«Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo». La frase pertenece a Osvaldo Soriano. Según cuenta Juan Sasturain, «al gordo Osvaldo Soriano le encantaban los gatos. Decía que había sido un gato negro similar a la gata de su admirado Raymond Chandler el que le había dado el desenlace de Triste, solitario y final. Cuando apareció A sus plantas rendido un león, el gordo dijo que había tenido mucho que ver en la escritura de esa novela un gato llamado Peteco. Osvaldo tenía un gato, el famoso Negro Vení, que lo acompañó en el exilio, de ida y de vuelta, estuvo todo el tiempo con él».

Por su parte, Osvaldo Bayer cuenta que un movimiento brusco de él hizo asustar al Negro Vení que inmediatamente se arrojó por el balcón. Con pesar le comunicó a Soriano que su gato se había suicidado. «Los gatos no se suicidan. ¿Qué le hiciste?», contestó y bajó a recoger el cuerpo de su felino preferido.  Pero el Negro Vení, como todos los gatos, tenía varias vidas y una vez entablillada la pata rota, siguió al lado del escritor dictándole secretamente los libros, que sin reparos de conciencia, Soriano firmaba con su propio nombre. ¿Cómo explicarles a los editores que el verdadero escritor era aquel gato negro, si el sentido común indica que los gatos no se dedican a la literatura? La relación entre Soriano y Bayer se resintió porque el salto del Negro Vení puso al autor de La Patagonia rebelde bajo un manto de sospecha. Lo cierto es que detrás de cada libro de Soriano hay un ghost writer gatuno. Por algo dice Sasturain que el gato es el mejor amigo del escritor. 

Charles Bukowski, en quien es difícil imaginar un ingenuo dejo de ternura, ese recio de la literatura, se rindió, sin embargo, al encanto de los gatos. Los poemas referidos a ellos están reunidos en un libro que se llama sencillamente así, Gatos. Consideró que estos felinos alargan la vida y que cuantos más se tengan se alcanzará una longevidad mayor. En uno de esos poemas, «Mi gato, el escritor», reafirma la capacidad literaria de los felinos: «Mientras escribo sentado frente a / la máquina de escribir / Ting descansa / sobre el respaldo de la / silla (…) Ting sigue sentado mirando la / máquina de escribir. / ¿querrá ser / escritor? / ¿o lo fue en el / pasado? / no me gustan los / poemas almibarados / sobre gatos / pero acabo de escribir / uno.» A su pesar no sólo le atribuyó cualidades escritor, sino también de crítico literario. Dice en un poema que se llama «Un lector»: «Mi gato se cagó en los archivos. / Se metió dentro de la caja naranja de / Golden State Sunkist / y se cagó en mis poemas / en los originales / que guardo para los archivos universitarios. / Ese crítico negro, rechoncho y de una sola oreja / me había dado su veredicto.»

¿Qué otra razón, además de su capacidad literaria y crítica es capaz de impulsar la veneración de estos animales que los egipcios consideraban dioses? La pregunta no es retórica, por lo que se impone una respuesta que es también una pregunta: ¿por qué tantas personas buscan la compañía de una mascota? Los animales, ya se trate de un perro, un hámster o un pájaro, son un retazo de naturaleza que nos recuerda nuestra propia animalidad y no nos permiten olvidar que, a pesar del bosque de cemento en que vivimos, pertenecemos a ella. Los gatos tienen un plus: evocan la selva y la ferocidad señorial del tigre. Son tigres diminutos, tigres bonsái capaces de vivir en un dos ambientes. El propio Borges alojó dos en su departamento. Uno se llamaba Odín en honor a un dios de la mitología nórdica y el otro, Beppo, en honor al gato de Lord Byron, quien también amaba la especie. En realidad, Borges alteró su nombre original para darle alcurnia literaria, porque el minino se llamaba Pepo, sobrenombre de un jugador de fútbol de River Plate. Borges le dedicó un poema que comienza así: «El gato blanco y célibe se mira / en la lúcida luna del espejo /y no puede saber que esa blancura / y esos ojos de oro que no ha visto / nunca en la casa son su propia imagen. / ¿Quién le dirá que el otro que lo observa / es apenas un sueño en el espejo?»

La idea del gato como tigre liliputiense está en el título del libro El tigre en la casa. Una historia cultural del gato (Sigilo) de Carl Van Vechten.Aparecido en 1920, recién fue traducido al castellano. 

Julio Cortázar amaba los felinos. Al gato callejero que había elegido como refugio su casa en Saignon, en el sur de Francia, lo había bautizado con el nombre del filósofo alemán Teodoro W. Adorno. Pero su preferida era Flanelle con la que aparece en diversas fotos. «Flanelle (…) –escribe– brinca cada tanto a mi mesa para explorar lápices, pipa y manuscritos. Todo aquí es tan libre, tan posible, tan gato». Es probable que el desprecio de Flanelle por sus manuscritos obedeciera al hecho de que no supiera que Cortázar era un gran escritor o a que los textos se los dictara ella. 

