César González acaba de publicar una novela autobiográfica, El niño resentido (Reservoir Books). El último de sus libros cuenta el período que va de su infancia en la villa Carlos Gardel, donde nació en 1989, a su adolescencia, en el que guiado por el deseo de hacerse un lugar y alcanzar el respeto entre sus pares, comienza a delinquir, hasta que a los 16 años es detenido y llevado a un instituto de menores y, al cumplir la mayoría de edad, a la cárcel.  

Alejado por igual tanto de una visión edulcorada de la pobreza y el mundo villero, como de la sanción moral que la sociedad reserva para quienes, por provenir de las clases populares, no obtienen la tolerancia y hasta el respeto que se les prodigan a los ladrones de guante blanco, César abre un mundo que, como dice Lucrecia Martel, no se ve a través de los vidrios polarizados.

Poeta, narrador, ensayista y director de cine, sigue viviendo donde nació y reivindica su condición de villero. Afirma que la villa es el lugar a través del cual puede pensar el mundo.

libro

-¿Cómo surgió el proyecto de escribir una novela autobiográfica?

-La iniciativa no fue mía. En realidad, fue una propuesta, una invitación de Ana Pérez, editora de Penguin Random House. A mí no se me cruzaba por la cabeza escribir una autobiografía a esta altura de mi vida. Como me servía en términos laborales en plena pandemia, en que las tareas de un trabajador del cine y de otras labores que yo realizo fueron afectadas, después de mucha insistencia muy amorosa de Ana, una vez que decidí que la iba a hacer, me puse a escribir. Más allá de lo llamativo que pueda tener mi vida, me preocupó que fuera literatura y trabajarla todo lo posible para que, más allá de todo el dolor y de lo que me pasó, estuviera escrita de una forma digna.

  • -Claro. Una vida singular no garantiza necesariamente un buen libro o una buena novela.

-Sí, ése es un debate muy antiguo en la crítica literaria, filosófica, cinematográfica. El mundo real, el de la experiencia, y el mundo simbólico son dos mundos diferentes. El dilema es grande, porque hay vidas que a priori son insignificantes y pueden ser transformadas en grandes obras artísticas.   

-¿Por qué decís que a esta altura de tu vida no pensabas escribir un libro autobiográfico? ¿Te parece que sos demasiado joven o demasiado grande?

-Demasiado joven y, además, los hechos que cuento en el libro están muy cercanos. Muchos pasaron hace 15 años, que pueden parecer muchos pero no es tanto. Hace 13 años que salí de la cárcel y a mí lo autobiográfico, lo que tiene que ver con la memoria, me parece algo más veterano que hay que contemplar con mucha más vida en términos cuantitativos. Fue interesante la propuesta porque me zambullí un montón de horas y volví sobre libros que ya había leído y que estaban completamente atravesados por la experiencia personal de su autor o de su autora.

-En tu novela, se nota el trabajo literario que hiciste a partir de los materiales de tu vida. Por citar un ejemplo, en el primer capítulo a los cinco años sos rescatado de una cloaca en la que caíste. Una vecina te toma de los pelos y te saca cuando parecías destinado a morir. En el último, el camino es inverso: te apresan y caés en la tumba que es la cárcel.  

-Sí, eso fue totalmente a propósito. Celebro y agradezco que puedas haberlo visto. Uno de los títulos tentativos del libro fue justamente El niño cloaca. Incluso en algún momento, en el final, en la cárcel, pensé en decir “otra vez en una cloaca”, pero creo que las imágenes eran muy concretas. Hay una semejanza entre el comienzo y el final, pero coincido en esa diferencia que señalás. Esa vez no había nadie que me rescatara, nadie que me sacar a flote. El final es un nuevo comienzo.

-Si bien narrás hechos autobiográficos, podrías haber elegido la tercera persona. ¿Elegir la primera fue un hecho consciente o algo que se te impuso naturalmente?

-Fue una elección consciente, porque tenía ahí a los autores que me acompañaron en la previa y durante la escritura. Los grandes autores de la experiencia son para mí Jack London, Jack Kerouac, Jean Genet, incluso Melville con Moby Dick o el Ulises de Joyce. Son todos escritores de libros en primera persona. Fue todo un trabajo decirlo porque uno sabe las esferas en que circulan estas cosas, sabe cómo son los métodos de interpretación de la crítica o, por lo menos, los patrones principales. No es un mundo donde reine la originalidad, los patrones se repiten y esta es una época en que hay una especie de boom literario de la primera persona, de la narración de la experiencia propia y hay talleres de ese tipo de literatura. Pero la verdad es que me puse a escribir este libro en una cueva atemporal donde me nutrían obras que ya tienen sus años. Yo iba al alma de esas obras.

