Apartar del cargo al profesor es un acto de cobardía. Es dimitir ante quienes ostentan el poder de alguna tradición. Pero aún más, es renunciar al desafío pedagógico más sustantivo: la seducción cultural.  En tiempos donde impera la violencia, la prepotencia del sinsentido, simplemente que te presten atención más de diez minutos parece más difícil que trepar el Everest. Y a un profesor que encendió el interés de un grupo de adolescentes por la literatura, y por Hernan Casciari, notable escritor. O sea, alguien que comenzó una verdadera revolución, despertando el deseo para que por fuera del colegio los chicos y chicas sigan explorando el libro de ese escritor. Y en vez de ovacionar ese golazo que hizo se lo saca de la cancha, rápido y sin explicación.

Cuando aquellos/as que ejercen autoridad están tomados por la imposición, en general, sin ninguna explicación, los domina el temor por perder su cargo, aparecer en algún noticiero o cualquier otra razón, han extraviado el sentido de su función. Incluso la máxima autoridad provincial en educación parecía adormecida como si no pudiera ser arte y parte con su palabra y enérgica decisión, poniendo por delante la enseñanza y la literatura como el mejor pasaporte hacia el conocimiento y la imaginación.

La autoridad de una directora o de una ministra se mide en la autorización a que no solo ese docente sino todos/as se sientan habilitados/as a incomodar a sus estudiantes, para tomar distancia del «siempre lo mismo» y animarse a ensayar otras maneras de explicar y comprender el mundo. Despabilar el confort que supone esa pasividad de respondedor serial de aquello que el adulto pretende escuchar y enseñar a pensar es la más potente herramienta de emancipación que podemos practicar.

Hay una serie fabulosa danesa que versa sobre una audaz profesora de escuela, Rita, incorrecta y disruptiva, que se le anima a todo lo que parece imposible, porque tal como dice el trovador cubano, sobre lo posible se sabe demasiado. Cuando le preguntan porque es maestra, dice, para salvar a los chicos de sus padres. (Sobre esta genial serie escribimos con Mariana Maggio esto http://ahoraeducacion.com/docentes/una-rita-que-educa-a-todasos/).

Los padres y las madres deben ser escuchados con atención en cualquier causa y situación, cuando se trata de sus hijos en la escuela. Pero las decisiones sobre lo que se enseña y cómo se enseña es asunto de la institución escolar. Los diseños curriculares son la norma pública sobre aquello que se enseña en las escuelas y cada jurisdicción, con las orientaciones del CFE Consejo Federal de Educación, es el máximo órgano de decisión. Escucha atenta y luego decisión, sin que opere el miedo, la amenaza o el mal menor.

Estamos, parece, cercados por una época en la que tienen mucha prensa los discursos de retorno a las nostalgias moralizantes de que antes era todo mejor. Y esas apelaciones, en general violentas y amenazantes, recurren a la tradición como mejor método para la educación. Del mismo modo que confunden justicia con venganza, lo hacen entre poner límites y que todo sea punición, aunque disimulen cierto placer cuando suena aquella frase de que «la letra con sangre entra». 

Una vez, cuando era maestro, planifique una clase de matemática (operaciones con números romanos) en forma combinada con juegos de persecución en el patio y aproveché a los Pókemon, que eran pasión de los chicos/as en ese momento, y le agregue ese sabor. Fui a mostrarle mi clase al director y mientras mi cara esperaba un premio recibí un “de ninguna manera, el patio no es para enseñar matemática”. Me fui amargado, pero junté fuerzas insistí y finalmente me autorizó. Nunca vi que aprendieran tanta matemática y se divirtieran como aquel quinto grado en aquella ocasión. Combinar saberes que parecen injuntables, arrimar materias que se miran de reojo, aprovechar y usar de otras maneras el espacio, el tiempo y alguna canción, suele ofrecer oportunidades para transformar la inercia en una genial ocasión.

A veces seguimos confundiendo y creemos que enseñar es que otros reproduzcan lo que yo llevo a la clase, y que logren un buen copy-paste y de 7 a 10 en la prueba final. Eso es hacerles trampa y todo lo contrario a pensar. Eso es condenar de antemano a que los otros sean, como máximo, una réplica mía en miniatura. Omnipotencia con un poco de demagogia.

Enseñar es incomodar, ofrecer que el otro/a salga a buscar, que se suba a sus propios hombros para lanzarse a pensar lo más lejos posible de la copia que, aunque sea hábito, te quita libertad.

Penalizar a un profe porque contagia las ganas por leer e investigar es un embrión de golpe de Estado. Es un golpe de oscurantismo que atrasa y empobrece. Es privar a la escuela pública de su más potente potestad, el derecho a todo el conocimiento, pero también a disfrutarlo, saborearlo junto con los demás.

Celebro a este profesor, lo abrazo y a seguir leyendo cuentos y poesías, redoblando aún más toda la energía y la apuesta en ese acto de emancipación.