Aacaban de publicarse dos libros periodísticos: la reedición de Un libro quemado, de Alfonsina Storni y Todas las crónicas, de Clarice Lispector. Dos autoras con una importante obra literaria que encontraron en el periodismo una fuente de ingresos y el lugar donde desplegar, en el caso de Alfonsina, sus preocupaciones por la condición de exclusión de las mujeres en las primeras décadas del siglo pasado y en el de Clarice, la continuación de su proyecto literario por otros medios.

Dos mujeres con diferente condición de clase, lo que se percibe en el modo en el que abordan algunas cuestiones políticas. Mientras que en los textos de Alfonsina, las urgencias políticas toman la forma de la denuncia, en los de Clarice, tienen la eficacia literaria de un manifiesto.

Lispector

Todas las crónicas de Clarice Lispector

Todas las crónicas es el resultado de una tarea nada sencilla, la de organizar el conjunto de las columnas que Clarice Lispector escribió para diarios y revistas de Brasil a lo largo de tres décadas. Los textos, de una variación temática y estilística que la palabra “crónica” no da cuenta, pertenecen a una autora que se desentendía del concepto de género y concebía cualquier espacio de escritura como el terreno donde desplegar una obra en proceso, cuyos fragmentos reutilizaba para sus ficciones. “Siempre me ha interesado lo que no sirve” alega cuando justifica la elección de los temas.

 La mayoría de las crónicas pertenecen al periódico Jornal do Brasil, donde colaboró durante más tiempo, entre 1967 y 1973, y el resto de los textos, a O jornal (entre 1946 y 1947), las revistas Senhor (de 1961 a 1962) y Joia (de 1968 a 1969), el diario Ultima hora (de 1977) y otros, sin fecha, reunidos en Para no olvidar. Esta edición agrega a las crónicas ya publicadas por la editorial Adriana Hidalgo, 64 textos inéditos entre los cuales están los únicos dos poemas que escribió.

El rescate de estos textos permite una comprensión abarcadora del universo clariceano, sus opiniones sobre otros escritores y en algunos casos, sobre la situación política brasilera. En él, pequeños relatos sobre cuestiones domésticas conviven con afiladas críticas de arte y con frases que tienen la intensidad de un haiku o de un texto presocrático. Lo que vemos, sencillamente, es la máquina Lispector funcionando: despojada de hechos y maravillada frente a un mundo visto por primera vez, en un mismo movimiento, une la percepción con el pensamiento y la intuición.

Es que los hechos, la peripecia, no son el objeto de su escritura, sino su naturaleza, porque de lo que se trata es de captar su misterio y no de explicarlos. El hechizo, la magia, el trance es el modo de abordar y poseer la cosa misma, pensar dentro de ella, vivir más allá de sí, desarticulando los límites de lo humano como síntesis de su proyecto estético y ético. “Ciertas páginas, vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando en la cosa misma, y eso es de la mayor sinceridad. Es como si esculpiera.” Una imagen con la que Tarkovski definió al cine, que en el caso de su escritura, reclama de la lectura una mirada única que capte el instante. 

Sobre algunos textos fragmentarios que, como una oración laica o pequeños tratados de ontología, parecen escritos en estado de trance, reconoce: “No se puede llamar crónica lo que escribo. Pero sé que hoy es un grito”. Y como una iniciada, convoca a sus lectores a transportarse junto con ella al interior del objeto de su escritura sin intentar comprenderlo. “Estoy en pleno corazón del misterio. A veces mi alma se retuerce por completo.”

Cuando reflexiona sobre el arte o muestra la cocina de algunos de sus cuentos, exhibe su maestría en el arte de expresar ese borde en el que lo íntimo y lo público se tocan, una zona porosa y contradictoria como “un secreto que todos sabemos”. De ahí quizás provenga la profusión de oxímoron (“mi alma florecía como un áspero cactus”) con los que intenta captar el devenir, el proceso de todo lo que vive.

Algunos de estos textos, escandidos, podrían transformarse en poemas, ya que su prosa reclama un pacto de lectura poético. De hecho, los músicos Cássia Eller y Cazuza recogieron frases suyas para componer la canción “Que o Deus Venha”: “Soy inquieta y áspera y desesperanzada./ Aunque amor dentro de mí yo tenga./ Sólo que no sé usar amor./ A veces me araña como si fueran agujas. / Corro peligro como toda persona que vive. / Y lo único que me espera es exactamente lo inesperado.”

En sus críticas de arte exhibe una gran erudición y un conocimiento muy cercano del arte de sus contemporáneos, lo que demuestra una posición activa de su parte en el campo cultural brasilero. Fotógrafos, pintores, escultores, músicos populares, poetas son entrevistados por ella, en un diálogo entre pares. Y frente a la remanida pregunta sobre el sexo de la literatura, se desmarca de una “literatura femenina” y sostiene que los escritores no tienen sexo o, en todo caso, tienen ambos.

Su evocación de Londres la rescata de su memoria para hacer una crónica que sintetiza, en una página, todo el espíritu londinense de comienzos de los 70 y percibe la belleza en la fealdad de su paisaje urbano como uno de sus rasgos distintivos.

Pero glosar a Clarice es traicionarla, por lo que el mejor homenaje que se puede hacer desde la crítica es citarla.

