-De haber recibido tu segunda carta y me lo pedías yo me hubiera ido con vos. Pienso que así hubiera ocurrido. No tenía compromisos de ningún tipo acá y vos tampoco. Hasta me imaginé viviendo con vos en una pensión. Ya me había recibido, podría haber trabajado mientras vos hacías tu carrera.

-Bueno, me tomas por sorpresa con tu frontalidad.

-Al pan pan y al vino vino, ¿no te parece? A esta altura del partido no estoy para dar vueltas o perder el tiempo en ocultar lo que siento. ¿No es mejor así?

-Pero, ¿cómo es que sentías eso tan fuerte y que no me buscaste? O tal vez sí, pero de eso no me enteré.

-No me animé. Al no recibir tu respuesta, pasó el tiempo, me puse a trabajar mucho, y las veces que volví al pueblo no estabas, alguna vez te vi a lo lejos, pero ya no me animé. Me sentí abatida por el silencio. Pienso que quizás esperaba que vos también me buscaras, si es que el sentimiento era recíproco. Porqué es claro que no se puede construir nada sin conocer lo que la otra parte siente o piensa. También, a la distancia lo veo mejor, yo me conformé con elucubrar todas las respuestas, las tuyas también, por miedo, sin animarme a ir directamente a preguntarte. Pero esto no era solamente con vos, era así en mi vida. Padezco de enrollarme solita en mis pensamientos. No sé cómo llamar a este padecimiento. De no haber sido así otra hubiera sido toda la historia de mi vida, te lo aseguro. Me reprocho constantemente este hábito, pero sé que por más que me flagele apenas consigo tenerlo a raya.

-Tu respuesta a mi carta me impactó, me movió toda la estantería. Al poco tiempo de irme pensé que nuestro encuentro había sido para vos una aventura más. Yo te veía más segura, más madura. Pensé que para vos había significado pasar un buen rato, una anécdota nada más. Supuse que habrías notado que casi no tenía experiencia de pareja, ni sexualmente ni de entablar vínculos. Y cuando no recibí la respuesta a mi segunda carta creí confirmar estos pensamientos negativos. Me paralizó.

Hizo un silencio, y yo tampoco acoté nada. Para dejar que él siguiera expresándose.

-Claro, como vos decís, también era producto de mi mente, no tenía la certeza de que fuera así. Tu carta me puso muy feliz, sentí que corroboraba lo que yo también había sentido cuando habíamos viajado a Mendoza o cuando habíamos compartido una tarde de paseo. Fue más que eso, tu carta me llenó el corazón de esperanza de intentar algo juntos, no sé qué ni cómo, pero con vos sentí que estábamos unidos desde tiempos lejanos, desde siempre, qué loco, ¿no?

-¿Te habrías ido a vivir conmigo?

-No sé. Se me hace difícil situarme ahora exactamente en mi mentalidad de ese tiempo. Honestamente no lo sé. Puede que sí, que con tu impulso tan potente hubiera aceptado a pesar de mis temores. Recuerdo una frase que te escribí en la primera carta, era algo así como que necesitaba tu fuerza a mi lado para atravesar mi crisis de vocación. Mi personalidad siempre fue más fría, o podría decir, menos impulsiva. También pensé en otro factor: en ese tiempo, mis viejos me mantenían para que estudiara, no tenían mucho dinero y vivían con lo justo, quién sabe cómo les hubiese caído la noticia. También me pesaba.

-¡Un escándalo! Su hijo menor con una mujer mayor. Claro, otros tiempos también. No te creas que yo soy de seguir mis impulsos, al contrario, la mayoría de las veces los desoigo. Digamos: no les doy bola. No, no te creas, no voy por ahí guiada por mi impulso emocional.

-Bueno, yo tampoco, para nada. Pero te recuerdo con mucha fuerza en tus ideas, tus convicciones, muy atenta a tus sentimientos. Todo lo que me contaste del centro de estudiantes, te veía como una aguerrida militante, me formé una imagen de vos como de alguien insistente, que no abandona a la primera dificultad. ¡Y no sigas con eso de la edad, por favor!

-¿Te acordás de esa charla?

-Por supuesto.

-No, pero esa seguridad estuvo presente muy al principio, creo que estaba contagiada del impulso que encontraba en el ámbito universitario, lejos del encierro y la represión familiar, de mi hogar. Era muy grande el contraste. Y vos sabés bien cómo eran mi familia, el pueblo y todo eso. Pero me fui encerrando cada vez más en mis prejuicios, mis ideas limitantes. Y tampoco era comunicativa con el mundo exterior.

-Como le pasa a la mayoría de las personas.

-Sí, claro, pero a unas más que a otras. Y otras hacen un esfuerzo por salir. Yo estaba confortable ahí.

-Todavía no puedo creer, o no lo puedo entender, que tu mamá rompió mi carta.

-Vos no la conocías. Para mí fue peor Fernanda. Yo todavía no la puedo perdonar.

-Pero ella tuvo una intervención menor ¿Y a tu madre?

