¿Hasta dónde puede llegar el amor por un perro? Esta es la pregunta que subyace en Kaidú (Tusquets), la última novela de la escritora y editora Paula Perez Alonso.

Pero esta pregunta desencadena muchas otras, transformando un hecho cotidiano como es la convivencia con un animal en un cuestionamiento profundo de la soberbia humana, de la obsesión clasificatoria que nos impide sentirnos parte del Todo, de las rígidas creencias que nos encarcelan y limitan nuestra vida.

“Kaidú –dice Aína, la narradora de la novela que deslumbró, entre otros escritores y editores, a Juan Forn, quien la leyó antes de que fuera publicada– escapa a la restringida mirada binaria y me enseña a superar esta concepción estrecha en que nos enclaustró la visión cartesiana (…) Si no hay oposición entre animal y hombre, soy parte del mundo como Kaidú y estoy en él como el agua en el agua.”

Hay libros, como este, tan peligrosamente buenos que deberían tener una advertencia en la tapa: “Esta historia sacudirá sus creencias más arraigadas y transformará su vida. De este viaje no hay retorno. Será inútil reclamar de forma presencial o virtual la devolución de su existencia anterior. Conformistas, abstenerse de su lectura”.

¿Cómo fue publicar un libro sobre un perro luego de que tu primera novela, publicada hace 25 años, se llamara No sé si casarme o comprarme un perro, un título, por cierto, muy provocador?

–Fue algo bastante audaz, porque ese libro fue tan exitoso que hay mucha gente que me identifica con él, me conoce como la autora de No sé si casarme o comprarme un perro. Superó todas las expectativas. En principio fue una tirada de 3000 ejemplares en Tusquets y de pronto empezó a reimprimir y reimprimir, a tener unas críticas buenísimas, cosa que es rara en una primera novela. El título hacía pensar en una novela que es pura provocación, pero la historia se transformaba en otra cosa mucho más dramática, densa y dura. Tuvo una recomendación boca a boca que lo sostuvo durante mucho tiempo tanto en América Latina como en España. Luego de 25 años, de pronto me veo escribiendo sobre un perro en particular que se transforma en personaje.  Escribía sin pensar en publicar, ni siquiera sabía si iba a ser una novela, un cuento o una nouvelle. Esta historia es una de esas cosas que suceden más allá de la voluntad de uno, que son inevitables. Cuando lo terminé me hice la misma pregunta que vos me hacés. ¿Otra vez un perro? Pero en aquella ocasión, el perro era una excusa, no existía de verdad, era imaginario. Era un disparador. La protagonista pone avisos en los diarios desafiando a un hombre que pueda competir por sus méritos con un labrador con determinadas virtudes. El perro no existía, solo estaba en su imaginación y yo no tenía perro. Pero hasta hoy la gente me pregunta si me casé o si me compré un perro (risas). En la vida real no hice ninguna de las dos cosas.

Recuerdo que en algunas personas el título provocaba cierta indignación por la comparación implícita entre un perro y un ser humano.

–Sí, para esa época fue algo superprovocador. Yo no me daba cuenta de que, de manera inconsciente, había captado algo que estaba en el aire. Hay gente que siente que un título de un libro dice algo de ella.

¿Y ahora tu situación respecto de los perros cambió?

–Sí, ahora un perro real aparece en mi vida y provoca esta historia. La vida es tan extraña que, de pronto, termino casándome con un perro (risas). Es una cosa de locos. La síntesis a la pregunta que me hicieron durante 25 años es esta: no me casé ni me compré un perro, me casé con un perro. De pronto pensé que esto era una freakeada total. Lo que escribía devino otra cosa. Incluso sentí que me volvía “lo otro” que yo quería contar, que cada vez más me volvía “lo otro” en la escritura. Cuando lo terminé, se lo di a leer a alguien a quien no le gustan los perros, a una gran lectora, Liliana Viola, que es crítica, escritora y muy sincera. Sabía que podía decirme “esto es una freakeada, olvidate”. Recuerdo que pasé en bicicleta por su casa una tarde y le tiré el texto por arriba de la reja y a las cuatro horas me mandó un mail y me dijo que era hermosísimo, que no había podido parar de leerlo y que lo tenía que publicar. Entonces me decidí a publicarlo porque me gustaba la idea de salir del sentido común, del orden establecido a través de esa historia entre la narradora y Kaidú. Pensé que se podía leer como una historia de amor de a tres o se podía leer también todo lo que hay por debajo, que tiene que ver con salirse del mundo previsible, de los formatos que te encorsetan. Sentía que el sentido desbordaba lo escrito. Por un lado, estaban el texto, las frases, las palabras y, por otro, todo lo que sucede “entre” las palabras, por fuera de la narración.

¿Cuál creés que es el lector de este libro?

–Creo que es un libro para los que aman a los animales, pero también se abre a un público lector cautivo porque tiene varios planos: de una historia simple, como es la de un perro, alguien muy próximo se plantea la relación entre las personas, las especies y el mundo. Lo humano, lo animal, la aventura, lo cotidiano, la crudeza, la inocencia, el vértigo se suceden más allá de la voluntad de la narradora. Aunque puede ser leído como una freakeada, me importa el efecto de verdad en la escritura.

–El paso que das en este libro no es ajeno a la emergencia de sexualidades silenciadas, a la sacudida del concepto de normalidad. Lo binario se abrió para dejar paso a otras categorías, pero, aunque la ampliemos, el tema es que no nos podemos liberar de las categorías.

