IDENTIDAD

1

Soy la que huye del bullicio y se ampara en el silencio; la que ama la soledad, pero a veces le teme como al mismo infierno.

Soy la que no es capaz de contener la risa cuando queda mal reírse, la que se tienta con un chiste tonto durante semanas enteras.

Soy la que ahoga el llanto sobre la almohada, la que mira un punto fijo y se escapa de la realidad cuando está muy triste.

Soy la que se las juega todas por lo que cree porque la tiene muy clara y, en ocasiones, soy la que no sabe dónde carajo está parada.

Soy aquella que siente hervir su sangre cada vez que ve sufrir a un inocente, la que no es capaz de hacer silencio ante una injusticia. La misma, paradójicamente, que no sabe cómo defenderse cuando la atacan.

Soy mi madre y soy mi hija. Soy mi casa, mi creación y la reconstrucción de lo que otros dejaron desparramado en el piso.

Soy un poco de lo que ve el mundo y un montón de lo que aún no conozco ni yo.

Todavía tengo secretos que no me animo a contarme. Por eso escribo.

2

Me gusta el silencio. Muchísimo. No le tengo miedo porque ya sé cuándo es peligroso y cuándo no: he atravesado, riendo o llorando, todas sus versiones. Igual que la soledad. Que es tan grande y tan cómoda cuando se busca y se encuentra; que es tan necesaria, a veces, como respirar.

Me gusta el aire frío, tengo la sensación de que limpia y renueva, por dentro y por fuera. Me gusta el cielo sin luces ni cables, inmenso y helado, misterioso y tranquilo.

Me gusta repensar mis particularidades, que tantas veces hicieron que me creyera inadecuada. Eso que me hace distinta, eso contra lo que tanto luché, es mi identidad. Soy yo, y qué placer reencontrarme conmigo.

3

Desde siempre, creo que desde que nací, al lado de la carpintería de mi abuelo, que lindaba a su vez con el patio de mi casa, había una casita abandonada a medio construir. Decir a medio construir sería una exageración, no llegaba ni a eso. Solo contaba con paredes de ladrillo muy precarias, que separaban varias habitaciones entre sí, con vanos sin marcos donde irían ubicadas las puertas y las ventanas. No tenía techo ni piso, era apenas una estructura parecida a una casa sobre la tierra. Jugaba allí con mis primos y los vecinos de mi edad de la cuadra. La llamábamos «la casita vieja».

Todos esos años de mi infancia los viví en un distrito llamado Eugenio Bustos. Un lugar cuyo recuerdo me hace muy feliz y, en ocasiones, también me genera mucho rechazo. Un pueblo bastante tranquilo y no muy habitado donde, al menos hace unos cuantos años, todos se conocían entre sí. Eso es una ventaja para algunas cuestiones como la seguridad, por ejemplo. En este caso, como no solían entrar a robar a las obras en construcción (y era muy raro escuchar que lo habían hecho en alguna casa), no había rejas ni alambrado, así que se podía entrar y salir libremente. Nunca supe quiénes eran los dueños de la propiedad, sin embargo, no teníamos restricciones para visitarla cada vez que quisiéramos. Además de jugar a las escondidas con los chicos, a veces llevábamos maderas del galpón de mi abuelo y armábamos nuestros propios muebles de mentira.

Era un lugar seguro, lo opuesto a lo que otras personas podrían llegar a pensar si escucharan hablar de una «casa abandonada». Únicamente en una ocasión nos horrorizamos. Un día de verano, nos habíamos quedado más tiempo del que teníamos permitido y se había hecho de noche. Estábamos contando cuentos de terror en una de las habitaciones, en penumbras. Nos daba más risa que miedo, pero era esa risa más bien nerviosa. En eso estábamos cuando entró un viejo con una manta en la cabeza y un atado de leña sobre el hombro, haciendo sonidos extraños. ¡Qué manera de gritar, nunca había sentido tanto terror! Transcurrió una decena de segundos interminables hasta que nos dimos cuenta de que era mi abuelo Rudecindo, haciéndonos una broma. Él casi nunca se enojaba con nosotros, más bien lo recuerdo siempre intentando hacernos reír. Realmente nos quería mucho. En el pasado, había sido realmente duro, incluso agresivo, con sus hijos. No sé qué lo habría hecho cambiar así. La casita vieja se convirtió en un sitio aún más seguro con el pasar de los años. Para mí, empezó a tener otro significado.

