Hay quien, desde hace tiempo, pasaron de la sorpresa al disgusto al corroborar que del arcón de Roberto Bolaño, como del de Fernando Pessoa, siguen saliendo inéditos. A mí más bien me entristece que, fatalmente, esos regalos acabarán por terminarse aunque parezca infinita la capacidad del escritor de seguir sorprendiéndonos desde ultratumba, como hubiera querido Chateaubriand, un autor que no estaba de moda en la década de los setenta pero que Bolaño leyó pues, en sus años mexicanos, la Memorias de Ultratumba, del vizconde, dormían el sueño de los justos en las librerías Zaplana y Hamburgo, sin duda frecuentadas por él, ya que no había, en ese entonces en la Ciudad de México, muchas otras.

Pasó el momento, también, de la incredulidad suspicaz ante Bolaño. Ya no se oyen las voces estridentes de quienes se sintieron desplazados por la irrupción de escritor genial en el último minuto (autores de su generación en ambas orillas del Atlántico) o de los profesores perezosos ante la edicencia de que el canon tendría que ser modificado por culpa del chileno. Tampoco cosechan demasiado crédito quienes –pues no sólo en política sino en literatura abundan las teorías de la conspiración- adjudican la posteridad de Bolaño a una siniestra operación del mercado editorial. Me he opuesto, pues está en mis deberes como crítico literario, a los excesos de los editores, a su necesidad de dar gato por liebre, pero en el caso de Bolaño, aducir su fortuna de mercado es, o no haberlo leído, o ignorar que la novela nació liada al comercio desde los tiempos de Walter Scott, Balzac o Eugene Sue, o, finalmente, creer que la literatura en lengua española sigue necesitando del empujón de los editores para demostrar una grandeza cinco veces centenaria, con sus altibajos cíclicos, desde Cervantes , o un poco más que centenaria, si pensamos sólo en Rubén Darío. (…)

El espíritu de la ciencia ficción, desde luego, es un libro muy familiar al lector avezado de Bolaño. No voy a contar la trama –pecado de prologuistas y escritores de solapas que procuro evitar- pero sí a señalar algunos aromas despedidos por la novela. A Bolaño –no podía ser otra cosa tratándose de un escritor tan sólidamente profesional- le obsesionaba la condición de escritor, sus patologías habituales (Cyril Connolly dixit) y, de manera señalada, su propia naturaleza de escritor en formación (no necesariamente joven). Por ello, como Borges y Bioy Casares chismeaban a sus anchas temas a la vez menudos y graves como los concursos literarios, aun los remotamente provinciales, a Bolaño le llamaban la atención esas aparentes menudencias, pues creía, con Paul Valéry, en los pesos y medidas que rigen el boceto de la literatura, su producción (la palabra es horrible pero no hay otra).