-¿Qué? Sabés que se murió.

-Sí, me enteré. No, digo si pudiste perdonarla.

-Si perdonar quiere decir dejar ir el pasado, creo que cada día avanzo en perdonarla más. Ahora, si perdonar es dejar de culpar a otro por un acto que uno mismo decidió, me siento absolutamente perdonada. A menudo me cuestiono sobre cuál fue mi responsabilidad o, mejor dicho, nuestra responsabilidad por no haber tomado más recaudos. En eso cambié totalmente de perspectiva. Podríamos haber puesto otro nombre en el remitente, por ejemplo, o haber podido asegurarnos una comunicación por teléfono aunque fuera cada tanto, porque en esa época salía mucha guita, no como ahora.

-Ese perdón me gusta más. Es otro punto de vista.

-Sí, el riesgo es no caer en la autoflagelación. A mí me ayuda a no sentirme una víctima de las circunstancias o un títere de los acontecimientos. Me ubica en un lugar de poder, yo me hago cargo, ok, no pude, no quise, no lo pensé, no tuve el coraje, decidí frenar mis emociones, taparlas, etc., etc… Tuve pánico. Reconozco y me hago cargo. Hice lo que pude. Y todo sigue el derrotero que le marca lo que decidimos.

Nos quedamos callados mientras comíamos. Y volví a reiniciar el diálogo.

-A menudo me pregunto si de haber seguido como pareja hubiéramos llegado a estar juntos todo este tiempo hasta hoy. ¿Vos no te hacés esta pregunta?

-Sí, reiteradamente, sobre todo en los primeros años. ¿Qué te respondes vos?

Después de formularme la pregunta, carraspeó y bajó la cabeza un segundo como esperando una sentencia.

-¿Qué te parece a vos? Yo ya hablé mucho, decime vos. Necesitaba su versión de nuestra historia porque estábamos ahí, sin futuro.

-Si me baso exclusivamente en el sentimiento que me surgió por vos, esa sensación que no puedo definir, eso de sentir que habíamos nacido para encontrarnos, como un mandato irresistible: de haber logrado conformar una pareja, por supuesto que sí, que hubiéramos llegado hasta hoy, aquí y ahora.

-Envidio tu seguridad –afirmé rotunda.

Volvimos a sonreírnos. Y me contuve con esfuerzo de seguir hablando porque más que nada quería escucharlo a él, que no era muy locuaz. En los segundos que duró el silencio nos miramos al modo de quien se deja llevar sin oponer resistencia. El viento al mando. Se acomodó en la silla, irguiendo su espalda.

-Si hicieras un balance de tus parejas, quiero decir de tus amores, decime sinceramente: ¿sentiste por alguno de ellos lo mismo que decís que sentiste por mí, en ese par de días en que estuvimos juntos?

-Te respondo ya, pero antes prométeme que vos vas a responder la misma pregunta.

Sonreímos.

-Sí, claro. Vinimos a mostrar todas las cartas y más vale tarde que nunca, ¿o no?

Largué una carcajada y volví a estremecerme por el hábil juego de palabras que había hecho con lo que había sido mi obsesión durante estos largos años.

-Para ser totalmente sincera, espero que haya micrófonos y nos estén escuchando mis otros amores.

Reímos con ganas, fue la pausa que me sirvió para meditar una respuesta a una pregunta que nunca imaginé tener que contestar. Me sirvió también para distenderme porque los nervios me dominaban.

-Vale la pena que te haga una síntesis. Tuve relaciones pasajeras, olvidables, diría. Amé con toda mi alma a Francisco, el padre de mis hijos, y mantengo una correcta relación con él. Para ser honesta, no me puedo quejar, estuvo y está siempre presente en la vida de nuestros hijos. Con Miguel, mi actual pareja, todo va bien, es armónico y sosegado. Pero…

-El famoso “pero” de los cuentos.

-Sí, sí, claro, si no ¿qué gracia tendría contar algo que se desarrolló sin conflictos ni cambios? Sin conflicto no hay historia, ¿sabías?

Me sonreí y quise alardear de inteligente para fomentar su admiración. Esa también era una condición propicia para permitir que se gestara el amor o, por lo menos, el interés especial por prestarle atención al otro. Él se mantuvo impávido, tal vez un poco irritado por mis rodeos.

-Pero nunca con nadie sentí la profundidad de esos sentimientos que me nacieron por vos. Como un milagro, o magia, lo sentía de manera instantánea y con certeza. Era como si te hubiera conocido de otras infinitas vidas. No sé ya cómo expresarlo. Por años disfruté de la certeza de que nuestro encuentro fue asomarse a lo que significaba amar, o al amor, el verdadero. Sentí que todos los que se sucedieron apenas brindaban una pizca o un matiz de ese sentimiento, un pálido reflejo, como dice la canción.

Él acarició mi mano de manera delicada y tierna. Sentí un estremecimiento de miedo. ¿De placer?

