En la redacción de Tiempo, mientras esperábamos para acomodar en la edición de papel del día siguiente otra de las bellas crónicas que Alejandro Wall enviaría de Qatar, desde la sección de fotografía nos advirtieron que el 2 a 1 contra Australia por los octavos de final había comenzado a generar un júbilo que se desparramaba por ciudades y pueblos. «Hay buenas imágenes en el Obelisco«, nos dijeron a Federico Amigo y a mí, que coordinábamos las páginas destinadas a la cobertura del Mundial, para que consideráramos sumarle a lo primario –las fotos del partido desde Qatar— uno de sus efectos, la repercusión en Argentina.

Los compañeros y las compañeras de la cooperativa escribían, diagramaban y corregían frente a sus computadoras con muecas felices y yo no era el único que había recurrido a un refuerzo de gin con coca para celebrar el pase a los cuartos de final pero, a la vez, no dejaba de ser un ambiente de trabajo con la presión de un cierre cercano. Incluso, aunque la puerta hacia la calle México siempre permanece abierta —un símbolo de un medio cuyo compromiso es con la gente de a pie, no con el poder—, eran días en que buena parte del empedrado de San Telmo estaba bajo reparación, sin autos circulando y con muy pocos peatones pasando frente a nuestro domicilio.

El Mundial se jugaba en Qatar y allí apuntábamos: chateábamos con Alejandro, seguíamos las agencias de noticias, les prestábamos atención a las redes sociales y bromeábamos por el riesgo de contraer tortícolis de tanto mirar hacia los televisores colgados contra lo alto de la pared. Ya una hora después del 2 a 1, en la pantalla de la TV Pública se sucedían las entrevistas a los jugadores, el análisis de sus periodistas y la aparición de imágenes que la transmisión no había mostrado en vivo, como esa postal de desembarco de Normandía en el festejo de Lisandro Martínez y Enzo Fernández encima del Dibu Martínez después de su última atajada. Pero cuando entré al servicio de Télam, tras la sugerencia de nuestros fotógrafos, advertí que un estímulo potentísimo se había activado y recorría la espina dorsal del país. A la imagen aérea de un Obelisco ya rodeado de a miles —muchos más que aquellos solitarios iniciales ante México, del sábado anterior, y del nuevo puñado que se había sumado contra Polonia, el miércoles—, le seguían imágenes federales como una bandera gigantesca en la rambla de Mar del Plata y una muchedumbre en el Monumento a la Bandera en Rosario.

Foto: Télam

Con los integrantes de la sección de deportes de Tiempo —sumo a Roberto Parrottino— habíamos reparado antes de Qatar 2022 en una frase, «Empezó el Mundial», que, de tan repetida, pelea en los primeros puestos de la competitiva liga de lugares comunes del periodismo deportivo y redes sociales: suele utilizarse en el comienzo de los 800 partidos de Eliminatorias en todo el mundo, en el debut de Argentina en ese camino previo, en las clasificaciones de la primera y la última selección, en el sorteo del Mundial y en la llegada del primer seleccionado al país organizador. Incluso, tras lo que sería el verdadero kilómetro cero, el monolito del partido inaugural, en los octavos de final se retoma ese concepto y se le agrega un refuerzo, el de «ahora empezó el verdadero Mundial», como si todo lo anterior careciera de valor.

Como esta crónica parte de una teoría, que el Mundial se ganó en Qatar y se vivió en Argentina, mi aporte es que el Mundial Argentina 2022, no el de Qatar, comenzó el sábado 3 de diciembre, minutos después del 2 a 1 ante Australia. Si en 2026 tendremos una Copa con tres países organizadores, Estados Unidos, México y Canadá, la de 2022 ya tuvo dos sedes, una a 13.278 kilómetros de distancia de la otra.

