Estuve más de tres meses sin salir a la calle. Estaba en una clase en la Facultad de Psicología y me empecé a marear. Al rato abro los ojos, estoy en el piso con las piernas levantadas. Mis compañeros me miran, me traen agua. Llamen a mi abuelo. Llega en menos de veinte minutos, me toma la mano y me ayuda a caminar hasta el auto. No pasa nada, chiquita. Y no pregunta más.

Unos meses antes se había muerto mi papá. Esa noche, al volver de la Facultad, el corazón va a querer salir de mi cuerpo. La única forma de frenarlo es adormecerlo con algún psicofármaco. Hola psiquiatra, hola tratamiento, hola tres meses sin salir a la calle.

Lo intento una y otra vez. Mamá me lleva de la mano a caminar, dar la vuelta manzana. Yo con 20 años y con mamá de la mano. Puedo hacer cuatro cuadras, pero tengo que regresar. Siento que me ahogo, el aire no me llega, las piernas me tiemblan, el frío en el cuello, voy a vomitar. Se me vienen imágenes. La ansiedad también es vivir anticipándonos. Me veo tirada. Necesito gritar, no tengo voz. Por favor, volvamos adentro.

***

Ceci, no pierdas la carrera, te gusta, me susurra una amiga, y me pasa a buscar por lo de los abuelos. Me lleva, también de la mano, al bar de la vuelta. Me trae apuntes, me explica, me calma. Sabe que otra vez la ansiedad me expulsa de la escena.

Me rindo. Me rindo y me quedo en casa, no quiero ahogarme con el aire que hay en la calle, con las luces, con los autos, con la gente, con todo aquello que me asfixia y que, siento, me puede desvanecer. Me veo por dentro. Pienso todos mis movimientos, los que de verdad pasan y los que no. Hasta pienso en cómo hago para caminar, una pierna por vez. ¿Cómo se puede diseccionar algo tan natural?

Lo mismo sentí el día que me subí al avión con destino a Disney. Mi primer encuentro con el pánico. No sé qué me pasa, estoy con un montón de chicas de mi edad, todas emocionadas, felices. Yo solo me quiero bajar, no sé qué hago acá. No tengo miedo al avión, solo me quiero bajar. Mamá venime a buscar, mamá venime a buscar; repito en mi mente durante las horas de vuelo, a ver si funciona. Nada. Me dan algo para dormirme. Llegamos. Entro a la habitación con mi valija y el desborde de ansiedad, las tres juntas. Solo necesito que alguien me dé un teléfono. Hola má, me quiero volver, me siento mal, no sé qué me pasa, siento que me voy a morir.

Se suma la culpa por la plata que se gastó en el viaje y no poder estar disfrutando lo que las demás disfrutan, y la vergüenza de qué voy a decir cuando me pregunten por qué me volví.  No tengo explicaciones, no sé qué me pasa. Siento miedo, un miedo raro; es un miedo que te agarra todos los sentidos y no podés frenarlo. Como si no estuvieras en tiempo presente. Como si no pudieses concentrarte en el aquí y ahora.

Ya estoy en casa, mamá me espera con los brazos abiertos. Papá con la puerta cerrada, no me habla.

***

El miedo al miedo, lo llaman. Es normal dentro del mundo de los que hemos sufrido trastornos de ansiedad. De repente, tengo que llamar a mi hermana para que me venga a buscar a un bar de Palermo, porque siento que se me paralizó el cuerpo. A eso hay que sumarle el plus incómodo del “qué pensarán si”. Si alguien descubre que cada vez que voy a rendir un examen en la facultad, tengo un Rivotril escondido en mi mano. Si los ascensores son con puertas automáticas, voy con los ojos cerrados. Mejor siempre por las escaleras. Los subtes generan encierro y hasta hace poco me aterrorizaba manejar por autopista.

Al microcentro prefiero evitarlo. A veces necesito tener un sobre de sal en mi billetera, otras veces de azúcar. El día que se murió mi papá me encerré en el baño porque me había olvidado cómo tenía que hacer para respirar. Cuando operaron a mis hijos me angustiaba que notaran que me temblaba la vida. No fui a entrevistas de trabajo por miedo a desmayarme. Me perdí de fiestas, recitales, reuniones y viajes por eso que llaman ‘ansiedad’. O por lo que yo me fabricaba sobre ella. Dicen que somos lo que otros dicen que somos. Pero también hay que batallar contra lo que nosotros mismos nos decimos que somos.

