De un bamboleo se queda solo. Con un giro hace aparecer una jugada. Cuando se mueve de un lado a otro parece como si remolcara a sus marcadores, los lleva de acá para allá, ninguno lo alcanza salvo lanzándose a sus pies, ya rendidos. Ahora que Marruecos está en su territorio de ataque, que las cámaras van hacia el área de Portugal, Cristiano Ronaldo camina entre Mehdi Benatia y Manuel Da Costa, que nunca lo abandonan, lo miran, lo huelen, lo mantienen a una distancia prudente para saltarle cuando haga falta. Es la guardia marroquí dispuesta para desactivar a Cristiano, para inhabilitarle el chip a Portugal, el único que le funciona. Pero Cristiano es un gran simulador, va a aparecer en otro lado, se les va a escapar. Les va a ganar el partido.

Cristiano resuelve lo que sus compañeros dificultan. Lo hace solo. Aún con sus poses, su sobreactuación, sus quejas, su bello curvilíneo, su celebración de gol con una coreografía de performer, la de un torero, la de un rey a la espera de que su corte lo admire, Cristiano trabaja el fútbol con sencillez, con ganas de que las cosas se hagan rápido. La de Cristiano es una soledad que a sus compañeros no les genera culpas. Es una soledad que no enternece porque es también la que le riega la autoestima, la que lo hace verse un superhombre, el superjugador que todo lo puede. Tal vez le gustaría que alguno de todos ellos quedara a su sombra y le jugara un poco, le devolviera la pelota a los lugares correctos, a los que se la puede ir a buscar.

Después del gol de Cristiano, a los cuatro minutos, sacándose a Da Costa para lanzarse al cabezazo, Portugal fue una distonía, un cuerpo acalambrado, enfrentado a la soltura de Marruecos, que sólo tuvo eso: Marruecos fue una armonía sin final, casi sin disparos al arco, tan esencial en el fútbol pero que los marroquíes no practicaron. Y cuando lo hicieron les apareció Rui Patricio. El plan portugués, en su economía de juego, requiere de Cristiano y también de un arquero. Cristiano despeja una pelota del área y cuando se arma el contragolpe para Portugal, él va al ataque. Va dispuesto, con el empuje que requiere la empresa. Está decidido a que Rusia sea su Mundial. Cuando tiene la pelota, a toda velocidad, la abre hacia la izquierda para Gonçalo Guedes. Cristiano la va a buscar ahora al centro del área. Pero Guedes la pierde. Otra vez, Cristiano avanza ante una barrera de marroquíes, necesita descargar para después hacer lo suyo. Le mueve la mano derecha a Bruno Fernandes, que estaba fresco, que había entrado hacía un rato, para que le pase por al lado. Fernandes pasa, Cristiano abre la pelota. Fernandes la tira al área sin ninguna dirección, se la da a un rival. Cristiano es el simulador de todo eso.

Ver a Cristiano en el estadio Luznhiki, en Moscú, en su segundo partido en el Mundial después de los tres goles que le rajó a España, también era ver las pantallas, su cuchicheo con Fernando Santos, el técnico de Portugal, al final del primer tiempo. El corte podía indicar que el dueño del equipo le daba indicaciones al entrenador. Sus movimientos aportan al show, a lo que va más allá del partido. Cristiano, por ahora el goleador del Mundial, no está en Rusia sólo en la cancha, su marca CR7 también está en las publicidades callejeras, escritas en alfabeto cirílico. Es la clase de jugador global que hizo que ayer el estadio –con 78 mil personas- no sólo fuera requerido por portugueses y marroquíes, también por los rusos y hasta por los argentinos que llegaron incluso con remeras de Messi.

A Messi se lo recordaron los marroquíes. Meeessi, Meeessi, Meeessi, como respuesta a que Cristiano tuviera la pelota, a que hiciera gestos, a que se cayera y le pidiera falta al árbitro. Cristiano les dedicaba sonrisas, los ama. Viaja a Marrakech con frecuencia. Llegó a volar tres o cuatro veces a la semana desde Madrid para visitar a su amigo marroquí Badr Hari, un luchador de kidboxing que el año pasado vivió un tiempo en la cárcel por algunos actos de violencias en Holanda. También para cuidar sus negocios. Pronto abrirá un hotel en Marrakech, el CR7. Tiene dos en Portugal, otro en Nueva York y otro en Madrid.

A Cristiano debió gustarle que le gritaran por Messi. Es otra forma de alimentarlo. Hicieron más ruido por él los hinchas marroquíes que los portugueses. Porque la soledad de Cristiano incluye a su público, que sólo le dedicó al partido algunos gritos aislados. Fue una burocracia de la tribuna, el espejo de lo que era Portugal en la cancha. Y está bien, porque es todo lo que podía despertar ese equipo. Cuando más se los escuchó fue cuando se juntaron con unos brasileños. Cantaron por Pelé y sus mil gols.

Al terminar el partido, siete minutos después de haber creado las condiciones para que le cobraran una falta, y unos segundos después de abrazar a Pepe por haber sacado de urgencia una pelota del área, Cristiano se dispuso a saludar a sus compañeros. Lo hizo con un gesto de frialdad, de misión cumplida. Cuentan, sin embargo, que eso también es una pose: en la intimidad Cristiano es consejero de los más jóvenes y está atento a cada detalle grupal. Después se acercó a los marroquíes, eliminados del Mundial. Los despidió con más simpatía que a sus propios compañeros. Ya volverá a Marrakech.