-¿Te referís al boom de las literaturas del yo?

-Sí. Pero en mi libro, más allá de que me expongo y me abro, estoy entregando a la sociedad en su conjunto un microscopio para que vea mi pasado, lo más angustiante y lo más feo. Me alegra que pueda servir para generar este debate entre vida y obra, sobre la literatura del yo y a qué clase suelen pertenecer esos “yo”. Se suele creer que la clase social no tiene nada que ver o que no es un dato relevante y que hay que ir estrictamente a lo literario. El análisis de la clase a la que pertenecen los autores debe ser parte del análisis del contenido de sus libros. Pero hay mecanismos y configuraciones que permanentemente están fortaleciendo que no importe, que ése no es un análisis literario, sino sociológico. Ahí hay para mí algo que no se está pensando como debiera. Con suerte, la mayoría de esos “yo” son pequeñoburgueses. Creo que nuestra literatura, como la mayoría de las artes, tiene un vacío muy importante: el de autores que provengan de las clases populares. El tipo de experiencia que vivió mi cuerpo es igual al que vivieron miles o millones de pibes por lo menos en Latinoamérica. Pero esa experiencia ha llegado siempre a través de tutores, de representantes, de megáfonos ajenos a las clases populares. Yo quiero que haya de sobra libros escritos por villeros y villeras. Quiero que llenemos una batea en las librerías, que seamos un género: literatura villera.

-Entiendo lo que decís, pero creo que los rótulos son un arma de doble filo. Cuando se habla de una autora trans o de un autor villero me parece que quizá se pone el énfasis en el lugar equivocado, que se hace un paseo turístico por la pobreza o por el género, lo que me parece un tanto prejuicioso, es como seguir mirando desde la vereda de enfrente. Nunca se aclara, por ejemplo, que tal o cual autor o autora es heterosexual o de clase media. No sé cómo lo ves vos.

-Existen muchas divisiones en la sociedad. Está lo uno y lo otro, el centro y la periferia, lo normal y lo anormal, lo dócil y lo raro… Uno no sabe dónde está parado en su vida y encima hay que ver cómo enfrentamos colectivos de personas que no sólo son distintos, sino ajenos, porque no transitamos caminos similares. Hay una especie de culpa social que se mezcla con lo que se llama “corrección política” y, a la vez, hay voces que necesitan ser escuchadas, hay rostros que no conocemos. Esas voces que necesitan ser escuchadas no es que no hablen, hablan y gritan todo el tiempo, pero existe un sistema de multiplicación de sorderas, cegueras e insensibilidad. Ese problema no se va a resolver, va a ser eterno. Nosotros, y ahora hablo como villero, nos tenemos que conformar siempre con que nos den la voz. En eso se legitima una jerarquía: hay alguien que te da la voz. Para la corrección política el hecho de que alguien sea pobre o que pertenezca a determinado colectivo de género es un bien por sí mismo.

-Me refería un poco a eso.

-Creo que hay que tener cuidado, no hay que comerse cierta trampa, porque es cierto que no es un bien en sí mismo, pero también hay que reconocer el lugar de desigualdad en que están en la sociedad. Creo que con lo que se llama “corrección política” vamos a mejorar. Me doy cuenta de esto cuando escucho que a los y las fascistas les molesta tanto, están obsesionados en insultar a eso que no se sabe bien qué es porque no hay una definición objetiva de lo que es la corrección política. Está mal reconocer, identificar y sacar del vacío existencial y darle un lugar a un montón de gente que durante años no lo tuvo porque eso es ser políticamente correcto. ¿Entonces es mejor ser fascista?

-Por supuesto que no.

-Pero hay algo de eso en la sociedad. Hoy lo punk y lo contracultural es ser fascista. Lo contracultural es ser retrógrado a nivel cavernícola. Hay una caja en la que se mezcla todo. La diferencia no puede ser un bien por sí misma y no se puede considerar a la gente como víctima pero, a la vez, esa gente fue víctima. No sé si se entiende lo que digo.

-Se entiende  y me parece muy iluminador.

-Para que se entienda más claro: escribí lo mejor que pude escribir.

César González
Foto: Lulu Wagner

-Eso está fuera de toda discusión. Yo aludo a un fenómeno que a veces sucede también con el tema de los desaparecidos. En el campo de lo literario, en su momento hubo cientos de libros de desaparecidos. Muchas de ellas le confiaban al material que trabajaban toda la fuerza y se olvidaban de la escritura. Quien niegue los 30.000 desaparecidos es fascista. Pero hay muchas novelas de desaparecidos que son muy malas, pero queda muy mal decirlo. No sé si me expliqué bien.

