Los Jonatan y las Melisa de hoy, las Luna y los Kevin, los Brian y las Denise están de vacaciones de (brrr… qué frío) invierno. A los chicos de los tiempos del snapchat, los compadezco por el peso inexplicable que cargan en sus mochilas escolares, pero les envidio que durante estas dos semanas dispongan de un menú de entretenimientos (oficial y privado, pago y gratuito) tan numeroso como variado y atractivo.

Cuando era chico –y eso que en aquellos tiempos éramos los únicos privilegiados- no existían, como hoy, 400 diversiones tentadoras y posibles. Como mucho, pasábamos un día en lo de cada abuela; otra vez nos llevaban al cine Real, de la calle Esmeralda a ver dibujos animados y paremos de contar.

Cuando pedíamos más cine nos respondían –tan metafóricos nuestros padres-: «Sí… al cine de la sábana blanca vas a ir». Y como si esas limitaciones no fueran suficientes, por las bajas temperaturas (el invierno ya no es lo que era) nos salían sabañones (googleen, pequeños, para poder enterarse qué eran esas ampollonas que tanto picor, ardor y dolor provocaban en las manos y en los pies).

Serán situaciones de innegable esfuerzo de convivencia de padres, tutores, encargados, vecinos y allegados, pero también de actores y de músicos, de acomodadores y de vendedores de golosinas y de merchandising. Son los días en que los trabajos (también pasa eso en la redacción de Tiempo) se llenan de chicuelos y chicuelas que llegan de la mano de padres y madres porque no tienen con quién dejarlos. Los pendex vivirán esas jornadas disimulando la abstinencia de rutinas. Y sus padres atravesarán como puedan la experiencia de pasar, ya no un ratito, sino todo el santo día con ellos, viendo las mil y una maneras de zafar del muy temido: «Má… Pá… Abu…Tía… ¡Me aburro!»

Serán 15 días muy especiales, pero no para todos. ¿A qué clase de menores incluye el festejo? ¿Niños que todavía pueden responder a la clásica pregunta de qué les gustaría ser cuando sean grandes o niños que ignoran que eso que les está pasando ahora mismo es ser grandes? ¿Argentinitas y argentinitos con padres sin empleo fijo y sin changas, piberío que únicamente aprendió a pedir o a desarrollarse en ese trabajo infantil todavía no prohibido y sin vacaciones que es buscar en la basura ajena?

Me detengo en informaciones y estadísticas que, cada tanto reaparecen con el único y evidente propósito de provocar el rasgado de algunas vestiduras, aunque ninguna rotura definitiva o irreparable. Vuelvo a un par que tuvieron repercusión reciente (fuentes: UNICEF y Universidad Católica cruzado con Encuesta Permanente de Hogares), que aseguraban que en nuestro país un porcentaje importante de chicas y chicos de hasta 17 años son pobres y otra cantidad entran en la categoría de extremadamente pobres. Los sociólogos se las arreglan bastante bien para explicar algunos números espantosos desde la morigeración y la dulcificación del lenguaje. Construir eufemismos es, sin dudas, mucho más sencillo que destruir la pobreza. Fíjense en este hallazgo y, en especial, como está dicho: «La medición detecta 28 indicadores de privación».

Dicho en términos periodísticos (o sea más simples) pero también, derechos y humanos: intentemos entender -además de la tristísima pobreza alimentaria– lo que es la vida de una niña o de un niño que recibe 28 NO por día (NO hay, NO se puede, NO tenemos y otros repertorios de NO), que en cualquier circunstancia de su vida cotidiana, advierte 28 diferencias que lo separan de otros chicos de su edad o que observa 28 cosas que considera importantes o valiosas y que le faltan y que, probablemente, casi nunca podrá tener. A buen entendedor, este número 28 significa que acusará más despojos de las horas que tiene cualquier día. Y eso –quitas van, pérdidas vienen- justificará la siguiente parte del  análisis sociológico: «…una situación que originará carencias materiales y emocionales que impedirá el desarrollo integral».

En estos días de ocio y recreo y a pocas semanas de que en agosto, en su día, se vuelva a festejar a los niños, me gustaría terminar con alguna de esas tonterías conformistas, esperanzadoras o tranquilizantes como que la niñez es el mejor momento de la vida, que lo bueno viene en envase chico, que la niñez es un estado de ánimo o que siempre se puede ser un niño en un rincón del corazón. Pero no da. La realidad nos vuelve a los mayores bebés de pecho, desesperados por volver a la infancia. Así es lo que nos rodea, incluso antes de saber de ese sabañón maldito que es el bono a cien años: ojalá que los «índices de privación» no superen a los «standards de negación».

Mientras tanto, pibes y pibas, chiquitas y chiquitos, regalonas y muchachitos, bebotas y gurises, chiquis y pebetas, bajitas cuerdas, locos bajitos, niños, déjense de joder con la pelota y pásenla, así todos y todas jugamos un rato.
Por qué no, si por unos días más, estamos de vacaciones. <