–Exacto, no podemos pensar por fuera de las categorías. Sí, me gusta lo que decís porque creo que eso está en el libro. Lo que me disparó la novela fue la relación con un perro, sentir que ese perro era un par, un igual. El dueño del perro lo trataba como a un par. El perro caminaba a su lado sin correa, cada uno en su territorio, pero no existía la cuestión del amo, del dominio. Soy muy sensible a eso y siempre me llama la atención el discurso del dominio y los actos de dominación. Tengo un rechazo muy visceral a  eso. Con la forma de estar en el mundo de este perro sentí que me abría a otra esfera, a otro grado de percepción. Me preguntaba cómo era posible que me sucediera esto. A veces uno está tan galvanizado, tan abroquelado, que las cosas no le llegan pero, por suerte, yo me dejé afectar por eso y respondí a la afectación, y en ese doble movimiento mi vida cambió. Uno tiende a humanizar a los animales, tiende a pensarlos con sus propias coordenadas, pero de pronto me di cuenta de que daba un salto cualitativo y solo observaba y me dejaba afectar por lo que sucedía. Eso se expandía y me hacía pensar montones de cosas. El mundo adulto tiende a querer tranquilizarse con etiquetas, con clasificaciones, con el orden. Pero a mí, todo lo relacionado con el orden me inquieta, me molesta. Prefiero algo que me desordene, que me altere, no que me tranquilice. Los reduccionismos como las clasificaciones y los estereotipos lo que quieren es tranquilizar, pero el mundo es un caos y esa es su gran riqueza. La cuestión es cómo hacemos para vivir en ese caos, cómo corrernos de ese lugar tan antropocéntrico. Cuando uno hace el movimiento de perder el control de las cosas, el mundo se amplía y se enriquece de una manera fenomenal. De pronto, me di cuenta de que mis lecturas de juventud, de Nietzche, luego de Foucault y el año pasado, por primera vez, de Spinoza, constituían el mundo en el que yo quería habitar. Nietzche dice: “Que los animales me guíen”. Con Kaidú sentí que se podía volver a ser niño, niña o niñe, lo que sea, porque con él se perdía el afán de clasificar, de etiquetar y de querer racionalizarlo todo. Vi un documental de James Baldwin que es maravilloso. En él le hacen una gran entrevista cuando está exiliado en París, en la que dice: “Los hombres construimos nuestras propias prisiones”. Yo creo que todos construimos alguna prisión u otra, la cárcel del lenguaje, la del exceso de racionalidad, la del exceso de querer anticipar y saber, la gran cárcel de la neurosis. Todos estamos atrapados por algo y somos los responsables, porque si uno no quiere dominar y lo que quiere es vivir en un mundo en el que sepamos “cómo vivir juntos”, como decía Barthes, tenemos que aprender a hacer un mundo más habitable, donde nadie domine a otro, donde ninguna especie domine a otra, que sea un mundo común. Eso me conmueve profundamente y lo viví a través de Kaidú. Por eso me dije que tenía que inventar una historia con eso porque hubo un antes y un después, hubo una posibilidad y la posibilidad es infinita.

Sin embargo, hay gente a la que los perros le generan fobia y que descargan su poder contra ellos. Lo sabe cualquiera que alguna vez haya sacado a pasear a un perro. Hay personas empáticas y otras que actúan como si llevaras un monstruo.

–Sí, hay gente que dice «mascotas» con desprecio. Como digo en la novela, yo odio la palabra «mascota» por otros motivos, porque cosifica a un animal, lo transforma en una cosa, como si fuera una debilidad tener un compañero o una compañera de otra especie. Me puse a leer a Donna Haraway, que es una genia total y habla de eso. La leí después de Kaidú, que escribí en 2018. Iba a salir el año pasado, pero con la pandemia todo se alteró y no salió. Haraway dice “no tanta reproducción y más parentesco”. Si queremos hacer algo por el planeta, que está en un momento verdaderamente crítico, no nos pongamos ni milenaristas, ni apocalípticos ni salvacionistas. Hay acciones muy prácticas para tomar, no nos pongamos dramáticos. Hay que pensar y hacer. Deleuze y Guattari dicen “liberar la vida allí donde está cautiva”. De pronto un perro llega y hace eso. Fue literal, así como te lo digo. Fue como devenir animal, devenir algo distinto. A partir de Kaidú, mi mirada sobre el mundo cambió. «

Foto: Alejandra López

Testimonio de una amistad con Juan Forn

Entre los agradecimientos que incluís al final del libro figura hay uno destinado a Juan Forn, del que creo que eras muy amiga. ¿Cuál fue su relación con la novela?

–Sí, éramos muy amigos y como le conté lo que estaba escribiendo, se moría de curiosidad y deseaba mucho leerla. Me pidió durante muchos meses que le diera a leer la novela, pero yo se la di cuando la terminé. La que siempre funcionó como editora fue Liliana Viola, que fue la primera que la leyó. Me hizo observaciones muy certeras y ahí comencé a trabajar la novela pensando en publicarla. Juan la leyó cuando ya era un texto terminado.

–¿Y cómo reaccionó al leerla?

–Le gustó muchísimo y fue muy intenso en su expresión, como era siempre que le gustaba algo. Solo me señaló dos cositas y me dijo “podés no tomarlas”. Eran dos pinceladas, agregar dos oraciones, y las tomé porque me parecieron muy atinadas. A él le gustó mucho el título, pero había otras opiniones en el sentido de que el título tenía que ser más explícito y que tenía que vincularse con la primera novela. Juan me dijo: “No, vos defendelo, porque por la sonoridad y la fuerza que tiene, no te vas a equivocar”. Lo increíble es que Juan hasta ese momento no era perrero. Después adoptó un perro al que adoró y que lo adoró. Pero lo sorprendente es que, además de Juan, que no era perrero, cuatro varones que no lo son me dijeron “es un librazo” de manera contundente y sincera: Ariel Magnus, Claudio Zeiger, Rep y Pacho O’Donnell.