“Dos presencias de Dios, dos realidades de tan segura eficacia reverencial que la sola enunciación de sus nombres basta para ensanchar cualquier verso y nos levanta el corazón con júbilo entrañable y arisco”. La cita es de Borges, del ensayo La pampa y el suburbio son dioses. Hay, en la frase y en el título, cierto parentesco con el libro de Pablo López Fiorito: dos espacios se unen, y en ese camino, una pasión deliberada por lo propio y lo cercano, lo de más acá, va abriendo paso a la escritura.

Por poeta, pero principalmente por militante, Pablo López Fiorito escribe desde las bases, a partir del territorio. Y lleva adelante “un programa de las tareas espirituales”, que no sólo busca ser una trinchera frente al automatismo de las rutinas (vitales, laborales, políticas), sino también, y quizá por eso mismo, se convierte en el espacio desde donde reescribir el sentido común o, más bien, un sentido diferente de lo común, de lo que atañe a todos, ¿y qué puede ser más colectivo que el lugar que habitamos? “No lo piense/ni una/ni mil veces/vengase al tercer mundo/Deje atrás/a la desvencijada/ sociedad occidental/esa que no tiene/nada por cambiar/y mucho por perder/Ni se le ocurra dudarlo/aquí, en el subdesarrollo, /está el mañana”, arenga, en uno de sus poemas, a un otro al que trata de “usted” e invierte algunos términos: todos esos motivos que podrían hacer de Latinoamérica un lugar hostil para vivir son, justamente, los que permiten reconstruir el futuro.

 A la promesa tercermundista, cuya expresión paradigmática es la revolución (el poemario la interpela todo el tiempo, siempre de forma alusiva), van añadiéndose la desmoralización de los imperios y las contradicciones de la militancia. Y en ese sentido, como dice en su prólogo Horacio González siguiendo a Ludmer, Pablo López Fiorito se vale de dos tonos que vienen de la gauchesca y han encontrado sustento, también, en otras tradiciones poéticas nacionales como el tango y la milonga: el desafío y el lamento.

Pareciera como si el poeta estuviera jugando siempre con la conjunción entre dos: tonos, espacios. Hay sin embargo un vértice oculto en el título del libro, pero presente, aunque muchas veces implícito, en sus poemas: el interés amoroso, que acaso por superstición o tal vez por imposibilidad del lenguaje, sea mejor no terminar de nombrar, de la misma manera que la revolución. A fin de cuentas, como se preguntó alguna vez César Vallejo, ¿qué se llama cuanto heriza nos?