El dueño del parque temático naturista Palos Verdes predica con el ejemplo: recorre sus dominios como su madre lo trajo al mundo. “No soy un fundamentalista, para nada. Por ahí usted viene otro día y me encuentra vestido. Pero quién se aguanta las bermudas con este calor”, interpela Ricardo Peralta, de vitales 75 años. Después saluda con la mano a una parejita libre de atavíos que se encamina a un lago artificial custodiado por sauces frondosos, olorosos eucaliptos y algún que otro espigado álamo. Una copia fiel del edén en el oeste del Conurbano. “Todo esto que ve lo hice yo, como decía Churchill, con sangre, sudor y lágrimas. Plantamos los árboles, hicimos las piletas, diseñamos los caminitos: me rompí el lomo para levantar esto”, dice Peralta de su obra cumbre, el icónico espacio “no textil” que le da de comer hace década y media. 

Como en la teoría del Big Bang, la génesis de este paraíso nudista fue obra de una gran explosión. El crac económico que en 2001 desnudó las miserias del neoliberalismo. “Acá teníamos una fábrica de ladrillos, pero con la crisis estalló todo por los aires, y había que seguir comiendo –explica Peralta–. Y el hambre da ideas.” De las seis hectáreas del predio hizo un camping turístico, primero para el público estudiantil y después para jubilados. La fortuna no le sonreía, hasta que un conocido de su ex mujer le acercó la fórmula molotov: “¿Y si probás con un campo nudista?” 

Con una mano adelante y otra atrás, Peralta puso manos a la obra, en un terreno casi virgen de Moreno: “Yo sabía tanto de nudismo como de astronáutica. Una sola vez había visto una playa nudista en Brasil, y a 200 metros. Las personas parecían hormigas.” Acondicionó la ex fábrica a contrarreloj. Publicó un aviso diminuto en Clarín: “En mi casa tenía dos teléfonos. Ese día no dejaron de sonar. Me di cuenta de que acá había un buen negocio.” 

Palos Verdes abrió sus puertas en octubre de 2002 sin bombos ni platillos. “Éramos cuatro gatos locos: una parejita, una amiga y quien le habla. De los que llamaron, ni uno”. Peralta no desesperó. Recién con la llegada del verano, el boca en boca surtió efecto: “Finalmente la cosa se levantó –dice, pícaro–, y con los años fui aprendiendo los códigos. Hay gente que quiere estar en contacto con la naturaleza, pero también llega mucho público swinger y gay, que antes eran muy discriminado y no tenía espacios. Este es un lugar muy libre, pero de mucho respeto. Vienen desde una mucama que trabaja en el barrio privado de acá al lado hasta un juez. De alguna manera, el nudismo unifica a las clases sociales. En bolas somos todos iguales. Acá no hay grieta.”

La vuelta a la naturaleza

Peralta otea el ojo de agua artificial bautizado “El Río de los Sueños” y rememora viejas épocas: “Tengo la imagen grabada de una parejita que llegaba en su Mercedes Benz, abrían un champancito y se metían al lago. Era la vuelta a lo natural.” Este domingo tórrido, los visitantes, más de cien, repiten el ritual de lo habitual: disfrutan de un buen asadito, del baño de sol y de la piscina semiolímpica con cascada.

El pase diario cuesta 400 pesos. Miguel, ex obrero de la planta, está a cargo de la recepción. Hace un alto en su agitada faena, pita un Parliament y explica que su adaptación al nuevo modelo de negocios fue gradual: “Imagínese, pasé de fabricar baldosas a atender gente desnuda. Antes me chocaba ver a una mujer tomando sol en bikini en una plaza del centro. Y ahora, converso con mi jefe en pelotas y ni me mosqueo”. 

Roberto es un habitué de la casa. Sus primeros pasos en el gremio los dio a principios de los años setenta, en las playas del Lago Constanza, en la triple frontera de Suiza, Austria y Alemania: “Me tiré una siestita y al despertar estaba rodeado de familias enteras que conversaban, comían y jugaban a los naipes completamente desnudas. Lo primero que atiné fue a sacarme la pilcha: porque el que desentonaba era yo.” Desde aquel día, quedó fascinado con la práctica. “En el nudismo no existe la discriminación. Acá tienen espacio el flaco, el gordo, el joven, el viejo, la mujer de tetas caídas y el hombre con un abdomen generoso como el mío. Yo tengo 74 años y hace 40 que estoy en esto. Somos como una gran familia”, cierra este nudista de vieja escuela y enfila hacia el poblado tanque australiano, pegadito al “Monumento a la Virilidad”. 

En la última década y media, con pizcas de inventiva, reciclado y juego cómplice con los parroquianos, Palos Verdes sumó diversos atractivos. Desde los senderos verdes bautizados “De la pasión” y “Ho Chi Minh”, rodeado de vigorosas cañas de bambú, hasta el “Retiro espiritual de Tarzán y Juana”,  el “Centro Cultural Oscar Wilde” y el “Templo de la Diosa Afrodita”, el aún abrasador horno ladrillero, hoy acondicionado para el sexo grupal. Los visitantes pueden pernoctar en el hotel, con espacio comunitario, buffet, un sofá de 10 metros de largo y habitaciones con camas de tres plazas pensadas para la comodidad de varios huéspedes. Los cuartos tienen disponibilidad de uso libre durante el día. Mantener la puerta abierta es señal de invitación a participar, mantenerla cerrada es signo de que los de adentro quieren privacidad. Una ley suprema es el código de convivencia del parque: “Sí quiere decir sí. Y no quiere decir no.”

El almuerzo desnudo

Tiras de asado, chorizos, morcillas, chinchulines crocantes, lomos jugosos. El banquete está servido. En la zona dedicada a las parrillas la camaradería es ejemplar. “Bueno, tampoco idealicemos tanto. Acá muchos le van a decir que esto es el paraíso, pero no es muy distinto al afuera. Es la sociedad que los fines de semana se mete acá adentro: gente normal, pero sin ropa”, reflexiona Eduardo, un herrero que disfruta del sol y de un buen vaso de tinto junto a las brasas. Lo acompaña Erika, su pareja de bronceado perfecto. “Somos del palo swinger, donde el cuerpo es muy importante. Pero ahora estamos en otro viaje”, dice el morocho, se ríe y frota su generosa panza.

“El Perro” es un músico que no precisa un vestuario ostentoso para hacer gala de su virtuosismo. Sube a escena pelado de indumentos, acompañado por su infiel saxo, y arremete con el eterno “Summertime”. “Acá todos tenemos la misma idea: compartir en la naturaleza. Yo pongo la música, otro hace masajes, aquel enseña a bailar. Este no es un lugar de búsquedas, es más un lugar para reencontrarse con uno mismo. Eso es el naturismo.” 

A pocos metros, Norma Díaz reposa feliz bajo el sol tremendo. Nudista con mil y una historias, recuerda sus andanzas en playas de Uruguay y Brasil. Dice que rinde culto a la fe naturista hace más de 25 años: “Vida sana, gimnasia, es toda una cultura”. Le pone el cuerpo todos los días: “Los que estamos acá tenemos como una doble personalidad. Nos gustaría estar afuera como estamos acá adentro. Pero desgraciadamente tenemos que ser hipócritas. Una vez que franqueamos aquel portón y encaramos la ruta, tenemos que ser otros. Si usted quiere hablar con la verdadera Norma, la tiene delante. En bolas.” «