Ya de noche, y con las páginas cerradas de Tiempo, salí de la redacción para buscar a mi hijo, que durante el partido se había quedado en la casa de unos compañeritos, en Chacarita. Tal vez influenciado porque un amigo, Emiliano, acababa de alertarme por WhatsApp, «No sabés la cantidad de chicos que hay con la camiseta de Messi en la calle, yo recién conté ocho en una cuadra», durante mi trayecto —primero caminando por San Telmo y el microcentro hasta avenida Corrientes, y luego a bordo del subte B— me pareció asistir a los festejos por la declaración de una nueva República, la de Messilandia. Como si cada uno de nosotros fuéramos los personajes de una crónica de Ryszard Kapuściński, el periodista polaco que narró procesos revolucionarios de África, Asia y América Latina, no participábamos de los festejos de un Mundial sino del nacimiento de un estado colectivo: Messi y la Selección de fútbol reconvertidos en un jugador y un equipo subcutáneos, metidos debajo de la piel de millones. Seis o siete horas atrás, todavía de tarde, cuando había recorrido la ciudad rumbo a la redacción del periódico en el que trabajo, había transitado un país diferente.

Así como diez días antes podía hacer una lista de las razones por las que había visto en mute emocional el partido ante Arabia Saudita, ahora la efervescencia del país era un río en crecida que se llevaba todo por delante. Tenía la fuerza de los triunfos, el nivel de Messi —de quien no se puede decir nada que esté al nivel de su juego—, la conexión de la Scaloneta con las nuevas generaciones, la necesidad de los argentinos de sumarse a todos los festejos posibles y, a diferencia del debut, un día y un horario acordes: el partido con Australia terminó en las puertas de un sábado por la noche con una temperatura perfecta para ser feliz.

Recién entonces empezamos a darle importancia a otra de las atipicidades de Qatar 2022 —o de Argentina 2022—, un Mundial a finales de la primavera pero ya veraniego en su espíritu, un regalo inesperado para quienes vivimos en el hemisferio sur. Desde su primera edición, en Uruguay 1930, las Copas del Mundo siempre se jugaron entre junio y julio, pleno verano boreal, acorde a un orden mundial manejado desde el norte: un evento al final de la temporada, casi veraniego, para ser disfrutado en mangas cortas y con una cerveza al aire libre. Claro que hubo Mundiales organizados en países meridionales y entonces vimos a futbolistas en mangas largas, como Chile en 1962, Argentina en 1978 y Sudáfrica en 2010, pero no cambiaba la ecuación: para quienes habitamos esta parte del mundo, también fueron experiencias con camperas, en habitaciones cerradas y cerca de estufas. Esta extraña Copa entre noviembre y diciembre, por primera y última vez, cambió la ecuación de quienes lo vimos por televisión al sur del Ecuador: con calor, poca ropa y bajo el sol o las estrellas, los Mundiales en verano son hermosos y no lo sabíamos.

Privilegio reservado a los septentrionales, ya sean europeos, norteamericanos o japoneses, festejar un triunfo en bermudas o con vestidos livianos un sábado por la noche al aire libre, o ver jugar un domingo a Mbappé al lado de una pileta o frente a un ventilador o con las ventanas abiertas es un placer. Parece ornamental pero no: amplía el volumen de fiesta y el transporte público, las plazas, los bares y las veredas se convierten en tribunas. Si el fútbol es una excusa para las relaciones humanas, un Mundial al borde de fin de año multiplica esas conexiones. Al día siguiente escribí en la web de Tiempo: «El final del gobierno de la Alianza —sus decenas de muertos alrededor de Plaza de Mayo— dejó un fantasma que se repite desde hace veinte años, ‘A ver qué pasa en diciembre en la calle’. Nada de lo que haga la Selección solucionará las urgencias económicas ni sus reclamos pero ahora, aún a la espera del partido ante Países Bajos por un lugar en las semifinales, lo que tenemos es un diciembre hermosamente futbolero, con chicos, chicas, mujeres y hombres vestidos de Argentina por la mañana y por la noche, al aire libre, cerveza fría en mano, como si todos cantáramos la versión argentina de uno de los temas más famosos de los Mundiales, el de Italia 1990, ‘Un verano italiano’, ese de ‘Noches mágicas, persiguiendo un gol, bajo el cielo de un verano italiano’. El de Qatar es un Mundial bajo el cielo de un verano argentino».

Foto: Tomás Cuesta / AFP

Si nuestros diciembres son especiales, y ninguno más mortal que el de 2001, a partir de 2022 ya no tendrán únicamente un halo espectral o de reclamos de mejoras sociales: también lo recordaremos como una toma futbolera de las ciudades. La empezamos a pasar tan bien que, ya pasados los octavos de final, me dieron ganas de decirle a Papá Noel que no, que gracias, pero que no hacía falta que viniera la semana siguiente. Que regresara más adelante. «