Storni

Un libro quemado, de Alfonsina Storni

Los comentarios que Teresa de Jesús escribió al Cantar de los Cantares y que fueron quemados por orden de su confesor es lo que le dio nombre a Un libro quemado, la recopilación de las columnas que Alfonsina Storni escribió entre 1919 y 1921 en la revista La Nota y el diario La Nación, donde fustigó, desde las mismas secciones dedicadas a la mujer, los discursos sociales (publicitarios, médicos, legales) que sostenían las diferencias jerárquicas entre los géneros, y que son de una actualidad pavorosa.

El incipiente movimiento feminista y sufragista -que ya había formulado contundentes demandas civiles y políticas- tiene un lugar destacado en sus intervenciones, así como las huelgas de trabajadoras y la lucha por la modificación del Código Civil en cuanto a las restricciones de la libertad impuestas para las mujeres.

“Basta de víctimas. Piedad queremos” reclama Alfonsina, cuya maternidad siendo soltera la llevó a sufrir todo tipo de discriminaciones, sobre todo, por parte de muchas mujeres. Pero, lejos de considerarse una víctima pasiva, cuestiona la posición de aquellas que abandonan su independencia y su desarrollo personal y entienden que la única salida es el matrimonio, las mismas que, sostiene, se oponen furiosamente a la ley de divorcio.

No fue fácil el lugar que le tocó a Alfonsina, podemos imaginar hoy, cuando las reivindicaciones más básicas (como no ser asesinadas por el hecho de ser mujer) todavía son cuestionadas por un gran porcentaje de gente, y la herramienta de la que se valió fue la ironía, esa figura retórica con un mensaje implícito opuesto al pronunciado que puede resultar un arma letal. Como cuando desarma los supuestos de las “incapacidades relativas de la mujer”, reconociendo “el parloteo con que nos aturden las gentiles cabecitas huecas” femeninas obligadas, por la misma sociedad que las condena al ámbito doméstico, a desactivar cualquier intento de desarrollo intelectual o profesional. O el seudónimo que elige para firmar sus columnas del diario La Nación, Tao Lao, que evoca la sabiduría de un filósofo oriental, y por supuesto, hombre.

De la misma manera, deplora el uso de los “encantos” femeninos para sacar ventajas personales que, sostiene, debilitan la lucha de las mujeres por la conquista de sus derechos y descubre en el ardid femenino la contracara de la autoridad masculina. Imagina diferentes tipos de mujeres, “las crepusculares”, “la irreprochable”, “la impersonal”, “la emigrada”, “la madre” y expone la artificialidad de la repetición de gestos y actos en función de los mandatos sociales, adelantándose varias décadas a las formulaciones de Judith Butler en cuanto al género como construcción social y a los planteos de John Berger en relación a la doble mirada de las mujeres sobre sí mismas, habitadas por un supervisor masculino.

Lee con mucho detalle a las poetas latinoamericanas contemporáneas suyas, Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral y Delfina Bunge de Gálvez, entre otras, y describe una pequeña sociología de la lectura diferenciada por clases y géneros.

Alfonsina entendió perfectamente lo que significa el patriarcado y mientras construye el estereotipo de las diferentes mujeres trabajadoras exhibiendo una ironía digna de Niní Marshall (“-Señorita, de una vez por todas: “ocasión” con s de casamiento!”), hace el elogio de la mujer trabajadora y celebra en las numerosas profesoras que dirigían pequeños conservatorios de música, a incontables artistas anónimas.

Su diatriba contra el amor romántico (que hoy vuelve, disfrazado de novedad) no le impide describir con bastante sarcasmo la figura de la “solterona” (“con un par de lentes montados sobre la nariz, una dulce bolsita de bilis a mano y dedos ágiles para pellizcar sobrinos”) mientras reclama a “los venerables padres y maestros de la Real Academia” borrar del diccionario la misógina palabrita.

Podemos imaginar a Alfonsina naciendo en Londres y formando parte del grupo de Bloomsbury, pero en vida real le tocó un lugar mucho más hostil al que se enfrentó, con mucha valentía e inteligencia, enarbolando la pluma y la palabra.

Entrar al periodismo

Ambas escritoras ingresaron al periodismo, pero desde lugares bien diferentes. Mientras Clarice es la sofisticada esposa de un diplomático (y las referencias a las empleadas domésticas son numerosas), Alfonsina ingresa tempranamente al mercado laboral, primero como “fabriquera”, “empleada de escritorio”, maestra y más tarde, periodista. Algo de esta posición de clase se deja ver en el modo en que abordaron cuestiones ligadas a la perspectiva de género.

En Clarice, ésta aparece imbricada en el hecho literario y su proverbial sutileza le permite registrar la trampa que encierran algunos diminutivos como “paseíto” en el que detecta el miedo ancestral de las mujeres frente a una invitación masculina. O cuando imagina un día en la vida de una dama noble del siglo XVI y en un jarrón pintado por ella, una “obra anónima del siglo XVI” de cualquier museo.

Mientras que Alfonsina, embanderada en el feminismo, llama al género masculino el “sexo rey” y desarma, con argumentos científicos, la supuesta debilidad del sexo femenino. “Ya veis, dulces mujeres, cómo hasta en la ciencia hay política”, señala con lucidez y reconoce en las poquísimas mujeres dedicadas a la medicina (Julieta Lanteri, Cecilia Grierson) el foco de un movimiento emancipatorio y a las responsables de abordar, con mucha valentía, cuestiones extremas como la trata y la prostitución.