-Sí, y me parece interesante lo que decís y por eso mi respuesta.

-En una entrevista dijiste que siempre hay una sobreinterpretación respecto de la villa. ¿A qué te referías?

-Lo digo aludiendo a las ciencias sociales y a las representaciones audiovisuales que se suelen hacer de la villa, que es sobre lo que puedo hablar más, sobre lo que más investigué. Basta con mirar cualquier noticiero en que aparece una villa para ver cómo aparece. Digo noticiero porque estamos hablando de aspectos muy masivos. Lo mismo sucede en las redes sociales. La villa nunca está en el mismo lugar que la clase media. Lo que sucede sobre la villa no sucede sobre la clase media. A veces se aclara que en la villa hay gente buena y que trabaja, esa aclaración no se hace sobre la clase media. Se dice “es de la villa, pero también es escritor”. No es un dato. Es un estigma y, a la vez, es nuestra bendición, porque doy gracias de haber nacido donde nací, porque es mi escuela de vida fundamental para entender no sólo mi villa, sino el mundo. Como escribí en un poema en la cárcel, veo a la villa como un resumen, una sinopsis del mundo.

-Te confieso que tenía muchas ganas de entrevistarte y, a la vez, cierto temor. Le temía, precisamente, a esa aclaración, a la mención insoslayable de tu condición social y a tu carácter de escritor y director de cine.

-La aclaración es un problema. Pero, a la vez, por lo menos mientras viva acá,  soy villero. Soy ontológicamente villero y también en términos biológicos y estéticos. Me molesta la aclaración cuando está cargada de algo más en forma implícita. La discriminación, el sentirse superior sobre los pobres, el maltrato sucede más en forma implícita que explícita. Nunca nadie me dijo en la cara “vos sos inferior por ser de la villa”, pero me lo hicieron sentir en muchísimas ocasiones. El orden establecido es ése.  

Un taller de magia en la cárcel

“A Pato lo conozco en la cárcel en 2006 –dice César González refiriéndose a Patricio Montesano, una de las personas a las que está dedicado el libro y a quien menciona como “amigo del alma”.  

«Yo estaba ya hacía un año y medio detenido en el Instituto Belgrano, donde él dictaba un taller de magia. Es un mago de excelente nivel que ganó torneos internacionales y que, a la vez, estudiaba sociología  y filosofía. En un primer momento no hubo mucha afinidad. Estaba muy preocupado por mi encierro como para aprender unos truquitos. Pero era una persona tan suave y tan de tratarnos de igual a igual en un mundo en donde todo es tratarse de forma desigual: los guardiacárceles con los presos, los presos con los mismos presos, los psicólogos con los presos… Los pibes son siempre el objeto analizado por un montón de sujetos y disciplinas. Patricio tenía otra actitud».

«Él es blanco, de ojos claros y pelo rubio. La magia que enseñaba no me llamó la atención, pero sí su forma de ser. De a poco nos fuimos acercando. Me contó lo que estudiaba, su forma de ver el mundo, por qué daba clases en la cárcel de forma voluntaria y ad honorem. El vínculo fue creciendo. Los pibes se enganchaban y hubo muy buenos alumnos a los que él había formado en el arte de la prestidigitación. Conmigo la comunicación se daba cuando terminaba la clase. Yo siempre fui de leer y él comenzó a traerme libros fundamentales que me cambiaron la vida: Arlt, Walsh, Kafka, Goethe, Marx, Foucault, Deleuze… Me volaron la cabeza.»

«A él le iba tan bien con los pibes que lo terminaron echando porque provocaba envidia entre los profesores y la institución carcelaria  sentía que no asumía la jerarquía de su color de piel y de su clase social. Hubo un largo tiempo en que la comunicación fue telefónica hasta que pudo conseguir un permiso judicial para ir a verme. Cuando llevábamos dos años de vínculo, comenzamos a pensar cómo materializar todo eso que hablábamos luego de los libros que yo iba devorando y decidimos hacer una revista que se llamó Todo piola. Mis primeros poemas y opiniones salieron en esa revista que él armaba afuera con gente amiga. Hicimos 4 números estando yo en la cárcel y 12 cuando salí.»

«Pato es mi gran mentor. Fue siempre un compañero coherente con su lugar, nunca quiso ser más que los pibes presos o los pibes de la villa. Somos amigos, hermanos. Es un vínculo que no está atravesado por ningún poder. Él se podría presentar como el salvador de César González. Esa podría ser una lectura válida, pero en ese caso él se tendría que haberse quedado en el lugar de salvador y yo de discípulo, y no fue así. Lo que construimos fue una amistad.»