Más parecida a una película bélica que a un partido de fútbol, la contienda entre Argentina y Holanda se prestó como el escenario ideal para que La naranja mecánica intentara conjurar la bronquita macerada desde 2014. Allá lejos, cuando Rusia fue anfitriona y no mala palabra, cuando la scaloneta no era la scaloneta sino un artefacto rústico pero eficiente del pincha Sabella, cuando dos atajadas de Sergio Chiquito Romero dejaron a los neerlandeses un poco más que tibios fuera de la final del mundo tras una frase memorable —¿un vaticinio?— de Javier Mascherano: “Hoy te convertís en héroe”.

Holanda llegó al estadio con esa espina clavada en el disco duro y con la presión del filoracista Van Gaal, que traía consigo además una sed de venganza que no estaba dispuesto a disimular ni siquiera frente a las cámaras: “En la semifinal que jugamos contra Argentina, Messi no tocó una pelota y perdimos en los penales. Ahora queremos nuestra revancha”, “Argentina tiene una debilidad. Cuando pierde la pelota, Messi no participa mucho”, “Si llegamos a los penales, creo que quizás ahora estamos en ventaja”, “Messi no es un líder”. Al menos en público, Scaloni y los suyos hicieron oídos sordos y continuaron con sus rituales a pura cábala y palo santo, mientras la fiebre de cuartos de final subía conforme se sucedían las declaraciones. Pero esa chispa discursiva, reavivada por la memoria rencorosa de aquel último encuentro, sí llegó donde debía. Lo comprobaríamos luego, con el partido ya iniciado sobre ese campo minado y el voltaje futbolístico en uno de los puntos más altos de toda la competencia. Encuentro de fricción y de roce, de codazo y de boqueo mascullado en vaya a saber qué lengua, y el fair play como confirmación de lo que no era otra cosa que una riña mediada por una pelota hi-tech.

Sobre esa escenografía, la apertura del marcador estuvo en los pies hábiles y las patas agalgadas del lateral Nahuel Molina asistido por un pase magnánimo del capitán, un balón inconcebible, inenarrable, venido de otro planeta como aquel del Barrilete Cósmico, que pasó suave como una caricia entre las piernas del defensor Nathan Aké. La incredulidad se convirtió en un festejo apasionado que terminó con Messi subido a cococho del cordobés, a la vez abrazado por los cuerpos agitados y en gloria de sus compañeros. Hubo que esperar el promedio del segundo tiempo para volver a convertir, hubo que esperar una falta de Jurrien Timber contra el aguerrido cabo Marcos Huevo Acuña dentro del área. Entonces, a los 72 minutos, mientras los hinchas argentinos nos sumíamos en la cadena de oración más grande del mundo, Lionel Andrés volvió a brillar. Carrera corta, ejecución maestra, ante la mirada impávida del arquero Noppert, un ejemplar de más de dos metros de altura. Y un festejo que vino a dar cuenta del palabrerío enemigo para reducirlo a la humillación: el Topo Gigio, marca registrada de Juan Román Riquelme, una performance muda que sugiere con las dos manos oídos más grandes, que subtitula irónica A ver, hablen ahora.

Quedaba poco para jugar, pero Van Gaal y sus hombres no se dieron por vencidos. Con una Argentina replegada, por momentos ansiosa y con ganas de escuchar el trino del final, Países Bajos dejó de jugar al fútbol como quien abandona una representación actoral. Se dedicó a tirar pelotazo tras pelotazo en un ejercicio de desgaste físico y de violencia psicológica, con un objetivo claro fiado en el poderío de sus jugadores de gran porte. Fue el villano Wout Werghorst, que entró fresco como una lechuga en el último tramo del partido, el encargado de descontar y luego, tras la revuelta que ocasionó el bombazo de Paredes al banco de tulipanes y con una jugada de pizarrón, de igualar el partido.

El guión del encuentro con Países Bajos orillaba la ficción. ¿Cómo fue posible ser semifinalista del mundo durante 82 minutos, durante 110 minutos para luego, en un instante de caos y miedo, volver al punto donde todo es duda y reproche y casi casi? ¿Por qué esa erótica del fútbol que tanto celebramos es la misma que puede sepultarnos, seis pies abajo, en la más pura frustración? Con esa bronca y las piernas fatigadas, con la esperanza chamuscada pero con la frente alta, el tiempo suplementario se sucedió con la épica de toda batalla decisiva, como si los hombres en el campo de juego vistieran cota de malla y cargaran bayonetas afiladas. Argentina no dejó de gestionar su fútbol y no cedió a la tentación del juego desesperado, del pelotazo revoleado a la espera de una cabeza o un pie mágico que la empuje.

