, fueron publicados por su propio sello a mediados de los años noventa. “Mario Santiago era un iluminado, y como tantos iluminados ardió en su propia luz. Era un hombre de una pasión extrema, que se sometió a exploraciones personales fuertes y dejó muchas cosas en el camino. Dejó su propia piel en la búsqueda de la poesía”, escribió Juan Villoro en el prólogo de una edición tardía de su obra.

Peregrino incansable, Mario Santiago se cruzó con la muerte en uno de sus paseos salvajes por los laberintos del DF. Murió la noche del 10 de enero de 1998, atropellado por un auto. “Un coche que se dio a la fuga, mientras Mario se daba a la muerte”, escribió Bolaño. En 2008, Fondo de Cultura editó una antología de sus poemas. El libro se tituló Jeta de santo. Amén.

Mario Santiago en los años noventa en el DF.

Llegué tarde esa noche al hotel en Barcelona. La vuelta fue larga. Cuando crucé el Barrio Gótico, frené para fumar un pucho en una plaza y me pusé a leer los versos de Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger. Publicado el mismo año que el manifiesto Infrarrealista, el poema parece el “Aullido” de Ginsberg cruzado por la Masacre de Tlatelolco y el final de las utopías. Disfruten: “Poesía: aún estamos con vida / & tú prendes con tus fósforos mi cigarro barato / & me mirás como a 1 simple cabello despeinado / temblando de frío en el peine de la noche / Aún estamos con vida”.