Un escritor –dicen—nunca muere del todo. Visto el fenómeno de cerca, puedo arriesgar que no es cierto: nos morimos sin atenuantes. Eso compacto y único que nos ha constituido un día se pierde para siempre y construye para otros una ausencia. Eso es, precisamente, lo que siento desde el momento en que me enteré de la muerte de Ricardo Piglia: su ausencia. Algo similar a lo que me pasó 22 años atrás, con la muerte absurda de Miguel Briante. Y no es casual que los asocie. Los conocí casi al mismo tiempo, cuando éramos adolescentes y empezábamos a escribir nuestros cuentos y a darle forma a nuestra visión del mundo. No fue un vínculo fácil ni apacible. Con Ricardo discutimos sin piedad, como correspondía a una generación apasionada y de convicciones fuertes como fue la nuestra. Y perdón por la confianza.

Desde que nos conocimos en La Plata, en una revista oral de El escarabajo de oro, cuando él era un inteligentísimo estudiante de Historia y un fervoroso amante de la literatura, ese es el modo en que lo llamé. Y más allá de su obra contundente, que puedo releer y aun discutir todas las veces que se me ocurra, ese es el tipo que se me murió. En los últimos años, cada vez que nos encontrábamos nos dábamos un abrazo que yo sentía cargado de afecto, como de quien reconoce en el otro una historia en común. Me mandó un mail conmovedor hace poco, cuando recibió un libro mío. Y menos de un mes atrás me envió sus bellísimas crónicas sobre escritores norteamericanos. En la dedicatoria que me pone, y que alguien escribió a mano por él, usa una palabra hermosa, actualmente casi en desuso: fraternal. Leí el libro durante un viaje. Acabo de volver y hoy mismo pensaba escribirle. Quería que supiera el placer enorme que me dio releer esas pequeñas joyas que él escribió en 1967, para las Crónicas de Norteamérica. No me dio tiempo. O sí. Lo estoy escribiendo ahora. Me estoy valiendo de aquello que tanto amó –las palabras— y que nos hermana, para atenuar un poco la tristeza de su muerte. «