-¡Lo lamento tanto! No sabés cuánto. A mi manera te busqué. Alguna vez le pregunté por vos a Bernardo, el hijo mayor de la señora Alicia, ¿te acordás?, la que vivía al lado de tu casa, la que nos echaba a los escobazos cuando jugábamos en su puerta.

Hizo una pausa.

-Quería ser discreto, y, además, estaba lleno de dudas e inseguridades con los afectos. Nunca fui un galán ni un pibe ganador, temblaba cada vez que tenía que encarar a alguna chica. Sentía mucha inseguridad en mí mismo. Yo también supe desde el primer momento que había un sentimiento que me avasallaba, superaba todo lo que pudiera razonar o poner en palabras. Después me volqué de lleno a mis estudios, quería terminar rápido para no ser una carga para mis padres y me quería independizar. Y pensaba, casi era una tortura, que para vos sólo había sido uno más. Te juro que te odié durante mucho tiempo y, a la vez, no lograba borrarte de mi mente. Y desde ya te respondo lo mismo que vos.

-Bueno, no nos lamentemos. Ahora, frente a frente, te digo, como en el juego: basta para mí, porque estoy convencida de que hay un plan que hace que todo encaje perfecto, pone cada pieza en su lugar. El plan hay que aceptarlo porque sí, por fe, porque está todo fijado así. Si no se dio que estuviéramos juntos era porque así debía ser. Ahora estoy convencida de que es así y no sólo en nuestra historia, es válido para la vida. O puedo usar una metáfora más literaria: el libro ya está escrito y ya se desplegaron varios capítulos.

Dicha la última palabra, convenientemente apareció la camarera para preguntarnos si íbamos a pedir un postre. Y a pesar de que estaba satisfecha, yo accedí con la intención de prolongar un poco más el encuentro.

-No te preocupes, tengo tiempo, pedí lo que quieras.

-Bueno, bueno, está bien, soy muy dulcera. Por favor, tráigame el flan.

Nos miramos sin hablarnos durante unos segundos eternos, hasta que no soportándolo más le hice un comentario sobre ese patio. Eso sirvió para que nos pusiéramos nostálgicos sobre nuestro pueblo y la belleza de sus paisajes tranquilos, sobre todo la presencia de la Cordillera, cambiante para los ojos observadores y, a la vez, tan impertérrita en su esencia. Él me contó de sus regresos esporádicos al pueblo. Fue maravilloso escuchar su forma de describir los lugares, quedé fascinada por sus análisis de ese pueblo -claro, era sociólogo-, que había cambiado tan velozmente. Lo hubiese escuchado horas. Pero me di cuenta de que no era el contenido de su discurso lo que más me atraía, era el tono de su voz tan tranquilizador, sereno, con cierta afonía que lo llenaba de matices, pero sobre todo que parecía ir bajándolo a medida que se adentraba en las explicaciones o detalles que, en todo caso, eran, a mi modo de entender, el contenido que él consideraba más importantes. No era vehemente, era constante. Tampoco era grandilocuente, era directo, pero firme.

-Bueno, ya nos dimos un paseíto por el pasado, ¿y ahora qué? Dalmiro preguntó serio.

-Ahora yo como mi postre y vos te tomas el café.

-¡Qué ingeniosa! Sabes a qué me refiero.

-Bueno, ya te conté cuál es mi situación actual: tengo pareja, trabajo, dos hijos hermosos, ¿qué más?

Volvió a acariciar mis manos, pero esta vez sentí que buscaban retenerlas entre las suyas, las envolvía, las acurrucaba con ternura. Permanecimos en silencio. A continuación hizo una seña a la camarera para que trajera la cuenta, sin dejar de apresar, con la palma firme de una de sus manos, las mías.

-Habría sido suficiente una palabra, ¿no te parece?

-Por carta o por teléfono.

-O personalmente.

-O al menos por una paloma mensajera.

Acoté procurando alivianar el momento que venía por el lado del reproche que nos cabía en partes iguales. Ambos sonreímos con la atención puesta en nuestras miradas. Sin resquemores nos indagábamos. Y sin mapa nos adentrábamos por los recovecos. Y sin expectativas.

Salimos del restaurante. Caminamos cuadras y cuadras hasta que pareció que dábamos vuelta por los mismos lugares. Nuestro silencio se destacaba en contraste con el ruido ensordecedor de las avenidas y calles por las que transitábamos. La música de fondo era un concierto desquiciado, y yo que flotaba en una paz inédita.

-Esperá.

Le dije y nos detuvimos en seco.

-Ya es tarde.

Lo abracé fuerte, me pegué a su cuerpo, sentí su deseo y su piel. Me distancié.

-Perdón. Ya es tarde. Hay razones que desconocemos por las cuales no nos atrevimos a vivir el amor. Y está bien, no tengo reproches, no pudimos, no quisimos, o tuvimos miedo de algo que sabíamos era tan inmenso. Puede que haya que esperar otra vuelta de la calesita, ¿no?, para agarrar la sortija. (…)