Horacio. Esperame. No voy a demorar. Así lo siento hoy, ahora, mientras escribo estas líneas tristes, esta despedida”, decía el 22 de junio de este mismo año José Pablo Feinmann, en una nota de Página/12 tras conocerse la noticia de la muerte de quien fuera su amigo durante medio siglo, Horacio González.

Lamentablemente, Feinmann no se equivocó. Murió el viernes pasado, a los 78 años, luego de haber dejado una obra vasta y heterogénea en cuanto a los géneros. 

Su desaparición profundiza el sentimiento de orfandad que produjeron las muertes de González y de Juan Forn. Hoy los argentinos estamos más solos y privados de la lucidez de intelectuales que se dedicaron a producir herramientas para pensarnos a nosotros mismos y a reconocernos en el espejo de su escritura. Lo confirman las palabras que Mempo Giardinelli le dijo a Tiempo Argentino: “Lamenté muchísimo la partida de José Pablo. Como Horacio y Juan hace poco, y dado el estado desastroso del país, se hace muy difícil el optimismo. José fue por casi medio siglo una guía de generaciones, una luz doctrinaria. Por lo menos desde Filosofía y Nación y sus magníficas novelas Últimos días de la víctima, Ni el tiro del final y La astucia de la razón, José Pablo era esa guía imprescindible. La Argentina viene siendo más y más pobre en estos meses y más desde hoy”.

Si algo caracterizó a Feinmann fue su voracidad de conocimiento y su actitud de provocación en el mejor sentido de las palabra, es decir, el de pensar a contrapelo para producir preguntas nuevas e inquietantes que sacudan el polvo de lo instituido. Alguna vez le preguntaron en un programa televisivo cuál era la función de un intelectual dentro de la sociedad y él contestó sin dudarlo: “joder”. Y lo cierto es que a ciertos sectores los jodía, por ejemplo, a la prensa corporativa que pretendió descalificarlo tantas veces llamándolo “filósofo K” y cuya función él describió con precisión de cirujano. En el acápite de su libro Filosofía del poder mediático, publicado en 2013, transcribió una frase de Mariano Moreno que dice: “Los pueblos nunca saben, ni ven, sino lo que se les enseña y muestra, ni oyen más de lo que se les dice”. En la introducción cuyo título es “Hermenéutica del acápite”, Feinmann dice: “Opinión, de Moreno, sin duda discutible, pero eficaz y –a lo largo de los años– visionaria. Nadie podrá decir que ese hombre fogoso solemnemente bautizado como padre del periodismo argentino no sabía lo que decía  o no lo pensaba antes de decirlo. Este libro no está dedicado a fundamentar el pensamiento de Moreno, sino al análisis totalizador del poder mediático como poder constituyente o colonizador de las conciencias de los receptores de la colonización capitalista. Su consigna –en tanto punto de partida– es: “Hizo más Bill Gates que Descartes por la centralización del sujeto”. En este libro provocativo hace gala no solo de su saber, sino también de maravilloso sentido del humor y una ironía que tanto molestó a cierta prensa y crispó a ciertos académicos que no le permitieron pasar por el tamiz a través del cual determinan, sin que les tiemble el pulso, la legitimidad o ilegitimidad de un intelectual, de  un escritor.