Pero la mente laberíntica de Scaloni o el destino —ya no importa la diferencia— parecía haber guardado su lustre y algunos cambios para los tiros de penal. Acaso un lustre con formas intrincadas, tanto por su peligro como por su demora. Entonces allí, con el as bajo la manga que es un arquero completo y provocador, cimarrón y estratega, Emiliano Martínez atajó las ejecuciones de Van Dijk y Berghuis, las primeras dos de la serie neerlandesa para darle a sus compañeros y la hinchada, como en bandeja de plata, una ofrenda de tranquilidad, justo lo que los europeos nos habían arrebatado. La serie terminó 4 – 3 y la scaloneta purgó con la victoria el cúmulo de tensiones. Dejó salir al fin todo aquello que había soportado con profesionalismo, dentro y fuera de la cancha, antes, durante y después del partido, que no concluyó sobre el césped sino en los pasillos hacia los vestuarios.

Después de la agonía inmerecida de tres horas, aquella pugna librada en nombre de cierta argentinidad a la que Lionel Messi se vio indefectiblemente arrastrado durante años, ganó una arista más. Una arista caliente, gestual y verborrágica, quizás maradoniana por asociación, en rebeldía con un arbitraje absurdo y en estado contestatario por las declaraciones anticipadas del equipo anaranjado. ¿Qué mirás, bobo? ¿Qué mirás, bobo? Andá pa’ llá bobo. El exabrupto del capitán en móvil con Gastón Edul, su furia hermanada con cierto proteccionismo de compadrito, lo arrimó por primera vez desde que lo conocemos a algo parecido a las pasiones del Diego —hoy no tanto una pasión melancólica, la idea del exiliado cuya vuelta se distiende y se aleja en el tiempo y el espacio, sino más bien un chico calentón, jugando cuartos de final en el Estadio Lusail como quien lo hace en un portero rosarino. Más temprano, culminada la tanda de penales en la que se volvía a ganar el cielo, el héroe marplatense precedió con manierismos embroncados, tan desafortunados como preciosos, e insultó a los holandeses primero en su inglés cockney —“I fucked you twice”— para luego rematar, por si quedaban dudas, en su intocado rioplatense. Para el goce ardido del establishment que, conforme avanza la albiceleste en el torneo mundial y engorda el entusiasmo febril de la gente, saca su artillería pesada contra nuestros soldados como en una regla de tres simple que tiene como idea medular cundir el desánimo o el miedo. 

No hace falta mencionar la voluntad falluta del referí español Mateu Lahoz, que parecía por momentos pensarse un umpire de tenis o uno de los Loco Mía, flasheando un carnaval carioca de tarjetas amarillas —con un total de 48 infracciones sancionadas—, adicionando 10 minutos que para Argentina resultaron injustificados y a traición. Tampoco la imposibilidad de Memphis Depay de lucirse en una máquina europea sin espíritu —toda la bronca de un país con monarca de la alta sociedad argentina que no pudo conseguir más que un par de apuradas, cierta inmersión de un aura mala leche sobre una Selección Argentina inmune a eso y fundada en lo contrario a una supremacía a priori. Todo aquello desaparece en un horizonte que implica ser el único equipo sudamericano presente en la semifinal, y en el disfrute de nuevo cabrón del capitán del seleccionado. ¿Lo consumió el espíritu del Diego? ¿Lo poseyó por primera vez, después de tanta victoria, con veta y marca propia? 

Comienza a disiparse el sufrimiento, el verdadero dolor país, el cese momentáneo de los males que aquejan la coyuntura -que nuestro arquero repone al hablar de la apremiante situación económica de las mayorías- gracias a la scaloneta, que hoy es todo huevo y técnica, con alguna salida más que creativa, alguna gambeta que lo deja a Lio parado como un gaón rosarino, un prodigio de Santa Fe.

Volver, dice el tango, y se pone más bien melancólico. Messi parece estar volviendo, con el resto de su equipo excelso, y nos recuerda el axioma tanguero: veinte años no es nada. Messi vuelve a la Argentina, y de pronto entendemos que podría hacerlo con la copa del mundo.