No todos los felinos domésticos, sin embargo, llegan al punto de dictarles las obras a los escritores. La mayoría acompaña el proceso de escritura en ese silencio poblado de voces que se necesita para escribir. Quizá sea precisamente ese silencio que emana de los gatos lo que los convierta en buenos compañeros literarios. En un momento de excesos comunicacionales como el que vivimos, sobresaltados por campanitas que nos dan a toda hora mensajes inútiles, nada más preciado que un poco de silencio gatuno para permitirnos estar a solas con nosotros mismos. 

También la música, hoy profanada por parlantes estentóreos que la transforman en ruido, necesita del silencio de los gatos. María Walsh lo sabía bien y lo contó en la historia del gato de cascabel que «muy finamente pidió / permiso al señor Ravel / y en el salón se quedó, se quedó / a vivir con él. Sentado sobre el marfil / el gato de cascabel / le daba vuelta al papel / que estaba sobre el atril, el atril del señor Ravel.» Es probable que María Elena sólo conociera al gato músico, pero el señor Ravel vivía con diez gatos y, aunque tenía preferencia por los siameses, recogió a varios de la calle y, según dicen, «les hablaba en gato», una lengua desconocida por lingüistas, pero que seguramente estaría compuesta por palabras cortas y largos silencios. La segunda parte de El niño y los sortilegios culmina con un dúo de gatos que cantan «miauuu, brrruuuu, miauooouu, miaaauuuuu, miamiauuuuuu…». 

El libreto de esa pequeña obra era de Colette, otra amante de los gatos. En una antología publicada recientemente por Alfaguara, Cuentos con gatos (publicó también otro que se llama Cuentos con perros), hay un relato de la escritora. Se llama «Las dos gatas» y narra el drama de una madre gatuna cuyos hijos murieron ahogados. Como Ravel, Colette vivió rodeada de estos seres de cuatro patas y ojos desmesurados con los que se entendía a la perfección no se sabe si porque ellos hablaban en francés o porque, como Ravel, sabía hablar en el idioma de los gatos. La antología reúne muchos otros cuentos gatunos de escritores tan singulares como Ítalo Calvino, la entrañable Hebe Uhart y Germán Rozenmacher. También aparecen muchos otros nombres de amantes de gatos entre los que se cuentan Ernest Hemingway, Patricia Highsmith, Rudyard Kipling, Doris Lessing, Mark Twain y Émile Zola.

Volviendo a María Elena, no sólo conoció al gato del señor Ravel, sino también al gato Confite, al que «le duele la muela y no va a la escuela», al gato de la calle que pesca y a los «tres morrongos elegantes de bastón galera y guantes» que van en tranvía a Tucumán «porque les han pasado el dato que hay concurso para gato», pero el «concurso era para gato y chacarera». La razón de que una de nuestras danzas folklóricas sea el gato es un misterio a develar. 

Es que los gatos tienen que ver también con el misterio. Dicen que Edgar Allan Poe dijo alguna vez: «Quisiera escribir algo tan misterioso como un gato». ¿De dónde proviene su misterio? Probablemente de que están desde el principio del mundo. «Los gatos –dice Poe en un artículo publicado en 1844– se inventaron en el Jardín del Edén. De acuerdo con los rabinos, Eva tenía como mascota una gata llamada Pusey, circunstancia que entre las naciones orientales dio origen al nacimiento de una secta de adoradores de gatas denominados «puseítas», secta que, según se dice, aún existe en alguna parte. Su amor por los gatos, con los que convivía –tenía por lo menos dos negros y una amarronada– no le impidió escribir el espeluznante cuento «El gato negro».

Por su parte, Charles Baudelaire transformó su amor por la especie en poemas celebratorios. El japonés Natsumi Soseki escribió una novela plena de humor, considerada una obra maestra, que se llama Soy un gato. En ella, un felino con gran sentido crítico se burla de la burguesía de Tokio. Olga Orozco es la autora de uno de los más conmovedores poemarios gatunos, Cantos a Berenice, dedicado a la gata con la que convivió 15 años. Uno de sus poemas dice «Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata  /que se arranca / y después ya no estabas. / Te desertó la tarde; / te arrojó / como escoria a la otra orilla, / debajo de una mesa innominada, muda, / extrañamente / impenetrable, / allí, junto a los desamparados desperdicios, / los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente, / que oscila, que se cae, / que se convierte en nube.» A la lista habría que agregar a Charlotte y Emily Bronte, Truman Capote, Carson Mc Cullers, W. Burroughs, Ezra Pound, Ray Bradbury, Philip K. Dick, Hermann Hesse, Aldous Huxley, Murakami. También a los autores infantiles como Alicia Potter, que escribió Hogar de la Srta. Almendra para gatos tímidos y miedosos (La brujita de papel)… Los felinos despiertan grandes pasiones literarias. O quizá sólo se trate de escritores que conocen el secreto de que los gatos son grandes narradores y los utilicen a su favor. Los periodistas tampoco estamos exentos de la tentación de dejar que esos cuadrúpedos nos dicten los artículos dominicales. El lector descubrirá muy pronto que en esta nota hay gato encerrado. «