...

Podría decir que hasta se volvió una extensión de mi hogar. Me escondía ahí cuando me sentía desbordada, cuando necesitaba estar sola, cuando quería llorar sin que nadie me viera. Fuimos creciendo y los demás dejaron de frecuentarla, así que no corría el riesgo de ser sorprendida. Cuando salíamos del colegio o durante las vacaciones, preferían ir a casa de sus amigos o a la plaza, para ver a la gente pasar. Yo, en cambio, buscaba un lugar donde descansar del mundo.

Los últimos años de la primaria fueron una época muy difícil para mí. Sufría mucho en la escuela, hasta el punto de no querer ir. Por supuesto que de todas maneras nunca faltaba, lo último que quería era causar más problemas. Además, tenía una actitud más bien estoica y pensaba: no me va a ganar, no voy a dejar que me venza. Aunque me doliera, seguía. Con una sonrisa y todo. Pero sí que llegaba tarde voluntariamente.

Me sentía absolutamente agobiada por las peleas que había en mi casa y, en ocasiones, la pena me astillaba la garganta. Así, literalmente. Siempre recuerdo esos pinchazos de angustia tragada una y otra vez. Pero también me acuerdo de la tranquilidad que sentía cuando me refugiaba en la casita. Ahí nadie podía verme, ahí podía desarmarme sin cuidar las apariencias. Por lo general, iba después del mediodía, apenas terminaba de almorzar, antes de entrar al colegio.

Como podía llegar caminando porque el establecimiento quedaba a una cuadra de mi casa, nadie controlaba qué hacía en el camino. De hecho, llegaba tarde aun saliendo temprano, porque me quedaba en la construcción un rato largo, perdiendo el tiempo sin que nadie me culpara por eso, y a veces también juntando coraje para entrar a clase.

Aproximadamente para esa misma época, en mi casa habían descubierto que yo llevaba un diario íntimo. Desde los siete u ocho años volcaba en cuadernos mis percepciones sobre lo que vivía, pero nadie se había enterado hasta entonces. Un domingo, encontré a mi mamá leyendo mi diario. Cuando me vio, lo cerró de golpe y quiso ocultarlo para que no me enojara, pero era tarde. Para ella no había sido tan grave; para mí, se sintió como el fin del mundo.

A esa edad representaba una tragedia, eso era. No eran secretos inconfesables. O sí, quizás sí. Pero fue tal mi desesperación y mi desconsuelo que decidí entonces que debía protegerme, no podía volver a exponerme de ese modo.

Dejar de escribir no era una opción para mí. Jamás lo fue. Me mantenía más o menos cuerda cuando todo lo que me rodeaba se descontrolaba o cuando me era indispensable ordenar mis ideas en medio de una tormenta interior. ¿Dónde podría esconder mis escritos?

Evidentemente, no había ningún lugar demasiado seguro en mi habitación. Tampoco podía llevar mis cuadernos conmigo todo el tiempo, si mis compañeros llegaban a encontrarlos, estaría perdida. Más de una vez habían vaciado mi mochila en el patio a modo de «broma». (Nunca entendí, ni mirándolo desde distintos ángulos, cómo eso podría llegar a resultarles gracioso ni cómo a las maestras no les resultaba grave). Pero en la casita vieja sí podría dejarlos. Nadie sabría, nadie revisaría ahí.

Así pues, comencé a esconder mis tesoros en huecos de las paredes, en espacios que quedaban entre algunos ladrillos deteriorados y en el interior de unos cajones de fruta vacíos que desde hacía mucho tiempo estaban acumulados en una de las habitaciones. A veces escribía en servilletas de papel o en hojitas sueltas. También las almacenaba ahí. Casi todos los días pasaba por la casita antes de entrar a la escuela. Dejaba la mochila en el suelo, me sentaba en uno de los cajones que usaba como silla y, simplemente, dejaba el tiempo pasar. Quizás leyendo al sol, quizás llorando a la sombra, quizás escuchando la radio en mi walkman. Siendo yo, un ratito.