***

¿Qué es la ansiedad? ¿Existe? ¿Es angustia acumulada? ¿Es lo que no se dice y explota? En el momento del ataque de pánico se vive un huracán. Arrasa, llega al pico. Y después, reconstruir la ciudad. Terapia y más terapia. Dejar de pensar en la locura, hablar con respeto sobre la salud mental.

Amigarse con que si hay que tomar alguna pastilla para que baje la marea –y así poder estar más tranquila para exponer mis angustias– entonces tomala. Hablar dentro y fuera de la sesión. Poner en palabras lo que pasa. Combinarlo con diferentes ejercicios que te van proponiendo para amainar los síntomas: cerrar los ojos, ponerme auriculares y la música que más me guste, imaginar que estoy en otro lugar. Poner la mano en el cuello y sentir que la palpitación es normal, que lo que palpita rápido es mi mente. Acostarme en el piso y dejar que venga el desmayo, darme cuenta de que no llega. Sigo viva. Seguís vivo.

Sé que es difícil, pero no googleés. Pensá en algo que te evada. Un cable a tierra. Tocar la guitarra, escribir sin pensar. O recrear sabores, aromas. Esos eucaliptus del pueblo con mar que visitabas cada verano, esa higuera de la abuela, el olor a tierra mojada de los días lluviosos en la escuela.

Salir a caminar, dibujar, gritar, bailar, sentir el respirar. Ponerlo en imagen ayuda: inhalás aire brillante, exhalás un aire oscuro. Permitirnos evitar situaciones donde creemos que la vamos a pasar mal, preguntarnos si la ansiedad es la manera que tenemos para decirnos que en realidad no queremos estar allí. Poder nombrarlo: aunque te diga que estoy bien, tengo ansiedad. ¿Por qué uno puede decir ‘tengo gripe’ y no puede decir con la misma libertad ‘tengo ansiedad’? Entender también que nos podemos sentir mal, y no siempre la responsable es la ansiedad.

***

Pensé que nunca iba a poder nombrar esto en pasado. Pasado y presente. Latente futuro.

Dicen que no es una enfermedad. Y que su presencia más que algo negativo la tenemos que tomar como algo positivo: la ansiedad (o como se llame) nos está queriendo decir algo. A veces la veo como cuando salta un fusible. Un resorte fallado. Pero hay que tratar de evitar que sea la protagonista. Y si la ansiedad llegó y está ahí, dejala. Los dos. Vos y ella en la habitación. Dejala, que esté ahí. Siempre me sonó a la frase de Fito: “Él y yo vivimos aquí, él se enamora y yo le hago preguntas”.

No me fue fácil poder pensarlo así. Probé todo lo que tenía a mi alcance. Una de las primeras cosas que hice fue ir a un médico clínico para que me haga todos los estudios posibles y descartar cualquier enfermedad. En el fondo suponemos que está todo bien, pero el tener un estudio que me lo confirme me iba a servir como herramienta (circunstancial) en el momento de la crisis: no va a pasar nada real, tus estudios dieron bien, Cecilia.

Aunque la medicina es el arte de encontrar algo. Y de pronto estás usando anteojos, placa bucal, haciendo yoga. Pero la ansiedad sigue. Y sabemos que siempre aparece un síntoma nuevo. El deseo del control permanente es efímero. E imposible de cumplir.

La escritura terapéutica no solo me sirvió para calmar la ansiedad, sino sobre todo para darme cuenta de que tenía un montón de palabras atoradas que necesitaban ser escritas. También te van a sugerir cuidar la dieta, ver si no hay comidas o bebidas que ayudan a levantarte la ansiedad (como el mate o el café), y hacer actividad física: cansar el cuerpo para cansar la cabeza.

La pandemia vino a atravesar con su encierro y su incertidumbre apocalíptica la fragilidad y vorágine cotidiana con la que vivimos: las crisis de ansiedad explotaron. Según afirmó la Organización Mundial de la Salud esta semana, subieron un 25% los casos. La visibilización ayudó: muchos de los que antes disimulábamos, hoy ya no tenemos que hacerlo. Lo cuentan deportistas, políticos, famosos. Del tema se habla hasta en el programa de Tinelli. Ya son menos las voces que juzgan y más las que empatizan, las que abrazan. Y una sabe en qué brazos quedarse un rato más.

Una gran amiga me dijo hace muchos años, en medio de una situación olvidable: “Si querés, vos podés salir de ahí”. Bueno, acá estoy. Salí. Y si en cierto momento vuelvo a algún “ahí”, es solo por un rato. Hasta que respiro y le recuerdo a mi mente (y me recuerdo) que ya está. Que ya nos podemos ir.