No había otra forma de hacerlo que de una manera frenética y desesperada. No es para menos, Cleveland Cavaliers tiene que ganar todos los partidos que restan de las finales para defender el título, Defend The Land (Defender la Tierra), como dice su lema de la temporada. De hacerlo, sería el primer equipo en dar vuelta un 0-3 en la historia de la NBA.

A una temporada fuera de lo común no le podía faltar un partido de locos. Un juego que acaso pueda compararse con el partido de fantasía de los Monstars y los Looney Tunes liderados por Bugs Bunny y Michael Jordan en la película Space Jam, o con algún humillante encuentro de exhibición de los GlobbeTrotters, incluidos los árbitros descontrolados y el descomunal auto alley oop de Lebron James, que merecía un 11 en un Juego de Estrellas.

Los Cavs se dieron el lujo de no ser barridos –de romper las ilusiones de los Warriors en ser los primeros en ponerse un anillo de campeón con playoffs invictos– y también de haber marcado una serie de records dignos de la Playstation: 86 puntos en una mitad, 24 triples en total (7 de Irving y 6 de Love) y un sinfín de otras estadísticas de esas que interesan a la NBA, como el noveno triple-doble del Rey, superando a Magic Johnson. Lo cierto es que el 137-116 es un respiro para la organización deportiva por excelencia, donde todo está controlado y pensado, desde el más mínimo detalle pasando por la televisación, los presupuestos de cada franquicia y hasta el armado de cada uno de los planteles, logos y estadios. Pero cada tanto, ese control se le puede escurrir de las manos, como una pelota mojada. Y eso ocurrió en esta temporada, ya que desde el primer momento se daba por descontado que Cavs y Warriors iban a ser los rivales de la final por tercera vez consecutiva.

Este desbarajuste ocurre, normalmente, cuando una megaestrella se convierte en agente libre. Las novelas de verano son prácticamente masacres y tornados de rumores que giran en torno a esa figura. El nombre deseado fue el de Kevin Durant. Quien lo tuviera (cualquiera de las 30 franquicias), iba a estar casi con un anillo en la mano.

Pero el ex Oklahoma City Thunder fue a lo seguro y fichó por Warriors y su sed de venganza, que si bien el año pasado cayó en la final ante Cavs 4-3 (ganaban 3-1), en la temporada apenas habían perdido en nueve de los 82 juegos. Una locura.
Esta adquisición elevó al equipo de San Francisco a la categoría de «imbatible», toda una señal de alarma para la NBA, una liga que se jacta de mantener la paridad entre franquicias con un tope salarial (pago de impuesto de lujo a quienes se pasen) y un sistema único para emparejar la competencia con el draft, en el que cada equipo elige a sus nuevos talentos, dependiendo del puesto en que finalizó en el certamen pasado.

Los Warriors sumaron al inmarcable Durant (a cambio de 54,3 millones de dólares por dos años) al ataque frenético de Stephen Curry, a los triples del silencioso Klay Thompson, al completísimo e iracundo Draymond Green, a la estrategia de un DT ganador como Steve Kerr (campeón con Bulls y Spurs como jugador) y al rendidor Andre Iguodala.

No podía fallar: final y match point. Un súper equipo al que solo se le puede ganar de manera mágica, como ocurrió el viernes por la noche. Noches como esa son difíciles de repetir. Hacerlo en tres noches más, imposible. Previendo este dominio, viendo que nadie iba a frenar a Warriors y Cavs rumbo a la final, el comisionado Adam Silver salió a abrir el paraguas frente a las críticas: «Hay que celebrar la excelencia. No es ninguna preocupación. No son Celtics ni Lakers». Durant rompió el molde perfecto de la NBA. Dejó a los Thunder (su amigo Russell Westbrook ni siquiera le habla) y pasó de largo a las ofertas de Spurs, Lakers, Heat, Celtics y Clippers para armar una flota inigualable.

Ni siquiera los Bulls de Jordan llegaron a tener tan poca rivalidad, ya que en los otros equipos había ídolos del calibre de Patrick Ewing (Knicks), Charles Barkley (Sixers), Hakeem Olajuwon (Rockets), Karl Malone (Jazz), Clyde Drexler (Blazers), David Robinson (Spurs) y otros tantos.

«Son los playoff más aburridos y desparejos de la historia», dijo Barkley en su rol de analista deportivo, al tiempo que se iba a ver las finales del hóckey sobre hielo.