Más o menos un año después, tuvimos que dejar Eugenio Bustos. Rescaté mis cuadernos y todo lo que había guardado en la casita. Los metí entre la ropa, en las cajas que viajarían en el camión de mudanzas.

Es posible que, para quien no me conozca bien ni sepa de mi pasado, lo que narro pueda resultar extraño o un poco inquietante.

Pero en esa época de mi vida, para mí fue muy útil hacerme de un espacio que no me era permitido tener en otro lugar ni con otras personas. Ahora, de grande, pienso: si no hubiese contado con esos recursos, ¿cómo habría manejado lo que me estaba pasando? Si no hubiese encontrado un respiro, un ratito, un pequeño rincón para estar conmigo misma y descansar de toda esa gente que me rodeaba pero que me hacía sentir tan sola, ¿qué habría sido de mí?

Creo que todos necesitamos una casita vieja, sin importar la edad que tengamos. Sin importar, asimismo, la «gravedad» de nuestros problemas. (¿Es que acaso eso se puede medir?).

Un lugar donde expresar lo que sentimos sin filtros, sin miedo, sin prejuicios propios ni ajenos.

Un lugar donde poner lo que quisiéramos decirle a alguien que ya no quiere o no puede escucharnos.

Un lugar donde descansar, donde tirar la mochila cuando esté demasiado pesada y abrirla para revisar qué es lo que ya no necesitamos llevar. Un lugar donde dejar lo que estorba, lo que ya no sirve, lo que necesitamos vaciar.

Una casita donde guardar los tesoros personales, donde dedicarnos tiempo sin culpa y sin tener que dar explicaciones.

Un espacio para hablar del pasado sin que nadie nos condene, para limpiar a solas esos rincones que parecían estar vacíos pero que se volvieron a llenar de telarañas.

Un lugar donde ser nosotros mismos y recuperarnos del bombardeo del mundo. Y enojarnos, si lo sentimos. Y estar tristes y llorar y gritar y terminar cuestionándonos por qué le dimos tanta importancia a alguien que no valía la pena.

Es sanador tener un lugar secreto. Ojalá todos se permitan contar con uno.

4

Nunca te vas a ir de mí. Aunque no te pueda ver más. Aunque tenga que conformarme con evocar tus sonrisas con la ayuda de las últimas fotos que te tomé, con miedo, con ese temor de que esa sí fuera la última foto, la última oportunidad, la última vez.

Me acuerdo que te miraba y te decía «Te quiero mucho, ¿sabés?», y vos esbozabas una media sonrisa. «¡Te quiero mucho, te dije!», insistía, hasta que vos me regalabas un «Yo también». No me quería ir sin estar segura de que te hubiera llegado, de que lo hubieras comprendido y sentido. Porque no sabía… Porque no quería pensar en eso, pero no sabía si habría más oportunidades.

Nunca te vas a ir de mí. Porque estoy hecha de vos, porque mi sangre viene de la tuya y lleva consigo una historia sagrada.

Mi historia, la tuya y la que nos unió.

¡Llevo tu sangre! ¿Cómo voy a sentir que te fuiste del todo, si sos un ingrediente esencial de mi identidad y de mi ser? Mientras tenga vida vas a correr por mis venas.

Nunca te vas a ir de mí. No me importa que tenga que decirte adiós hacia afuera, porque por dentro no me voy a despedir. No me importa que me digan que lo sienten mucho, ni que la vida sigue, ni que ya sabíamos que en cualquier momento iba a pasar. No me importa, no saben nada de nosotros. No entienden que estás en mí, que te llevo acá adentro, que nunca te vas a ir.

Porque llevo tu nombre, porque ahora que soy más grande nos parecemos, porque me enorgullezco hasta de los defectos que heredé de vos.

Nada de adiós ni de hasta luego, aunque no te pueda ver más. Te llevo acá para siempre, yo estoy hecha de vos.  «

(…)